Es mal augurio la creencia de que los inhabilitados dejarían vacíos fácilmente reemplazables
Uno de los fenómenos político-sociales -y, por qué no, culturales también- más fascinantes de la última parte del siglo XX fue la revolución islámica de Irán, que al decir de una de las mejores conocedoras del fenómeno, la periodista norteamericana de Los Angeles Times, Robin Cook, fue la última gran revolución del siglo XX; pero algo singular: fue la primera en el mundo islámico.
Desde sus comienzos, esta revolución tuvo algunas peculiaridades que la hacen única en la historia del atormentado siglo XX. La más destacada de ellas: el que casi desde sus comienzos toda su estructura de poder fuese abrumadoramente clerical. Justo en el siglo que más se ha vanagloriado del triunfo del secularismo, tiene éxito una revolución donde son los clérigos quienes tienen la exclusiva del poder. Lo que el sociólogo alemán Max Weber llamase una hierocracia: gobierno de los sacerdotes.
Pero no es sólo una presencia exclusiva en el orden de a quienes tocaría monopolizar los más importantes cargos en esa estructura política, sino que, como cabía esperar, ese gobierno lo ejercerían desde una perspectiva totalmente religiosa, mucho más incluso que en los califatos de los primeros tiempos del Islam. Y eso significaba la imposición excluyente de la sharía, el complejo normativo que desarrollara Mahoma en sus años en Medina, la ciudad que le acogiera en tiempos duros y donde se estructuraría la nueva religión.
Fue precisamente acogiéndose a ella que el Ayatolá Jomeini (entre 1979 y el final de su vida y su Gobierno, 1989) creó las estructuras políticas y jurídicas que hoy reinan en Irán. Cuando Jomeini echó a un lado las esperanzas de los políticos laicos, montó un tinglado que aseguraría para el futuro ese control exclusivo y excluyente de lo religioso en la vida entera de ese país.
Dejó bien claro que a él le sucedería un Supremo Líder, quien, si bien pretendía una legitimidad y un dominio de carácter espiritual, sólo lo garantizaría si controlaba, del modo más absoluto que los tiempos modernos permiten, el poder temporal. Esa es una de las razones -que pasan inadvertidas para la mayoría- por las que es falsa la idea de que es el presidente (en los actuales momentos, Ajmadineyad) quien tiene el poder supremo. No, es Alí Jamenei, el Supremo Líder en quien reposan los verdaderos poderes del Estado.
Y este líder se halla en la cúpula de una perfecta arquitectura del poder, cuidadosamente elaborada por los clérigos; y digo "cuidadosamente", porque la república islámica tiene elecciones para incontables cargos y ello siempre es amenazante para una dictadura ideológica como la iraní.
Hay entonces un Parlamento unicameral, el Majlis, al cual, sin embargo, sólo pueden acceder candidatos que hayan recibido la aprobación de un poderoso cuerpo que ya ha hecho sentir sus dañinas acciones: el Consejo de los Guardianes. A ellos incumbe aprobar -o desaprobar- las leyes aprobadas por el Majlis; pero lo más peligroso, negar la opción de presentarse a elecciones a incontables candidatos a diputados de ese cuerpo, con el argumento -o mejor, la argucia- de que son o han mostrado ser "poco islámicos" en pensamiento y acciones.
Ese cuerpo está compuesto por 12 miembros: 6 clérigos nombrados directamente por Jamenei y el resto por candidatos que al Majlis propone el poder judicial, es decir, los Ulemas. El otro cuerpo todopoderoso es el Consejo de los Expertos: 86 clérigos electos por el país para velar y controlar las acciones y competencias del Supremo Líder.
Es obvio que sin la estructura del shiísmo, nada de esto hubiese sido posible, pero también es verdad que la modernidad de un país petrolero le impone límites a una anacrónica dictadura clerical.
¿Cómo puede ser posible entonces que en un país secularizado, con una tradición democrática de varias décadas, al margen de la Constitución y de las costumbres políticas, un oscuro funcionario de tercera pretenda asumir, él solito, la función del Consejo de los Guardianes iraní, inhabilitando para las elecciones a más de 400 aspirantes?
Eso no puede ser tolerado, ni pasado por alto. Y son malos augurios la creencia -y hasta la esperanza- de que los inhabilitados dejarían vacíos que serían fácilmente reemplazables; acompañada por la secreta esperanza de una solución a cuentagotas de casos especiales.
Estas no son más que estratagemas del chavismo, que podrían incluir decisiones a días escasos de las elecciones; y privilegios a unos cuantos, para "lavarle la cara" a los aparatos chavistas. Mucho ojo, pues.
antave38@yahoo.com
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