Por Fernando Mires
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Antes de comenzar con el tema central de este artículo será necesario –como hacen los músicos con sus instrumentos previo a un concierto- afinar un par de conceptos, entre ellos, el de doctrina. Labor ineludible si se tiene en cuenta que en la terminología internacional el concepto doctrina tiene un significado diferente a su uso cotidiano.
En términos generales se entiende por doctrina un conjunto de principios destinados a sistematizar una creencia, una ideología o una filosofía. En los tres casos mencionados, una doctrina no está ajustada a un periodo sino que tiene, o pretende tener, una trascendencia que sobrepasa distintas épocas. Esa es, sin duda, una de las grandes diferencias entre una doctrina general y una doctrina política-internacional pues esta última –al ser política- está ajustada a condiciones que rigen sólo durante un determinado periodo y nada más. Razón que lleva a pensar que el término doctrina aplicado a la política internacional es más bien equívoco. Constatación que se refuerza si tomamos en cuenta que mientras una doctrina tiene una connotación positiva que consiste en dar respuesta a temas no sujetos a contingencias, en la política internacional una doctrina surge en el marco de relaciones contingentes que establece un Estado con respecto a otros, relaciones que son en primer lugar negativas y sólo en segundo lugar positivas. Me explico:
Un Estado a lo largo de su historia tiene diversos enemigos, adversarios y competidores y para enfrentarlos desarrolla alianzas con otros Estados de tal modo que como siempre ocurre en política, sea internacional o no, la enemistad determina las relaciones de amistad y no a la inversa. Ahora bien, una doctrina política-internacional, menos que una doctrina es una guía de acción cuyo objetivo es definir a los enemigos, a los adversarios y a los competidores, en un marco de relaciones y alianzas bilaterales y multilaterales. El término guía de acción es, en este caso, muy importante.
Gran parte de las naciones de la tierra poseen una guía de acción para actuar en el espacio internacional que, por ser político, es un espacio de confrontaciones que está marcado, como siempre ocurre en política, por luchas hegemónicas. Esa guía de acción que son las doctrinas políticas internacionales puede ser también, en más de algún caso, una guía de no- acción. Por ejemplo Suiza sabe que para conservar su espacio hegemónico bancario en Europa no debe tomar partido en líos políticos internacionales.
Ahora, para seguir precisando, es necesario advertir que en términos políticos, a diferencia de lo que ocurre con la terminología militar, hegemonía no tiene que ver demasiado con un concepto que es utilizado como sinónimo: el de dominación. La diferencia es sutil pero importante. La dominación de un Estado con respecto a otro es un ejercicio, una relación de facto. La hegemonía, en cambio, no es el ejercicio de la dominación sino el reconocimiento de la supremacía de un Estado sobre otro u otros, y sólo en determinados terrenos pues no existe un Estado hegemónico en términos absolutos.
La gran mayoría de los estados han sido más de una vez envueltos en luchas hegemónicas las que no siendo siempre políticas (pueden ser económicas, tecnológicas, culturales, militares, etc.) buscan, en un mundo político, ser resueltas por medios políticos. Por lo tanto, el concepto de hegemonía está más cerca del de liderazgo que del de dominación, pero con una diferencia: un liderazgo se sigue; la hegemonía se reconoce. Y como es lógico suponer, las llamadas superpotencias, solamente porque lo son, tienen más conflictos hegemónicos que aquellas naciones que no ostentan dicho calificativo.
Más todavía: una superpotencia, aunque no sea en sentido estricto un imperio tradicional, como es el caso de los EE. UU, debe asumir en el curso de sus prácticas hegemónicas, políticas que pueden ser calificadas como imperiales. Por cierto, no se trata siempre de luchas territoriales como las que tuvieron lugar en el pasado reciente. Los espacios hegemónicos son, en el mundo global en que vivimos, más bien transnacionales. Eso no impide que todavía existan luchas territoriales, como son, entre otras, las que libra Rusia con respecto a naciones euroasiáticas (Chechenia, Georgia). Pero esas no son luchas por la hegemonía sino, en el sentido más estricto del término, luchas por la dominación.
