Una de las glorias de la cocina: embellece los ingredientes para liberar su poder seductor
Había algo en la suavidad de esa lengua. Probarla fue tentación y en segundos viajé a mi infancia. Con cada bocado me acerqué más y más a esos sabores del hogar, cuando el hogar era el ámbito de las primeras experiencias y el amor transmitido en la mesa. La salsa tenía la consistencia perfecta, los aromas del ají y el dulzor de la cocina caraqueña. Mientras la carne se disolvía en mi boca recordé los almuerzos de mi madre y el plato cargado de arroz blanco, tajadas de plátano, y claro, una lengua de res en salsa que en la olla lucia apetecible pero que en el mercado era sencillamente espantosa. Esa es una de las glorias de la cocina: embellece los ingredientes para liberar su poder seductor. La otra gloria es abrir la compuerta de los sentidos.
Suceso afortunado, estaba en Caracas como invitado a un ejercicio ideológico en el que Sumito Estévez inculcaba a sus alumnos el concepto del imperialismo en la cocina. Rodeado de mondongos, hallacas y courbillon de mero, el chef venezolano les demostraba que la única manera de lograr un discurso gastronómico era reconciliándose con los ingredientes vernáculos y rescatando las recetas tradicionales para moldear una identidad culinaria. A partir de allí había que conquistar el mundo con una sazón venezolana que podía mutar en miles de formas, pero que siempre debía remitir a ese sabor de hogar, donde quiera que ese hogar existiera. Así como Francia, Japón y Perú habían invadido las grandes ciudades, Sumito esperaba que cada cocinero emprendiera la misma campaña al salir de su escuela.
Creo haber comido de todo un poco en esta vida. Así como la música y la literatura, la cocina es un delicioso pasaporte a la diversidad en tiempos globales. Hoy en día estamos expuestos a sabores y gastronomías que nuestros abuelos jamás imaginaron, pero a la vez, existe en la cocina de nuestros antepasados el tesoro más grande de cualquier sociedad. En asuntos de identidad está claro que conocer los orígenes permite degustar mejor el presente. Sobre todo cuando ese presente tiene los guiños del papelón, el clavo de olor y las alcaparras.
Pocas cosas me causan tanta alergia como el nacionalismo. Pero esa lengua en salsa me convenció que una cosa es el sabor amargo del chauvinismo y otra es el vínculo amoroso que tejen los alimentos y los afectos. Además, si el imperialismo debe batirse en lides tan deliciosas estoy de acuerdo en que iniciemos una verdadera guerra mundial.
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Había algo en la suavidad de esa lengua. Probarla fue tentación y en segundos viajé a mi infancia. Con cada bocado me acerqué más y más a esos sabores del hogar, cuando el hogar era el ámbito de las primeras experiencias y el amor transmitido en la mesa. La salsa tenía la consistencia perfecta, los aromas del ají y el dulzor de la cocina caraqueña. Mientras la carne se disolvía en mi boca recordé los almuerzos de mi madre y el plato cargado de arroz blanco, tajadas de plátano, y claro, una lengua de res en salsa que en la olla lucia apetecible pero que en el mercado era sencillamente espantosa. Esa es una de las glorias de la cocina: embellece los ingredientes para liberar su poder seductor. La otra gloria es abrir la compuerta de los sentidos.
Suceso afortunado, estaba en Caracas como invitado a un ejercicio ideológico en el que Sumito Estévez inculcaba a sus alumnos el concepto del imperialismo en la cocina. Rodeado de mondongos, hallacas y courbillon de mero, el chef venezolano les demostraba que la única manera de lograr un discurso gastronómico era reconciliándose con los ingredientes vernáculos y rescatando las recetas tradicionales para moldear una identidad culinaria. A partir de allí había que conquistar el mundo con una sazón venezolana que podía mutar en miles de formas, pero que siempre debía remitir a ese sabor de hogar, donde quiera que ese hogar existiera. Así como Francia, Japón y Perú habían invadido las grandes ciudades, Sumito esperaba que cada cocinero emprendiera la misma campaña al salir de su escuela.
Creo haber comido de todo un poco en esta vida. Así como la música y la literatura, la cocina es un delicioso pasaporte a la diversidad en tiempos globales. Hoy en día estamos expuestos a sabores y gastronomías que nuestros abuelos jamás imaginaron, pero a la vez, existe en la cocina de nuestros antepasados el tesoro más grande de cualquier sociedad. En asuntos de identidad está claro que conocer los orígenes permite degustar mejor el presente. Sobre todo cuando ese presente tiene los guiños del papelón, el clavo de olor y las alcaparras.
Pocas cosas me causan tanta alergia como el nacionalismo. Pero esa lengua en salsa me convenció que una cosa es el sabor amargo del chauvinismo y otra es el vínculo amoroso que tejen los alimentos y los afectos. Además, si el imperialismo debe batirse en lides tan deliciosas estoy de acuerdo en que iniciemos una verdadera guerra mundial.
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