Una estudiante en una manifestación en la ciudad de San Cristóbal, durante las protestas de 2014.Natalie Keyssar
El día a día de los venezolanos
transcurre en la amarga paradoja de ser el país rico más pobre. La
violencia de la calle y el racionamiento cercan a los ciudadanos, entre
perplejos por ese caos y decididos a salir adelante.
ActualizadoDomingo 22 de mayo de 201622:44
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“La vía recta estaba perdida”. Dante, Divina comedia
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El momento en que tu mirada tropieza por primera vez
con un fusil a la entrada de un supermercado es inolvidable. Estás
desprevenida pensando en el almuerzo y, de pronto, te sorprende ese
largo cañón negro tan fuera de lugar. Mi primera vez fue una mañana
luminosa de 2012. Tal vez el soldado que exhibía el arma también lo
recuerda. Se le notaba incómodo, como si estuviera debutando en esa
misión. Había fruncido el ceño en un vano intento de endurecer su rostro
aniñado. Lo habían enviado allí para prevenir tumultos. Los clientes se
alineaban en una fila, como hormigas, para comprar el producto más común
de nuestra dieta: harina de maíz precocida para hacer arepas. Otro
soldado, tan joven como él, cuidaba la retaguardia en aquel enorme
negocio ubicado frente a una de las estaciones de metro más concurridas
de Caracas. Crucé al parque del Este, un oasis de 82 hectáreas desde donde la
vista del Ávila –esa montaña tan verde y proporcionada al norte de
Caracas– es tan espléndida que te carga de energía y optimismo.
Enfrentamiento entre la Guardia Nacional y manifestantes en un barrio rico de Caracas, en 2014. Natalie Keyssar
Una hora después, al regresar, la cola era igual de larga, como si el
tiempo se hubiera detenido. Los soldados en el mismo lugar con la misma
postura. La fila del mismo tamaño mientras algunos clientes salían con
su carga de cuatro kilos de harina dentro de una bolsa plástica blanca.
Entonces, aquello no era tan común. Comenzaba a suceder esporádicamente. Más allá de la tensión política que nos agobia desde hace tanto,
seguíamos llevando una cotidianidad medianamente normal, dentro del
estándar latinoamericano. Nuestra principal preocupación era la
violencia, esa hidra implacable que nos tiene acorralados. El maná
venezolano se vendía en casi 100 dólares por barril y el 98% de los
venezolanos comía tres veces al día, según la Organización de Naciones
Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Aquel encuentro inesperado con el fusil en el mercado fue, sin
embargo, un mal presagio, el prólogo anticipado de un libro que estaba
por escribirse. El presidente Hugo Chávez había ganado su última
reelección hacía un par de semanas, pero perdía la batalla contra el
cáncer. Todos sabíamos que estaba muriendo. Como moriría pronto la
fantasía petrolera. Asistíamos al fin de una utopía.
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Es probable que haya hecho demasiado calor durante
el Carnaval de 2014. O que los uniformes de camuflaje fueran de ese
poliéster que raspa la piel. O, simplemente, que los niños de boina roja
llevaran demasiado tiempo en la misma postura, sobre la carroza repleta
de globos rojos y fotos de cuando Chávez era candidato presidencial. Lo
cierto es que esos pequeños, disfrazados del héroe de sus padres, se
aburren mortalmente, ajenos a su rol en la construcción del mito. El desfile transcurre a ritmo de samba en el paseo de Los Próceres,
frente al mayor fuerte militar del país, y el ministro de Turismo
celebra el operativo vacacional –“la fiesta más chévere”–. El ambiente
es de tensión, desafío y miedo.