Habiendo hecho estas precisiones, podemos preguntarnos si el actual gobierno norteamericano tiene una nueva guía de acción hacia América Latina, que es lo que los publicistas llaman una doctrina. Esa pregunta lleva a revisar el tema de las guías de acción que han precedido al gobierno de Barack Obama. Y, por supuesto, como siempre ocurre en este tipo de análisis, será necesario, para comenzar, referirnos aunque sea brevemente a la “doctrina matriz”: la Doctrina Monroe
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Hay dos modos de entender a la famosa Doctrina Monroe dictada en los EE. UU en diciembre del 1823. Uno es ideológico. Otro es un modo histórico- político.
De acuerdo al modo ideológico, la Doctrina Monroe fue una mera legitimación del llamado imperio norteamericano según un plan pre-concebido para apoderarse de las naciones del sur. Dicha interpretación cobró relieve no en los momentos en que fue formulada, sino recién a partir de 1947 cuando fue dictada la Doctrina Truman que puso freno al avance del comunismo estaliniano en diversas zonas del globo. Esa interpretación ideológica –post factum- de la doctrina Monroe, y que predomina todavía en las percepciones de sectores de la llamada izquierda latinoamericana, surgió ligada al proyecto expansionista representado por el imperio soviético durante la post-guerra. Así, según la mayoría de los historiadores que provienen de la izquierda estalinista, la doctrina Monroe debe ser entendida a partir de la doctrina Truman, y no a la inversa; es decir: un método abiertamente anti-histórico.
De acuerdo al modo histórico–político en cambio, es posible entender a la Doctrina Monroe como una formulación surgida en contra de las pretensiones expansionistas de potencias europeas de la época, sobre todo España, Inglaterra y Francia.
Hay que tener en cuenta que hacia 1823 no terminaba de cristalizar la independencia de las naciones latinoamericanas y que, aprovechándose de la bancarrota económica y militar de España, tanto Francia como Inglaterra no ocultaban ambiciones para proyectar su expansión hacia territorios recientemente liberados, idea que no era un despropósito si se tiene en cuenta que la mayoría de los líderes independentistas sudamericanos eran portadores de un ideario político afrancesado y/ o anglófilo. Aún así, la Doctrina Monroe no logró impedir que potencias coloniales europeas incursionaran en el espacio sudamericano, como la ocupación española de la república Dominicana (1861- 1865), la de Inglaterra en las costas de Mosquitia, o la apropiación de las Islas Malvinas. La guerra contra España y la anexión económica de Cuba y Puerto Rico (1898) pueden ser incluidas en el mencionado contexto.
Más que la exportación de los ideales democráticos consagrados por la Independencia, lo que preocupaba a los políticos norteamericanos a la hora de la doctrina Monroe, era la intromisión geopolítica europea en espacios cercanos a los EE. UU. A su vez, las ambiciones europeas eran más grandes mientras más débiles eran las instituciones políticas de las naciones sudamericanas.
Como es sabido, a diferencia de los EE. UU, en los países sudamericanos no surgieron después de la independencia repúblicas democráticas sino caudillajes militaristas y oligárquicos, en fin, estructuras políticas inestables que lejos estaban de garantizar las soberanías de sus respectivas naciones. Aún hoy, en plena globalización, hay algunas naciones latinoamericanas que son un ejemplo de muchas cosas, menos de democracia. Esa relación más que evidente entre precariedad política y colonialismo europeo intentó ser corregida por los EE. UU durante el gobierno de Theodor Roosevelt mediante un corolario, el corolario Roosevelt (1904), según el cual EE. UU se reservaba el derecho a intervenir en las naciones sudamericanas si estas llevaban a cabo acciones que pusieran en peligro los intereses norteamericanos en la región.
El corolario Roosevelt –y no la doctrina Monroe que era en su sentido y forma una formulación anti-imperialista y anticolonial- avaló puntuales intervenciones norteamericanas en los asuntos latinoamericanos durante la primera mitad del siglo XX. Ese fue el periodo neocolonialista e imperialista propiamente tal en la historia de los EE. UU.
