Julio María Sanguinetti
La Nación
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1029130
Se cumplieron, el 27 de junio, 35 años del acto final del golpe de Estado que sumergió a Uruguay en una dictadura militar desde 1973 hasta el 1° de marzo de 1985, cuando retornaron las instituciones. Caía así la Suiza de América, la república liberal por excelencia, que durante más de un siglo se había creído inmunizada contra los desafueros castrenses.
Aquel sombrío día en que la fuerza militar cerró el Parlamento, ejecutando un decreto de Juan María Bordaberry, un presidente elegido popularmente, culminaba un proceso que se había iniciado en el febrero anterior. Entonces, los mandos militares se habían sublevado contra el gobierno por no acatar la designación como ministro de Defensa del general Antonio Francese, un honrado militar. Aquel "febrero amargo", como lo definía en su título un libro del senador Amílcar Vasconcellos, vio por vez primera en el siglo XX la irrupción de los tanques en la calle, el copamiento militar de las emisoras de radio y televisión y el proclamado desacato al gobierno constituido.
Solamente la Armada -al mando, por entonces, del contraalmirante Juan José Zorrilla- tomó las armas en defensa de las instituciones, bloqueó la Ciudad Vieja de Montevideo y así ofreció al Presidente una razonable base de sustentación para que pudiera intentar una negociación. Desgraciadamente, el mandatario cedió ante la fuerza, el gesto de la armada se hizo estéril y el presidente quedó en su cargo, pero claramente sometido en su investidura presidencial.
El Poder Legislativo también siguió en sus funciones, pero en un clima de anormalidad, que culminaría con su cierre en aquel triste día de junio.
Una mirada en perspectiva histórica nos obliga a contestar la pregunta de cómo fue posible que se llegara a ese desenlace en una democracia particularmente estable, asentada en vastas clases medias, sostenidas desde principios del pasado siglo por un Estado de Bienestar pionero. Objetivamente, Uruguay no parecía un lugar para un golpe militar, como tampoco mostraba el campo fértil para un proceso de raíz revolucionaria. Sin embargo, esto fue lo que ocurrió. Un grupo de jóvenes radicalizados, inspirados en la revolución cubana, iniciaron en 1963 la aventura de las armas, inaugurando un fuerte proceso de polarización de la sociedad, que alcanzó su plenitud en 1971. Entonces se encargó a las fuerzas armadas el combate contra la subversión , que se libró exitosamente en poco más de seis meses. En aquel inicial año 1963 gobernaba el Partido Nacional, bajo un régimen de Poder Ejecutivo colegiado del que podrían decirse muchas cosas, menos que fuera autoritario: nueve buenos señores, seis de la mayoría y tres de la oposición, gobernaban el país desde un pequeño areópago deliberante.
Tampoco mediaban situaciones sociales o económicas críticas, que ambientaran un estallido. Todo nació del mundo radicalizado de las ideas políticas, fue creciendo en él, se instaló en los centros de enseñanza y llegó a configurar una organización de secuestros, atentados y robos de particularísima eficacia. Los gobiernos de la época, tanto el mencionado como el presidencial que le siguió -bajo el Partido Colorado, conducido por don Jorge Pacheco Areco- encargaron a la policía de la lucha y fue sólo en 1971, a dos meses de las elecciones nacionales, cuando introdujeron a las fuerzas armadas, a raíz de una fuga masiva de presos que ocurrió en la cárcel de Punta Carretas. Allí donde actualmente está instalado un moderno shopping center .
No era casual. A los gobernantes les preocupaba sacar la fuerza militar a la calle, conscientes de la lección de la historia, desde aquellas antiguas legiones romanas, silenciosas cuando retornaban derrotadas, arrogantes y peligrosas cuando cruzaban en triunfo las puertas de la Ciudad Imperial, para exhibir su fuerza y sus trofeos. En nuestro caso, la guerrilla alfombró el camino para la irrupción militar, que se desbordó en la embriaguez del éxito y terminó en el ejercicio directo del poder.
Ni era legítima la invocación revolucionaria, que pretendía destruir una sólida democracia invocando la necesidad de más justicia social, ni lo sería tampoco el desborde militar, que usó el pretexto de terminar con una subversión ya totalmente derrotada. Aquellos despreciaban las "libertades formales" de la burguesía y sólo advirtieron su valor cuando los otros las abandonaron y abusaron de su fuerza como dictadura militarizada.