Una antidisturbios en las manifestaciones de 2014, en el acomodado barrio caraqueño de Altamira. Natalie Keyssar
El país lleva dos semanas en ebullición. El sonido de los fuegos
artificiales se confunde con el de las balas. El sol más radiante, con
la bruma más oscura. Las protestas contra la inseguridad, la inflación y
la escasez, iniciadas por los estudiantes y encabezadas por un sector
de la oposición, están en apogeo. Hay una dura batalla en varias
ciudades. Y se multiplican –espontánea o artificialmente– los agravios
que nos dividen. Mientras se celebra en Los Próceres, no cesan de caer bombas
lacrimógenas, balas y golpes contra los manifestantes. Ni piedras ni cócteles molotov contra policías y militares que llegan a las zonas de combate
con tanques y motocicletas, a veces acompañados de civiles. Hay calles
bloqueadas por basura, palos y llantas. La lista de heridos supera los
250. La de detenidos, el millar.
Unos niños disfrazados en el Carnaval de 2014, un año después de morir Chávez. Natalie Keyssar
Todavía no se termina de asentar la tierra en las tumbas de 18
víctimas. Jóvenes que iban en primera fila o huían de la policía,
universitarias de rostros borrados por escopetas, policías y soldados
baleados, algún mirón con pésima fortuna, una embarazada desprevenida,
conductores sorprendidos por barricadas. Gente que estaba a favor o en
contra del Gobierno, pero que nunca pensó que eso le costaría la vida. En un día pasamos del Carnaval más largo y delirante que hayamos
vivido a la conmemoración del primer aniversario de la muerte del
Comandante Supremo y Eterno, con un programa de 10 días para recordar
al Cristo de los pobres. Así lo llama su heredero, el presidente Nicolás Maduro.
Un niño juega en un parque el día de las últimas elecciones. Natalie Keyssar
La lucha en las calles no se detiene y se prolonga durante varias
semanas más. Hasta sumar 43 muertos, más de 800 heridos, 3.351 detenidos
y decenas de denuncias de torturas. La Fiscalía admite 183 violaciones
de derechos humanos y 166 de trato cruel. Por estos días, todo parece
blanco y negro. Pero nada es tan uniforme como algunos pretenden.
Mientras un soldado golpea o dispara a matar, otro te apunta con su
fusil y te hace un guiño para que escapes rápidamente. ¿Qué tan peligrosa es esa bellísima liceísta que lleva la etiqueta de
“estudiante venezolana” sobre el corazón? ¿Qué tan feroz la agente de
policía que humaniza su caparazón antimotines pintando sus labios de
cereza? ¿Cuáles son sus antagonismos reales, sus diferencias
insalvables? ¿Acaso las dos no comparten ese estado de frustración y
temor perenne en que vivimos todos a causa de los grandes récords que ha
alcanzado Venezuela? Nada menos que la inflación más alta del mundo y
la delincuencia más letal de Sudamérica.
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Amarelis López despierta en la oscuridad, enciende
la lámpara y se viste rápidamente. Hoy es su día. A las cuatro de la
madrugada, cuando llega al supermercado, otros cazadores esperan en el
estacionamiento. La vista de un fusil ya no sorprende a nadie. Forma
parte del paisaje. La enfermera, de paciencia evangélica, se dispone a
esperar de pie el tiempo que sea necesario. El Gobierno ha establecido turnos, de acuerdo al último número del
carné de identidad, para la compra de 50 productos básicos que están
subvencionados y cuya distribución es controlada por los militares. Los
viernes, por ejemplo, le toca a quienes tienen documentos que terminan
en 8 y en 9. Además, antes de pagar, debes poner el dedo en una máquina
captahuellas, como en la migración de Estados Unidos, para confirmar que
tú eres realmente tú.