De esta manera, la Doctrina Truman (1947) formulada frente al avance de la URSS de Stalin, cuando Gran Bretaña se declaró incapaz de resistir en Grecia y Turquía el embate militar soviético, parece una reedición de la doctrina Monroe. En cierto modo lo fue en su sentido, mas no en su objeto. Lo fue en su sentido porque su propósito era impedir que EE. UU se viera acosado por potencias extranjeras en sus espacios hegemónicos tradicionales. No lo fue en su objeto, ya que el enemigo no era más la “vieja Europa” sino el imperio soviético.
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La consigna “ni un paso más” dirigida por Truman en contra de la URSS, tropezaba, sin embargo, con un problema muy difícil de resolver: la expansión imperial-soviética era realizada a través de dos vías: una externa y otra interna. La externa era llevada a cabo -sobre todo en el Este europeo- por medio de ejércitos de ocupación. La vía interna encontró puntos de apoyo en movimientos de liberación nacional, en Africa y Asia, y en la participación de los partidos comunistas pro-soviéticos al interior de las -en el lenguaje estalinista así denominadas- “democracias burguesas”, como la italiana y la francesa, y en nuestro continente, la uruguaya y la chilena.
De este modo, a fin de defenderse del avance soviético, EE. UU, país donde había tenido lugar la primera revolución anticolonial de la era moderna, hubo de situarse en contra de legítimos movimientos anti-coloniales pero que, objetivamente, servían de punta de lanza a la penetración soviética. Así tuvieron lugar diversas “guerras de representación”.
Para nadie era un misterio, por ejemplo, que la guerra del Vietnam –iniciada durante Kennedy- fue una guerra entre la URSS y los EE. UU en suelo vietnamita y con soldados vietnamitas. Más aún, EE. UU hubo de embarcarse en la destrucción de regímenes de origen y formas democráticas (caso Chile) porque -según Kissinger- estos eran, o podían ser instrumentalizados por el imperio soviético, tal como había ocurrido con la revolución, en sus orígenes democrática, de Fidel Castro. Esa fue la médula de la “doctrina Kissinger”, también llamada “doctrina de la seguridad nacional”. Dicha política significó, a su vez, una ruptura definitiva con los restos del proyecto Kennedy (Alianza para el Progreso) orientado a buscar apoyo social y político en América Latina en la lucha por la hegemonía mundial en contra del comunismo.
La “doctrina de la seguridad nacional” que nunca fue formulada explícitamente en los EE. UU, fue el corolario militarista de la doctrina Truman hacia América Latina, región donde la llamada Guerra Fría fue muy caliente. Las “dictaduras de seguridad nacional” que en ese periodo emergieron, son testimonio de una historia que no se olvida y que explica en parte porqué todavía existen tantos resentimientos en América Latina hacia los EE. UU. Esos resentimientos sirven incluso como legitimación a regímenes autocráticos que han emergido en algunas naciones, regímenes que pueden ser considerados como restos insepultos de un cruento y todavía muy reciente pasado. En fin, en aras de la dominación militar los EE. UU estuvieron a punto de perder la hegemonía política en América Latina. Precisamente ese fue el problema que trató de solucionar la breve administración Carter con una nueva doctrina: la “doctrina de los derechos humanos”.
No obstante, no debe verse en “la doctrina de los derechos humanos” implementada por el gobierno Carter (1976- 1980) una simple ruptura con respecto a “la doctrina de la seguridad nacional”. Más bien, y de acuerdo a la óptica de su inspirador, Zbigniew Brzezinski, se trataba de una simple corrección a la primera, la que se puede expresar en la siguiente fórmula: “hegemonía política en lugar de dominación militar”. En ese contexto es inocultable que Carter buscaba enlazar su política con el proyecto Kennedy, proyecto que a su vez buscó un enlace con la “política del buen vecino” que intentó implementar Franklin Délano Roosevelt a partir de 1932. La diferencia central entre Kennedy y Carter reside en el hecho de que el primero, en sus propósitos hegemónicos, acentuó el tema del desarrollo económico social como condición de acercamiento, mientras el segundo acentuó el tema mucho más político del cumplimiento de derechos humanos en países sometidos a dictaduras militares.
