Frente a los avances arrolladores de De Gaulle, Sartre dijo una vez que todavía le quedaba el derecho de decir “no”. Este adverbio tiene una connotación de noble firmeza, como el “sí” lo tiene de resignación cuando haya demasiados motivos de protesta. Escuchar en la Venezuela de hoy el retador estribillo de “no es no” permite apreciarlo bien. El presidente Chávez y su entorno se esfuerzan en encubrir la desnuda ambición de un hombre incapaz de imaginarse otra vez fuera del poder. Puesto a argumentar, repite que “desgraciadamente” no hay otro en capacidad de impulsar en este momento la revolución, paladina admisión de que la suya ha ido devorando hijos a lo largo de diez años, en riguroso cumplimiento de la ley de Saturno.
Pero como hay una ola de descreídos poco inclinados a seguir creyendo que lo de Chávez califique como hecho revolucionario, esa explicación solo sirve para la parte del oficialismo acostumbrada a vivir del presupuesto en medio de la más abominable impunidad. El país no quiere una presidencia vitalicia pero como genéticamente el presidente no puede aceptarlo, ha encubierto en la pregunta su indomable aspiración aferrándose a un estólido argumento. En su opinión la reelección indefinida no afecta la alternabilidad republicana ni equivale a perpetuidad.
El pueblo soberano -repite con fingida seriedad- será quien decida lo conducente. En el fondo se trataría de optar por el buen gobierno. Si el pueblo quiere tenerlo reelegirá, en caso contrario optará por el “no”. Surge entonces una pregunta: ¿Por qué semejantes argumentos no se aplican en ninguno de los sistemas presidencialistas de nuestro hemisferio? ¿En veinte países americanos se le niega al pueblo la última palabra y solo en uno se le otorga? Hay cinco repúblicas latinoamericanas apegadas a la no reelección absoluta. Vienen de largas autocracias y no quieren volver a vivirlas. La divisa mexicana de 1910 fue “Sufragio efectivo, no reelección”. Empuñada por el valiente Francisco Madero contra el deseo del general Porfirio Díaz de hacerse elegir por octava vez, terminó con la salida en volandas de Díaz y el estallido de la terrible revolución mexicana.
En El Salvador la sucesión de dictadores militares, desde el general Maximiliano Hernández en 1931 hasta la paz de Chapultepec que puso fin en 1992 a una guerra civil de más de setenta mil muertos, creó una conciencia de duro rechazo a las reelecciones, más si se pretenden indefinidas. Por eso en la Constitución de 1993 se estampó con diamantina claridad la no reelección absoluta.
En Paraguay el general de división Alfredo Stroessner tomó por la fuerza el poder en 1954 y allí se mantuvo hasta 1989. Treinta y nueve años de dictadura, eso sí, mediante sucesivas reelecciones (siete en total) como quiere Chávez. Ahora Paraguay no quiere tener más nunca presidentes mesiánicos y perpetuos y así lo consignó en su actual Constitución. Hay también doce países americanos de índole presidencialista contrarios a la reelección por más de un período. Una sola vez basta. Renuentes a la egolatría de los mandatarios eternos, optan por reducir los lapsos constitucionales de modo que la elección y reelección sumadas consuman ocho años nada más.
Y después, el Bolívar redivido se irá para su casa a atender a su familia como un ciudadano común. Así ocurre en EEUU, Brasil y Colombia. Lula, excelente salvo cuando se refiere a su socio comercial Hugo Chávez, proclamó que cuando alguien se considera imprescindible da lugar a una dictadura.
A pesar de su enorme popularidad (junto con la de Uribe, la más alta del hemisferio) ha disuadido a sus seguidores de insistir en reformar la Constitución con el fin de postularlo para un tercer mandato. ¿Por qué tanto temor a la permanencia de un solo personaje en el poder? ¿Por qué nadie cree que el voto popular pueda legitimar semejante permanencia? La respuesta ha salido de debates celebrados durante decenios sobre las Constituciones latinoamericanas, el presidencialismo y el parlamentarismo.