El caso uruguayo es un rotundo ejemplo histórico del peligro de las ideas equivocadas, del riesgo de los fanatismos y las radicalizaciones ideológicas. Se perdió la democracia porque antes se había perdido la tolerancia, en un país acostumbrado al debate político, en malos días desbordado por el lenguaje de las pedreas callejeras y las bombas Molotov frente a los gases lacrimógenos y las razias estudiantiles.
Hoy, con las instituciones felizmente recuperadas hace más de dos décadas, los guerrilleros de aquellos años están incorporados al gobierno como protagonistas y esa paradójica circunstancia mide hasta qué punto fue exitosa una transición que a todos les dio un espacio. Acaso sea solamente el mundo militar el que sufre una cierta marginación, por consecuencia de la prédica que rodea las denuncias y procedimientos llevados adelante contra los crímenes de la dictadura. Bajo el legítimo argumento de conocer la verdad, se ha ido más allá, desbordando los límites de una amnistía que quiso amparar a los militares como antes había amparado a los guerrilleros, presos o no presos, responsables de innumerables crímenes, que se perdonaron en 1985 al retornar la democracia. Este debate nos llevaría más allá de lo fundamental: el valor de la convivencia, del lugar del acuerdo y el disenso políticos dentro de los códigos políticos de la sociedad pluralista, de una tolerancia que debe incorporar la discrepancia a la vida cotidiana, sin crispaciones ni rencores.
Ni los guerrilleros tienen autoridad para invocar la revolución antidemocrática que emprendieron, ni los militares para seguir recordando un golpe de Estado de nefastas consecuencias.
El desafío está en poder construir un futuro en paz y libertad, aprovechando hoy las circunstancias inéditas de una mejoría de términos de intercambio comercial como no conoció nunca nuestra América latina. No basta con elegir gobiernos. Es preciso que ellos generen las condiciones de seguridad jurídica y estabilidad que están en la base de todo intento de duradera prosperidad. Si no entendemos esto, no sólo en Uruguay sino en toda la región, estaremos desoyendo la lección clara y profunda de la historia.
El autor fue, en dos oportunidades, presidente de la República Oriental del Uruguay.
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La Nación
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Se cumplieron, el 27 de junio, 35 años del acto final del golpe de Estado que sumergió a Uruguay en una dictadura militar desde 1973 hasta el 1° de marzo de 1985, cuando retornaron las instituciones. Caía así la Suiza de América, la república liberal por excelencia, que durante más de un siglo se había creído inmunizada contra los desafueros castrenses.
Aquel sombrío día en que la fuerza militar cerró el Parlamento, ejecutando un decreto de Juan María Bordaberry, un presidente elegido popularmente, culminaba un proceso que se había iniciado en el febrero anterior. Entonces, los mandos militares se habían sublevado contra el gobierno por no acatar la designación como ministro de Defensa del general Antonio Francese, un honrado militar. Aquel "febrero amargo", como lo definía en su título un libro del senador Amílcar Vasconcellos, vio por vez primera en el siglo XX la irrupción de los tanques en la calle, el copamiento militar de las emisoras de radio y televisión y el proclamado desacato al gobierno constituido.
Solamente la Armada -al mando, por entonces, del contraalmirante Juan José Zorrilla- tomó las armas en defensa de las instituciones, bloqueó la Ciudad Vieja de Montevideo y así ofreció al Presidente una razonable base de sustentación para que pudiera intentar una negociación. Desgraciadamente, el mandatario cedió ante la fuerza, el gesto de la armada se hizo estéril y el presidente quedó en su cargo, pero claramente sometido en su investidura presidencial.
El Poder Legislativo también siguió en sus funciones, pero en un clima de anormalidad, que culminaría con su cierre en aquel triste día de junio.
Una mirada en perspectiva histórica nos obliga a contestar la pregunta de cómo fue posible que se llegara a ese desenlace en una democracia particularmente estable, asentada en vastas clases medias, sostenidas desde principios del pasado siglo por un Estado de Bienestar pionero. Objetivamente, Uruguay no parecía un lugar para un golpe militar, como tampoco mostraba el campo fértil para un proceso de raíz revolucionaria. Sin embargo, esto fue lo que ocurrió. Un grupo de jóvenes radicalizados, inspirados en la revolución cubana, iniciaron en 1963 la aventura de las armas, inaugurando un fuerte proceso de polarización de la sociedad, que alcanzó su plenitud en 1971. Entonces se encargó a las fuerzas armadas el combate contra la subversión , que se libró exitosamente en poco más de seis meses. En aquel inicial año 1963 gobernaba el Partido Nacional, bajo un régimen de Poder Ejecutivo colegiado del que podrían decirse muchas cosas, menos que fuera autoritario: nueve buenos señores, seis de la mayoría y tres de la oposición, gobernaban el país desde un pequeño areópago deliberante.