Interesante es constatar que la doctrina Carter-Brzezinski fue aún más ofensiva que la de Nixon-Kissinger puesto que no se limitó a combatir al enemigo (el comunismo) en sus fronteras sino que penetró al interior de sus guaridas, alentando a los movimientos disidentes y desestabilizando diversas dictaduras comunistas. De esta manera, Carter invirtió los términos de la lucha. Si antes la URSS había apoyado a movimientos de liberación nacional y a partidos comunistas pro-soviéticos con el propósito de desestabilizar las democracias occidentales, Carter hizo lo mismo, apoyando a movimientos disidentes que se levantaban en contra de las respectivas dictaduras comunistas. Más aún: de acuerdo a la doctrina de los derechos humanos, Carter recuperó algunas posiciones hegemónicas a favor de los EE. UU apoyando a diversas iniciativas antidictatoriales en el Cono Sur y, lo más notable, quitó todo tipo de apoyo al dictador Somoza en Nicaragua, abriendo así las puertas para que los sandinistas se hicieran del poder, hecho que el autócrata que gobierna hoy ese país parece haber olvidado totalmente. De tal modo, Reagan sólo se limitaría a terminar militarmente la obra política comenzada por Carter. Por lo tanto, si hoy intentamos entender la política que ha iniciado el gobierno de Obama con relación a América Latina, hay que hacer un cierto “enlace” con el gobierno Carter (más que con el de Clinton).
No sería luego un error decir que la política exterior de EE. UU –desde Monroe hasta Obama- ha seguido una paradójica línea de “continuidad– discontinua”. El propósito central de la política internacional norteamericana ha sido, es, y será durante Obama, el de asegurar las fronteras hegemónicas de los EE. UU. La discontinuidad tiene que ver, en cambio, con las diversas formas que ha asumido esa política constante. A su vez, esas formas están determinadas por las características de los enemigos.
Los enemigos “históricos” de los EE. UU han sido tres. La “vieja Europa”, desde el periodo colonial hasta la caída de Hitler; el imperio soviético, desde 1947 hasta el derrumbe del muro de Berlín; y el terrorismo internacional islamista, desde el 11.09. 2001 hasta nuestros días. Este último es el legado que ha recibido Obama de Bush.
La política internacional de los EE. UU hacia América Latina no puede, en consecuencias, ser separada de la política norteamericana a escala mundial.
En cierta medida la política de los EE. UU hacia América Latina ha sido una prolongación en suelo latinoamericano de sus luchas hegemónicas mundiales. Del mismo modo, las diversas doctrinas norteamericanas hacia América Latina -comenzando por la Monroe, siguiendo por la del Buen Vecino de F. D. Roosevelt, pasando por la de seguridad nacional “kissengeriana” derivada de la doctrina Truman, la de los “derechos humanos” de Carter, hasta llegar a Obama- no han sido planes para llevar a cabo determinadas confrontaciones políticas y militares, sino al revés: han sido el resultado de esas confrontaciones, productos de la experiencias, simples guías de acción determinadas por la presencia de diversos enemigos y adversarios. En ese sentido, si vamos a hablar de la doctrina Obama, hay que tener en cuenta que no se trata de un proyecto pre-concebido de dominación regional. O para decirlo en breve: la doctrina Obama –si es que existe- no es un producto acabado; se encuentra recién en su fase de elaboración.
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La “paradoja de la continuidad–discontinua” deberá probablemente ser mantenida por el gobierno de Obama. Dicha continuidad puede también entenderse como una doble prolongación: una temporal y otra espacial. Por una lado, prolongación de la política de sus antecesores y por otro, prolongación hacia América Latina de la guía de acción configurada por los EE. UU en la lucha en contra de sus enemigos principales.
Difícil será para Obama encontrar una línea de prolongación temporal hacia América Latina. La razón es simple: ni Clinton ni Bush se preocuparon demasiado de sus vecinos del sur. Si hubiera que poner un nombre a esa ausencia de política, el nombre sería el de “doctrina cero”. O dicho así: Bush más que Clinton, hubo de llevar a cabo una lucha por la hegemonía internacional, lucha que no encuentra casi ninguna posibilidad de prolongación espacial hacia América Latina.
