En el camino se aprende a soportar, a jugar lo mejor que se pueda, a mantenerse...
En la política echas los dados y el juego te manda a retroceder tres vueltas y enfrentarte con una furiosa manada de mandriles. La próxima jugada tal vez te permita comer en paz y dormir protegido en una cueva precaria.
En el nuevo lanzamiento te invade una nube de enormes mosquitos asesinos de los que tienes que huir despavorido, y así mientras aguantes, hasta que abandonas el juego. Unos continúan y lo terminan -lo que es una victoria- y podrán decir que disfrutaron la aventura y el poder relativo que ella les dio, del que pronto nadie se acuerda. Muy contados ganan en sentido estricto.
En el camino se aprende a soportar, a jugar lo mejor que se pueda, mantenerse y pender de La Fortuna, al final la verdadera dueña de nuestras vidas, por lo que Maquiavelo no deja de mencionarla como madre de la política.
Pero a la Fortuna hay que ayudarla. El partido, el Príncipe Moderno, el intelectual colectivo, en este caso de otro maestro italiano, esta vez sardo, nos enseña que no hay enemigo, ni amigo, ni nadie, pequeño y que el buen concepto que tiene cada quien de sí mismo debe pasar todos los días por la licuadora de "los compañeros" y de los demás ciudadanos, o no vale mucho. Ya no es una mesnada, una facción ni una clientela tutelada que gira alrededor de la vanidad de un caudillo, sino una organización estabilizadora de emociones, ambiciones y egos.
No extraña que quienes se sienten predestinados les cueste soportar ese brutal entrenamiento de maltratos a la vanidad, ser par inter pares, miembro de un conjunto de hombres que todos se piensan dotados para conducir a sus semejantes.
Desesperan Muchas personalidades descomedidas, que tendrían que aprender a domeñarse en el entrenamiento que da la organización a los que quieren dirigir a "los muchos", se desesperan por la falta de reconocimiento inmediato, y con frecuencia se lanzan de los ferrocarriles en marcha.
Felipe González decía que el apresuramiento es el cementerio de los políticos y Betancourt acuñó aquello de "sin prisa pero sin pausa", como ideal de la acción. De allí la tendencia a la destrucción, la antipolítica, el cataclismo, en síntesis, el arranque revolucionario que consiste en llevarse por delante todo lo que no se pliegue a los "elevados fines", en resumen, mis fines. Así se destruye primero al partido al que pertenezco, y luego, al tener más poder, las instituciones y todo aquello que obstaculice la voluntad gloriosa del predestinado.
La experiencia histórica enseña que, con pocas excepciones, los que triunfan sin aprobar el pensum de coexistir y vencer hombro a hombro con los que los retan, cuestionan y quieren sustituirlos, resultan una verdadera tragedia para los pueblos que cometen el error de seguirlos. carlosraulhernandez@gmail.com
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