Tampoco mediaban situaciones sociales o económicas críticas, que ambientaran un estallido. Todo nació del mundo radicalizado de las ideas políticas, fue creciendo en él, se instaló en los centros de enseñanza y llegó a configurar una organización de secuestros, atentados y robos de particularísima eficacia. Los gobiernos de la época, tanto el mencionado como el presidencial que le siguió -bajo el Partido Colorado, conducido por don Jorge Pacheco Areco- encargaron a la policía de la lucha y fue sólo en 1971, a dos meses de las elecciones nacionales, cuando introdujeron a las fuerzas armadas, a raíz de una fuga masiva de presos que ocurrió en la cárcel de Punta Carretas. Allí donde actualmente está instalado un moderno shopping center .
No era casual. A los gobernantes les preocupaba sacar la fuerza militar a la calle, conscientes de la lección de la historia, desde aquellas antiguas legiones romanas, silenciosas cuando retornaban derrotadas, arrogantes y peligrosas cuando cruzaban en triunfo las puertas de la Ciudad Imperial, para exhibir su fuerza y sus trofeos. En nuestro caso, la guerrilla alfombró el camino para la irrupción militar, que se desbordó en la embriaguez del éxito y terminó en el ejercicio directo del poder.
Ni era legítima la invocación revolucionaria, que pretendía destruir una sólida democracia invocando la necesidad de más justicia social, ni lo sería tampoco el desborde militar, que usó el pretexto de terminar con una subversión ya totalmente derrotada. Aquellos despreciaban las "libertades formales" de la burguesía y sólo advirtieron su valor cuando los otros las abandonaron y abusaron de su fuerza como dictadura militarizada.
El caso uruguayo es un rotundo ejemplo histórico del peligro de las ideas equivocadas, del riesgo de los fanatismos y las radicalizaciones ideológicas. Se perdió la democracia porque antes se había perdido la tolerancia, en un país acostumbrado al debate político, en malos días desbordado por el lenguaje de las pedreas callejeras y las bombas Molotov frente a los gases lacrimógenos y las razias estudiantiles.
Hoy, con las instituciones felizmente recuperadas hace más de dos décadas, los guerrilleros de aquellos años están incorporados al gobierno como protagonistas y esa paradójica circunstancia mide hasta qué punto fue exitosa una transición que a todos les dio un espacio. Acaso sea solamente el mundo militar el que sufre una cierta marginación, por consecuencia de la prédica que rodea las denuncias y procedimientos llevados adelante contra los crímenes de la dictadura. Bajo el legítimo argumento de conocer la verdad, se ha ido más allá, desbordando los límites de una amnistía que quiso amparar a los militares como antes había amparado a los guerrilleros, presos o no presos, responsables de innumerables crímenes, que se perdonaron en 1985 al retornar la democracia. Este debate nos llevaría más allá de lo fundamental: el valor de la convivencia, del lugar del acuerdo y el disenso políticos dentro de los códigos políticos de la sociedad pluralista, de una tolerancia que debe incorporar la discrepancia a la vida cotidiana, sin crispaciones ni rencores.
Ni los guerrilleros tienen autoridad para invocar la revolución antidemocrática que emprendieron, ni los militares para seguir recordando un golpe de Estado de nefastas consecuencias.
El desafío está en poder construir un futuro en paz y libertad, aprovechando hoy las circunstancias inéditas de una mejoría de términos de intercambio comercial como no conoció nunca nuestra América latina. No basta con elegir gobiernos. Es preciso que ellos generen las condiciones de seguridad jurídica y estabilidad que están en la base de todo intento de duradera prosperidad. Si no entendemos esto, no sólo en Uruguay sino en toda la región, estaremos desoyendo la lección clara y profunda de la historia.
El autor fue, en dos oportunidades, presidente de la República Oriental del Uruguay.
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