Libertad!

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martes, 15 de septiembre de 2009

Con Julio César Rivas / Por: Ibsen Martínez

Las medidas privativas de libertad de ciudadanos que ejercen pacíficamente su derecho constitucional al disenso y la protesta vienen acompañadas de la obscena utilización de lo que debería ser una vergüenza para un gobierno que se dice socialista: el infierno de nuestras cárceles

Me pregunto cuántos de los ministros y viceministros del actual gobierno quemaron alguna vez un caucho a las puertas de una universidad nacional.

¿Quién que haya nacido en América Latina y tenga sangre en las venas no ha levantado alguna vez un adoquín para arrojárselo a una tortuga ninja antimotín armada?

La idea me trae una imagen todavía no del todo olvidada por muchos de mis lectores: la de los célebres "jueves sociales" de la UCV, cuando los encapuchados de antaño –algunos de ellos hoy convertidos en tronantes ministros revolucionarios– desplegaban sus remedos de guerra de clases quemando llantas, apedreando a la policía, incendiando algún que otro vehículo de la Electricidad de Caracas –cuando ésta era una aborrecible empresa privada– y, en fin, ladillando la paciencia de los automovilistas y pasajeros de busetas durante las horas pico.

También se registraban en aquellas jornadas vespertinas, detonaciones y hasta heridas de armas de fuego. La fuerza pública obraba, por cierto, con lo que la ciudadanía consideraba lenitiva contención.

La circunstancia de que rara vez llegara a saberse a ciencia cierta el porqué de tales manifestaciones de violencia callejera alimentaba la indignación de los caraqueños que, semana a semana, debían calarse la rutina de los "revolucionarios" de la tierra de nadie.

En mi fugaz pasantía por la universidad, a comienzos de los años setenta, recuerdo haberme visto envuelto, como tantos otros de mi generación, en más de una algarada estudiantil.

La más señalada en mi memoria tuvo por causa remota la invasión a Camboya ­¿o debo escribir Campuchea?­ que, en 1970, ordenase Richard Nixon.

Hubo en algunos de aquellos choques con la policía, como se recordará, muchos estudiantes detenidos y, en algunos tristísimos casos, jóvenes muertos.

Todo esto ocurría bien adentrados ya en la era democrática. Hubo durante esos años incalificables atropellos a la autonomía universitaria que traían consigo nuevas manifestaciones y pedreras.

Durante el primer gobierno de Rafael Caldera, sin ir más lejos, y como secuela de la intervención a la UCV, las paredes aledañas a la UCV, LUZ, la UC, la UDO y la siempre insumisa ULA, llegaron a registrar, semana a semana, un macabro conteo de estudiantes muertos por herida de bala, víctimas de los excesos policiales en su mayoría todavía impunes.

Un involuntario humor negro llegó a animar una de aquellas pintas en época de elecciones de alguna federación de centros: "Por menos estudiantes muertos, vota por la plancha número cual".

A fines de los 90, los "jueves de encapuchados" eran padecidos por la población caraqueña como una inconducente resaca callejera de los años sesenta.

Hoy sabemos que no fueron tan inconducentes: de sus filas salieron superministros del gobierno chavista que hoy integran lo más duro y puro del ala civil y talibana de los "socialistas bolivarianos".

Digamos que son el ala juvenil del funcionariado del alto gobierno revolucionario. Ministros de Interior y Justicia, y otros destacados peces gordos del estanque de los eternos enroques, todos ellos son gente curtida en el arte de fildear y devolver lacrimógenas antes de que estallasen, en quemar unidades de transporte colectivo y en vociferar "las calles son del pueblo, no de la policía".

Como este articulo no es una evocación costumbrista en torno a las formas que adoptó la protesta estudiantil durante la denostada y mal llamada cuarta república, declararé lo que la mueve: la denuncia de que es éste un gobierno de facinerosos dispuestos a violentar no sólo la Constitución "participativa y protagónica" de la que tanto han alardeado, sino también a atropellar, del modo más desembozadamente canalla con que en Venezuela se ha politizado el poder judicial, los derechos de sus conciudadanos con el único fin de aplastar toda forma de protesta, por pacífica que pueda ser.

Las medidas privativas de libertad de ciudadanos que ejercen pacíficamente su derecho constitucional al disenso y la protesta vienen acompañadas de la obscena utilización de lo que debería ser una vergüenza para un gobierno que se dice socialista: el infierno de nuestras cárceles.

Julio César Rivas, el joven estudiante valenciano despiadadamente arrojado a la cárcel por lo que presuntamente no pasa de ser el mismo tipo de protesta de los encapuchados devenidos ministros, deberá aguardar en ese dantesco depósito de seres humanos, un juicio que bien puede prolongarse indefinidamente, como lo fue el de los tres comisarios, y quién sabe si con sentencia tan desproporcionada como la que bárbaramente pesa sobre él: nueve años de prisión.

¿Espera realmente el gobierno que, con acciones como ésta, el creciente descontento e indignación que embarga a cada vez más dilatados sectores de nuestra sociedad se acalle y se deje acoquinar, atemorizado?

La gallardía de este joven, demostrada en sus declaraciones desde la cárcel, tanto como la del prefecto Richard Blanco y de los once trabajadores de la Alcaldía Mayor, nos compromete a todos, pues la amenaza a las libertades de todo aquel que disienta ya no es algo que se cierna sobre la sociedad venezolana: se ha concretado ya, repetida y contundentemente.

Y crecerá en barbarie y saña y se hará cada día más indiscriminada en la medida misma en que la suerte de los Julio César Rivas nos resulte indiferente por obra de la costumbre, ese insidioso aliado de las dictaduras.

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