Una mujer embarazada en su casa en Petare, una barriada pobre y peligrosa de Caracas. Natalie Keyssar
Hacer un mercado de productos básicos se ha vuelto una pesadilla,
pero puedes comprar fácilmente 453 variedades de vino, 28 de whisky
escocés o 20 de champán si tienes mucho dinero. O una mostaza de Dijon
con confitura de naranja de La Grande Épicerie de París. Han transcurrido tres años de la muerte de Chávez. Hay quienes llevan
su rostro o su firma tatuada en el cuerpo. El duelo no acaba. Sus
fieles lo extrañan más que nunca. ¿Quién diría que debajo de esta superficie maltrecha donde la gente
espera horas para comprar harina, donde se roba la comida de los niños
de una escuela primaria, hay un verdadero océano de petróleo? Las
mayores reservas del planeta Tierra: 296.500 millones de barriles. Y las
cuartas de gas. Minas de oro suficientes para que incluso las Fuerzas
Armadas exploten una parte. Y diamantes y coltán. Somos una amarga paradoja: el país rico más pobre del mundo. Cegado
por esa fortuna que nos cayó del cielo, creyendo siempre que las vacas
gordas son eternas. El boom se desinfló. La lluvia de petrodólares ha
cesado. Otra vez. Como en los años ochenta, cuando un presidente asumió
el poder advirtiendo que recibía “un país hipotecado”. Estamos tan
arruinados que da coraje. En la peor bancarrota que hayamos vivido
jamás.
Banda de secuestradores en un barrio al este de Caracas. Natalie Keyssar
Los ingresos –96 de cada 100 dólares provienen de la exportación de
crudo– ya no alcanzan para seguir importando el 70% de lo que comemos,
la gran mayoría de las medicinas y mil cosas más. Hemos pasado de la
abundancia a la tragedia de tener que vagar de comercio en comercio
olfateando alguna presa, de salir de la farmacia con un nudo en la
garganta y las manos vacías. Cinco horas después de haber llegado, Amarelis sale, molesta, con dos
kilos de leche en polvo. No más. El viernes pasado no consiguió nada
regulado. “No tengo arroz, ni harina, ni pan, ni café. Estamos
desayunando con cazabe [galleta de harina de yuca]. ¿Tú crees que eso es
justo?”, exclama explosivamente, ajena a las lecciones de su Jehová. Ya
Él entenderá que su oveja lleva demasiados meses en ese suplicio.
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El Gobierno atribuye la escasez y la inflación, que
en 2015 llegó al récord histórico de 180,9%, a una guerra económica del
imperialismo. Y la oposición responsabiliza al Gobierno. Pero ni las
explicaciones más sesudas de los economistas sirven de alivio a la
mayoría de los 30 millones de venezolanos que se empobrecen
vertiginosamente. Belkys Márquez tiene 4 hijos, de entre 6 y 14 años. Trabaja de cajera
en un banco. Es de ese tipo de personas que siempre sonríe cuando
habla. Salvo cuando cuenta, con cierta vergüenza, que ya no puede cenar
porque la comida no alcanza. Tres de cada 10 venezolanos están en la
misma dieta forzosa. El 13,4% come una vez al día y solo el 53% puede
hacer las tres comidas. Eso revela un sondeo realizado por el Instituto
Venezolano de Análisis de Datos (IVAD) en abril y divulgado en la prensa local.
Una mujer acapara paquetes de harina para arepas, uno de los productos básicos que escasean. Natalie Keyssar
El salario mínimo –que ha aumentado, por decreto, un 50% en lo que va
de año– resulta realmente mínimo comparado con la inflación de los
alimentos: 254,43% en un año (septiembre de 2014-septiembre de 2015),
según el Banco Central.
Belkys gana 501,6 bolívares diarios más 664 de bono de alimentación:
1.165 bolívares diarios. Es lo que vale una arepa con queso en la calle.