La idea de presidentes-candidatos repugna a la conciencia democrática porque afecta la pureza de la institución del sufragio. Así se trate del presidente más tolerante, afable y democrático del mundo, su condición lo coloca inmediatamente en clara ventaja sobre los rivales, rompiéndose medularmente el principio de la igualdad y el de la alternabilidad.
Todo presidente-candidato tiene en principio las de ganar. Es el jefe de los millones de empleados públicos, de los militares y los policías. Adherido al cuerpo de la Administración, su partido puede sostenerse allí donde otros no pueden hacerlo, tiene una mayor exposición mediática, puede conquistar votos con o contra empleos, así no sean sinceros y en fin, puede inaugurar obras (y hacer fraudulenta campaña presidencial) cuando se haya cerrado la propaganda electoral. Hablo de presidentes no especialmente arbitrarios, pero qué decir de un personaje como Chávez, tan dado a inhabilitar rivales de prestigio, cerrar canales, acosar a quienes piensen distinto, obligar a los empleados, militares y policías a votar por él a riesgo de ser expulsados, asediar periodistas, maestros, trabajadores y Universidades.
Un hombre que abusa de las cadenas con burlona agresividad, calumnia a los opositores, fabrica delirantes acusaciones de magnicidio o golpe de estado, sin tomarse el trabajo de presentar así sea un vestigio de prueba, ni de ofrecer disculpas cuando se haga obvia la falacia, dispone sin control de los recursos del Estado para comprar, sobornar, financiar su gigantografía. ¿Cómo entregarle a un hombre así la posibilidad de pervertir el voto a punta de violencia y abuso? Si los presidentes-candidatos son en sí mismos nocivos, extender la prerrogativa a gobernadores, alcaldes, concejales y diputados sólo puede servir para perpetuar una casta de válidos en todos los cargos por elección.
También ellos, a su escala, usarán los recursos del estado, lanzarán los policías contra adversarios externos e internos ya que se les ha dado el derecho de permanecer sin límites en el cargo y de crear una dinastía o una satrapía regional, estadal y local. Al final, no obstante, el resultado será a contrapelo valioso. Surgirá una nueva alianza más allá de ideologías, contra el establecimiento de inamovibles en los cargos. En el oficialismo la castración política será masiva. Para sostener legítimas aspiraciones a diputaciones, concejalías, alcaldías o gobernaciones, los psuvistas honrados deberán vencer en su propio partido a una casta ahíta de poder decidida a cerrarle el paso a cualquier precio. Y en eso estarán en la peor de las situaciones, porque, con todo, la disidencia democrática podrá presentar candidaturas y pese a la grotesca desigualdad, obtener victorias espectaculares como ocurriera en el corazón de Venezuela durante las últimas elecciones.
Ellos, los oficialistas, ni siquiera podrán ser aspirantes. ¿Quién se ofrecería como tal para competir con Chávez? ¿Quién pudiera ganar mayoría en el PSUV contra los fortalecidos pupilos del Gran Timonel? La extensión de la reelección indefinida a otros niveles obedece a una triste maniobra destinada a amortiguar la chocante egolatría del presidente y a ganar a poderosos dirigentes instalados en varios niveles del cuerpo de la Administración Pública. ¿Por qué sin embargo deberán perder? En primer lugar, la naturaleza represiva y corrupta del régimen es hoy mucho más visible, así como lo es el pobre resultado en los aspectos más sensibles de una gestión de diez años ya.
La gente está cansada y no será propensa a facilitar la permanencia en el tiempo de un régimen como éste. En segundo lugar, la enmienda afecta a demasiada gente. Renovar el liderazgo es una consigna sentida con especial fuerza en el ámbito oficialista y como la perpetuidad del presidente y la de los gobernadores, etc, están apersogadas tras el “sí”, habrá quien queriendo favorecer todavía al Gran Líder, no podrá hacerlo sin convalidar al enemigo interno, frente a su nariz.
La disidencia democrática ha entendido bien. No trata de impedir la reelección indefinida porque se trate de Chávez, sino de eliminar un dispositivo que golpearía con fuerza la funcionalidad democrática y troncharía de un tajo la renovación del liderazgo, propia de las sociedades pluralistas y también de las que no lo son. En aquel caso la renovación será fluida y tranquila, en tanto que en éste reventará cual una olla de presión.
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