En efecto, mientras en el pasado EE. UU tuvo que vérselas con una “vieja Europa” que no disimulaba sus apetitos expansionistas, o con un “castrismo” utilizado objetivamente como un medio de penetración soviética en el continente, el nuevo enemigo fundamental de los EE. UU, el terrorismo islamista, mostró, al menos durante Bush, poco interés en expandir su área de influencia más allá de sus “fronteras naturales”. En cualquier caso, el terrorismo islamista no podrá jamás encontrar sustentos ideológicos en América Latina como en cierta medida ocurrió con el pensamiento ilustrado europeo y en medida mucho más grande con el “marxismo- soviético”. En fin, el terrorismo islamista es un enemigo regional, mas no mundial.
Lo que sí es posible que ocurra, y de algún modo ya está ocurriendo, es que sobre la base de los múltiples resentimientos dejados por la política norteamericana de la Guerra Fría, puedan consolidarse en el escenario latinoamericano gobiernos “socialistas” estatistas y militares, ideológicamente anti-norteamericanos, gobiernos que estén en condiciones de establecer alianzas con entidades terroristas, o con gobiernos islámicos que protejan al terrorismo islamista. Ya tocaremos ese punto. Lo cierto es que con relación a América Latina, Obama tiene, por el momento, dos posibilidades.
La primera posibilidad es continuar la “doctrina cero” de Clinton y Bush. La segunda, desarrollar una política específica hacia América Latina: una política sin una fuerte connotación planetaria.
Ahora, si leemos los signos preliminares de la nueva política internacional norteamericana, podemos llegar a la conclusión de que la connotación planetaria ha bajado mucho su nivel de intensidad para dar lugar a una suerte de articulación de diversas políticas a ser implementadas frente a diferentes enemigos, adversarios y competidores distribuidos a lo largo y ancho del mundo. En términos más simples: al no existir un “enemigo universal” como fue para los EE. UU el comunismo, asistimos a una cierta pluralización de los enemigos. Esto significa que si bien EE. UU tiene un nuevo enemigo fundamental de carácter no mundial sino regional (el terrorismo islamista) tiene a su vez potenciales enemigos y adversarios en distintas zonas del planeta, los que si se convierten en enemigos reales, podrían alguna vez, articularse entre sí. De ahí que, en continuidad con el de Bush, el gobierno Obama se verá obligado a realizar algunas políticas preventivas. En fin, si hubiera que sintetizar los objetivos de la nueva política internacional norteamericana debemos mencionar por lo menos tres puntos.
1. Resguardar espacios hegemónicos sin intervenir directamente en los asuntos internos de otras naciones
2. Diferenciar entre enemigos fundamentales, adversarios y competidores con el objetivo de convertir a algunos enemigos, reales o potenciales, en simples adversarios o competidores
3. Delegar responsabilidades a determinadas naciones sub-hegemónicas
Intentaremos ver a continuación en que medida estos puntos son compatibles con una nueva política de EE. UU hacia América Latina.
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América Latina, guste o no, ha sido un espacio hegemónico de los EE. UU, hecho que fue reconocido por la propia URSS después de Stalin, y no hay ningún indicio de que Rusia, pese a los jugosos negocios que realiza vendiendo material bélico a Venezuela, quiera entrar en disputas con los EE. UU en la región. China, mucho menos. Europa tampoco discute la hegemonía norteamericana en América Latina. Y la mayoría de los gobiernos latinoamericanos, incluyendo algunos del ALBA, aceptan la hegemonía militar, económica, tecnológica y cultural norteamericana, siempre y cuando no se convierta en dominación política, hecho que ni siquiera pretenden los sectores más conservadores de los EE. UU.
Sin embargo, nadie sabe en los EE. UU -en un mundo global en el cual hasta las bombas atómicas están convirtiéndose en productos de exportación- que sorpresas puede deparar el futuro. Nadie sabe que curso pueden tomar las relaciones entre el gobierno militar venezolano y la teocracia persa, para poner un sólo ejemplo. Nadie sabe si aparece, en esas tierras que son tan pródigas en dictaduras, algún dictador enloquecido que enfermo de anti-norteamericanismo tenga la ocurrencia de entregar territorio nacional como base de operaciones de comandos terroristas. Si en 1962 Fidel Castro ofreció Cuba a los misiles soviéticos, arriesgando nada menos que una guerra mundial, nadie sabe que puede suceder si aparece, de pronto, en otro país, alguien tan irresponsable como Castro. En fin, nadie sabe si algún dictador intentará desatar una escalada militar contra naciones vecinas con el propósito de edificar un micro-imperio de carácter regional. De ahí que EE. UU, como toda superpotencia, ha decidido tomar ciertas precauciones. Las siete bases norteamericanas estacionadas en Colombia están destinadas a cumplir esa función preventiva, y si alguien tiene dudas, debe leer el acuerdo firmado entre EE. UU y Colombia en torno a ese tema. Sintetizando dicho acuerdo: no dice nada, absolutamente nada. Pero, por eso mismo, se trata de un silencio muy decidor.