En total, 33.636 bolívares mensuales, unos 27 euros en el mercado
negro. Minúsculo también frente al costo de la canasta alimentaria básica,
que incluye 58 productos para una familia de cinco miembros, y en marzo
pasado costaba 142.853 bolívares (más de cuatro veces su ingreso
actual). Ese precio es inaccesible también para muchos profesionales de clase
media, médicos, abogados, ingenieros. El sueldo diario de un profesor
universitario, con doctorado en Columbia, equivale a tres cervezas. En ocasiones, Belkys ha tenido que recurrir a los bachaqueros,
como llaman a los revendedores en alusión al bachaco, una hormiga
grande y voraz. Sobornando a quien corresponda –militares,
distribuidores, empleados–, compran productos regulados y los venden
hasta 40 veces más caros. Un kilo de arroz, de 25 bolívares a 1.040; uno
de harina, de 19 a 800; un cartón de huevos (30 unidades), de 420
bolívares a 2.200. En cualquier fila, los reconoces enseguida. Van en
grupo, con aire amenazante, y están dispuestos a mostrarte una navaja si
reclamas. Se adelantan, entran antes y terminan comprando más que
nadie. Los bachaqueros venden su mercancía abiertamente en las aceras de
zonas populares. Algunos tienen, incluso, servicio a domicilio para la
minoría que puede pagarlo.
Un motociclista en Caracas, donde se les asocia con la delincuencia callejera. Natalie Keyssar
La gente está al límite. Arrecha –iracunda– es la palabra más
escuchada. Y estalla cada vez más a menudo. Sin importar que haya
fusiles en el horizonte rompe la fila, se hace masa en la puerta,
embiste y entra pasando por encima de los cristales rotos y de quien se
interponga. En Semana Santa sucedió 21 veces. En promedio, hubo tres
saqueos diarios. Lo reportó el vicepresidente, Aristóbulo Istúriz. Las
protestas callejeras se multiplican. Por la escasez, por mejores
sueldos, por apagones, por falta de agua. El hastío se huele en cada
esquina. La exaltación mantiene a centenares de militares en la calle. La situación es tan extrema que el jefe del Ministerio de Alimentación,
un general del Ejército, recorre zonas populares con bolsas de
alimentos (arroz, harina, pasta, un pollo, aceite), encabezando un
operativo de venta de comida casa por casa. El Estado posee una red de
22.000 establecimientos de depósito, distribución y expendio de
productos. ¿Cuándo volveremos a hacer un mercado normalmente?
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En Venezuela puedes encontrar a la gente más cálida y
afectuosa. También, a los criminales más fríos y despiadados. Y a seres
que van mutando en ese caldo de violencia e impunidad, tan inusual, tan
nunca visto, en un Gobierno con una presencia militar tan fuerte y
extendida. Seres como quienes suben a Twitter vídeos de ladrones en
llamas, víctimas de las más macabras representaciones de Fuenteovejuna.
En los primeros cuatro meses del año ha habido 74 linchamientos, en los
que la mitad de los delincuentes murieron, según la Fiscalía. Un
promedio de 18 mensuales. Hartos de demandar seguridad y justicia, sin
obtener respuesta, entre el 60% y el 65% de la población aprueba la
barbarie, de acuerdo con un estudio del Observatorio Venezolano de la
Violencia (OVV). Sobrevivimos desde hace tanto con tanto miedo. En un estado de alerta
permanente, con una mirada estroboscópica. Enclaustrados detrás muros y
cercos infinitos. Agobiados por un enjambre de motociclistas
anárquicos, sin poder distinguir cuáles están armados y dispuestos a
volarte los sesos si no les das tu móvil, la cartera o el coche.
En la primera imagen, el comisionado Rafael Graterol, en su
despacho del peligroso barrio de Petare. En la segunda, una pintada de
los Tupamaros, un grupo comunista radical, en Caracas. NATALIE KEYSSAR
Somos jugadores involuntarios de una tenebrosa lotería que cada media
hora despacha a alguien. Cada día a 52. Cada mes a 1.565. Una colina de
4.696 en el primer trimestre de este año. Una montaña de 17.778
personas en 2015 (una tasa de 58,1 por cada 100.000 habitantes, según
datos de la Fiscalía). O una cordillera de 27.875 venezolanos (90 por
cada cien mil), según el OVV. Demasiados entierros y cremaciones, miles
de huérfanos, viudos, padres desolados. Los secuestros exprés van in crescendo y se han dolarizado
con el hundimiento del bolívar. Los raptores pueden tratarte bien o
golpearte. Conformarse con lo que llevas encima si te creen que tu
familia está pelando, que apenas tiene para el día a día. O
lanzarte en la autopista como un perro y darte un tiro en una nalga.