El documento dado a conocer recién el 4 de noviembre del 2009 y firmado el 30 de octubre del mismo año (cuando las bases ya estaban instaladas), relata sobre aspectos tecnológicos con una terminología de avezado tinterillo que oculta lo más obvio: que hay un acuerdo entre los EE. UU y Colombia destinado a limitar simbólicamente el espacio hegemónico que los EE. UU consideran como suficiente y necesario en Latinoamérica.
Para cualquier lector que posea un mínimo de sentido común queda claro de que no se trata sólo de una medida preventiva –aunque también lo es- en contra de la Venezuela de Chávez. La verdad es que los EE. UU si quieren proceder en contra de Venezuela no necesitan establecer muchas bases en Colombia. Basta un buen porta-aviones: así de simple. Tampoco se trata sólo de, como dice el documento, cooperar en la lucha en contra del narcotráfico. Si Uribe quiere liquidar de veras el narcotráfico, no necesita cohetes de larga distancia. Basta –como dijo un ducho periodista colombiano- que mire a su alrededor, y punto.
Ahora bien, el propósito de resguardar espacios hegemónicos en América Latina parece difícil de corresponder con el de no intervención en los asuntos internos de las naciones latinoamericanas, propósito que parece representar el gobierno Obama. Sin embargo, lo uno es condición de lo otro. Sólo sobre la base de mantener asegurados sus límites hegemónicos puede una superpotencia como EE. UU permitirse no intervenir en los destinos de otras naciones. En ese sentido el principio de no intervención sustentado por el gobierno Obama recuerda en muchos aspectos a la política del Buen Vecino que representó Franklin D. Roosevelt a partir del año 1932.
De acuerdo a Roosevelt, EE. UU –que al igual que en los días de Obama venía saliendo de una muy profunda crisis económica- debía renunciar a la “política del garrote” y a todo tipo de ambiciones imperiales a fin de establecer la primacía de la política en sus relaciones con América Latina. En términos actuales: se trataba de imponer el principio del ejercicio de hegemonía por sobre el de dominación. Es en el marco de la reactivación de esta nueva-antigua política donde se explica el proyecto de Obama para levantar el embargo a Cuba, hecho que en EE. UU y en América Latina tendría un enorme significado simbólico. Entre otras cosas significaría la despedida definitiva de la lógica de la Guerra Fría, el adiós del “garrote”, el comienzo de una nueva cooperación transcontinental, en fin: la realización definitiva de las visiones de Roosevelt.
Para que esas visiones sean realidad, los Castro sólo deberían realizar algunas mínimas concesiones, entre otras, liberar a los prisioneros políticos que mantienen en sus mazmorras. Mas, hasta ahora, los Castro, bajo el pretexto ideológico de la “defensa del socialismo” no parecen dispuestos a realizar muchas concesiones. La verdad, los Castro necesitan del embargo para culpabilizar a alguien de la terrible miseria en que han convertido a la isla. Hay, además, otra razón adicional y quizás la más decisiva.
La dictadura de los Castro se encuentra definitivamente embarcada en el proyecto de Chávez destinado a construir una alianza militar y política intercontinental anti-norteamericana. De tal manera, mientras los hermanos dictadores cuenten con la protección de Chávez, un giro de Cuba en dirección democrática parece ser mas bien una quimera. A su vez, el proyecto micro-imperial de Chávez necesita de la imagen de un imperio agresivo contra el cual proyectar su ideología (pseudo) bolivariana. En otros términos: Chávez necesita que EE. UU intervenga abiertamente en Latinoamérica para iniciar, en un clima de hipertensión internacional, su supuesta “lucha de liberación” en contra del “imperio”. Sin ese “imperio” Chávez no es nada, o muy poco. No hay que olvidar en ese sentido, que el gobierno militar venezolano es un sedimento de la Guerra Fría. En cierto modo, Chávez y sus secuaces quieren obligar a Obama a intervenir en América Latina con el reaccionario objetivo de restaurar el clima de tensión que vivió el continente durante la época del “socialismo real”. Y casi estuvieron a punto de conseguirlo en Honduras.
El absurdo golpe de junio del 2009 que llevó a Roberto Micheletti al gobierno de Honduras permitió a EE. UU no sólo mostrar su ninguna injerencia en la aventura golpista (hecho inédito). Además, su gobierno condenó abiertamente el golpe. De este modo, y gracias al golpe en contra de Zelaya, Obama pudo situarse en la tradición de Roosevelt, Kennedy y Carter. Dicho posicionamiento tuvo más valor que cien discursos. Sin embargo, EE. UU no pudo eludir la responsabilidad de intervenir en Honduras.
Dos hechos obligaron a los EE. UU a intervenir diplomáticamente en Honduras. El primero, que aparte de la buena voluntad de Oscar Arias no había ninguna institución en condiciones de cumplir funciones mediadoras entre los dos bandos en conflicto. Con la OEA -ese espejo de la miseria democrática de América Latina- no se podía contar y Brasil, país llamado a ejercer un rol hegemónico en el continente, practicaba como siempre la política del avestruz. El segundo hecho fue que la fracción militarista del ALBA (Chávez, Ortega y los Castro) preparaba, con el pretexto de restituir a Zelaya en el poder, una insurrección en Honduras que podría haber derivado en una guerra civil de enormes consecuencias para toda la región. Era necesario pues sacar el problema de las tenazas de Chávez, lo que EE. UU, a duras penas, consiguió.
Prácticamente todas las negociaciones entre los dos bandos hondureños han contado con la mediación norteamericana. Los latinoamericanos –incluyendo al ex presidente chileno Ricardo Lagos- no han pasado de ser figurines decorativos. Tarea muy difícil para los diplomáticos estadounidenses si se toma en cuenta que ellos hubieron de mediar entre dos presidentes ilegítimos. El uno, Zelaya, legítimo de origen pero ilegítimo de ejercicio (violó la Constitución). El otro, Micheletti, ilegítimo de origen, mas no de ejercicio. En fin, gracias a Honduras, la diplomacia norteamericana guiada hábilmente por la mano de Thomas Shannon, ha aprendido que intervenir cuando no hay otra alternativa no significa seguir una línea intervencionista.
Justamente el hecho de que la política norteamericana no sea esencialmente intervencionista ha convertido a Obama en objeto de las más duras críticas que provienen, como suele ocurrir, desde posiciones de la ultraizquierda y de la ultraderecha latinoamericana. Desde la ultraizquierda representada por Chávez, se acusa a Obama de no intervenir a favor de Zelaya. Desde la ultraderecha se acusa a Obama no intervenir no sólo en contra de Zelaya sino, además, en contra de Chávez.
Por cierto, que Chávez gobierne Venezuela es un motivo que alegra tanto a los EE. UU como el hecho de que Ahmadineyah sea el gobernante de Irán. Naturalmente los EE. UU preferirían que en Venezuela gobernara un demócrata ceñido a la letra de la Constitución y las leyes. Es evidente también que en los EE. UU sería visto con muy buenos ojos que Chávez fuese derrotado políticamente por la oposición. Probablemente, si la oposición se constituye en alternativa de poder, podrá tal vez contar con una u otra ayuda de los EE. UU de la misma manera que los sandinistas contaron con la ayuda de Carter en contra de Somoza. Sólo una cosa no pueden hacer los EE. UU en Venezuela: asumir el papel que la oposición venezolana no ha sabido o podido cumplir.
Mientras en Venezuela (o en Nicaragua) no surja una alternativa democrática, EE. UU, de acuerdo a su nueva política internacional, sólo puede limitarse a evitar males mayores como ya lo hizo en Honduras, o intentar neutralizar a Chávez y a los suyos mediante políticas de contención, tratando de convertir al menos por un tiempo a sus enemigos en simples adversarios políticos. Hacer lo contrario sería volver a los tiempos de la Guerra Fría y eso es precisamente lo que quiere evitar el gobierno norteamericano. En ese sentido Obama sigue la línea de Bush quien se dejó provocar e insultar por Chávez hasta límites indecibles sin pisar jamás las trampas tendidas por el diabólico autócrata.