Algunos tienen la cortesía de darte dinero para el taxi después de
cobrar el rescate. Otros te matan. ¿Qué tipo de secuestradores son esos tres jóvenes enmascarados que
posan altiva, y a la vez dócilmente, ante la cámara? Uno de ellos le
confía a la fotógrafa que no vio otra opción para salir de la pobreza.
Que, en realidad, no quieren hacerle daño a nadie. Pero le explica: “Si
te secuestrara y me trataras con respeto, tomaríamos tu dinero y
vivirías. Pero si no, tendría que matarte. No lo pensaría dos veces”. Me pregunto si la pistola que empuña el del medio como una extensión
de su mano habrá pertenecido a algún policía asesinado para robarle el
arma. Como Osmary Tavare, de 27 años, muerta de un balazo en la cabeza
mientras patrullaba en bicicleta por el este de Caracas una bonita
mañana de abril.
Entierro de Yohangel Márquez, policía de 33 años asesinado por un delincuente en Miranda. Natalie Keyssar
El año pasado, 344 funcionarios de seguridad, 65 de ellos militares,
fueron asesinados para robarles las pistolas, según el registro de la
ONG Fundepro.
La cacería es brutal. Los agentes son un blanco ambulante. Los
delincuentes, que se agrupan en bandas cada vez más grandes, se han
vuelto tan osados que se atreven a atacar cuarteles policiales con
granadas. Yohangel Márquez, de 33 años, acabó en esa tumba donde una cruz se
alza sobre una gruesa alfombra de flores, rodeada de mujeres con
sombrillas. Estaba de civil, en una fiesta al aire libre, cuando un
malandro lo reconoció y le vació el revólver en el rostro. Márquez
trabajaba en la policía del Estado Miranda. No es el primer agente que
ha visto caer el comisionado Rafael Graterol. En sus pupilas apagadas
parece haber ya demasiados funerales. En sus hombros caídos, más de una
batalla perdida.
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He oído a alguna gente preguntar cómo en un lugar
tan descompuesto no pasa nada. ¿Acaso no sucede demasiado? ¿Esperan un
estallido popular con muchos muertos, como el caracazo de 1989?
¿Una guerra civil? ¿O tal vez otro golpe militar como el de 1992, o
como el de 2002, o como tantos de nuestro abultadísimo repertorio
histórico de aventuras y dictaduras militares? En esta contradicción de 912.000 kilómetros cuadrados, que ahora
parece un túnel sin final, ¿cuántos están realmente dispuestos a
matarse? En esta herida de la que han huido más de un millón de
venezolanos en los últimos años, la enorme mayoría libra una lucha
conmovedora y sostenida por vivir y criar a sus hijos en paz. Una lucha a
ras de suelo, menos estridente pero mucho más admirable que cualquier
épica.
Ropa tendida en el barrio chavista 23 de Enero. Natalie Keyssar
Ahí está esa multitud de rostros sonrientes al sol. Con una esperanza
a prueba de fracasos. Como ese verso de Wislawa Szymborska que dice:
“Mi fe es ciega, fuerte y sin ningún fundamento”. Ahí está esa ropa
blanca, imponiéndose al muro carcomido. Esa ruleta electoral, que cada
vez que gira, enmudece las trompetas del Apocalipsis. Esa mano que
apunta el camino más anhelado en este extravío llamado Venezuela.
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