El problema más grave con que tropieza la nueva guía de acción norteamericana es que hasta ahora no ha encontrado una nación o grupo de naciones a las cuales delegar responsabilidades hegemónicas en la región. Brasil, sin duda, es la nación predestinada para jugar ese rol. Pero hasta ahora Brasil ha concentrado todos sus esfuerzos en su notable desarrollo económico.
El gobierno de Lula ha llevado a convertir Brasil en una gran potencia económica y por lo mismo, el astuto presidente ya tiene un lugar reservado en la historia de su país. Sin embargo, Lula ha renunciado a dar un perfil político más definido a su gobierno. Su actuación como presidente ha sido más bien la de un gerente de un enorme consorcio llamado Brasil S. A. En ese proyecto Lula ha hecho lo que un gran empresario sabe hacer: actuar como el “amigo de todos”. Posición que si en la economía es entendible, en política resulta fatal. En fin, frente a la demanda política de Obama, no ha habido ninguna oferta política de Brasil.
Desde la época de Kissinger, cuando EE. UU delegó todos los problemas militares del Sudeste asiático a la China de Mao, los EE. UU saben que ya no son la única potencia mundial. Saben además que el rol auto-asignado por Reagan, el de policía mundial, es imposible de ser cumplido en un mundo multi-polarizado. Saben, por ejemplo, que el tema Irak no puede ser solucionado sin una mínima colaboración de Irán. Y en espera de que alguna vez las corrientes que siguen al reformismo de Jatami se impongan al fundamentalismo radical de Jamenei, necesitan los EE. UU del concurso de Rusia cuyo gobierno mantiene con el de Irán excelentes relaciones diplomáticas. Pero para que los rusos colaboraran, el gobierno Obama hubo de levantar el cerco militar con que Bush rodeó a Rusia, tarea que sólo hoy es posible ya que EE. UU -después de la aventura antinorteamericana del trío Putin, Schröder, Chirac- ha reconstituido su tradicional alianza con el eje formado por Inglaterra, Francia y Alemania. En América Latina en cambio, debido entre otras razones, a la ausencia de vocación política de Brasil, hay un enorme vacío de representación democrática, vacío hacia donde avanza el ALBA del castro-chavismo.
No es ningún misterio que ya el ALBA no es sólo un bloque comercial. Es, antes que nada, una alianza de gobiernos de tendencias autocráticas con objetivos muy precisos. En ese sentido es posible encontrar en el ALBA dos fracciones. Una es la fracción militarista que en este momento ejerce su hegemonía, fracción formada por Cuba, Venezuela, Nicaragua y, hay que decirlo de una vez: por las FARC, las que unidas con las llamadas “milicias bolivarianas” deberán constituir, de acuerdo al alucinado imaginario chavista, el germen de un nuevo “ejército libertador” en contra del “imperio” y sus representantes (léase: Colombia). La segunda fracción no es tan militarista; es más bien estatista y “social”, y está formada por países como Bolivia, Ecuador y Paraguay. Ahora, que estas tres naciones sean hegemonizadas por un proyecto más militarista que político, no sólo es responsabilidad de sus gobiernos. Es también responsabilidad de la apatía política del gobierno Lula y de la incapacidad y torpeza de los gobiernos democráticos de la región para formar un bloque político que frene las pretensiones militaristas del ALBA.
En fin, de una u otra manera, las naciones democráticas del continente deberán, tarde o temprano, articularse entre sí y con un Brasil más político que el actual. Frente a la alianza anti-democrática y militarista representada por los miembros del ALBA, deberá surgir alguna vez, más allá o más acá de la OEA, una alianza democrática de naciones latinoamericanas. De la misma manera, Brasil tendrá que asumir el liderazgo político que objetivamente le corresponde: ése es su “destino manifiesto”. Mas, si todo eso no ocurre, no será culpa de la “doctrina Obama”. Digámoslo desde ahora.
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