El país pide una clara voluntad de entendimiento que nos saque del marasmo
Ha vuelto por sus fueros la idea de convocar una constituyente. Es como si sus proponentes quisiesen, no faltándoles razón en la consecuencia, volver atrás las páginas de la historia recorrida luego de 1999. Se trataría de desandar para volver a andar, como si la nación todavía no fuese tal y apenas prometería. Es como si el Mito de Sísifo nos hubiese atrapado y de allí el recurso al igual mito que abriga toda apelación al poder constituyente originario, que mejor muestra nuestra incapacidad para actuar sobre la realidad, domeñarla en sus desviaciones de mala ley, y sobretodo recrearla por vía del diálogo sin resentimientos.
El reclamo de la constituyente, que en esencia es recurso a la vía de facto, pues la mayoría, desatada de todo compromiso constitucional, rehace la institucionalidad política según su capricho de circunstancia, representa, por lo mismo, un despropósito.
A los amigos de esta opción cabe recordarles que en medio de las numerosas Constituciones que nos dimos durante el siglo XX y que fueran nada menos que 17 -si incluimos el Estatuto Provisorio de 1914 y el Decreto sobre Garantías de 1946- sólo en tres ocasiones hubo lugar a constituyentes. Y las tres fueron hijas de tres revoluciones, y tres tiempos trágicos las sucedieron.
Cipriano Castro convocó a la Constituyente de 1901 para fundar un orden a imagen de "su" Revolución Liberal Restauradora. Se trataba, en propiedad, de ponerle fin al predominio de la anarquía caudillista que hizo pedazos a la Venezuela del siglo XIX. Tuvimos, pues, una revolución y una constituyente que dio origen a la República Militar que nos dominó hasta 1945 y que intentó prorrogarse hasta 1958, bajo la égida de los gendarmes, duros o blandos, pero gendarmes al fin y al cabo.
En 1945 llegó otra revolución, la de Octubre, montada sobre un maridaje cívico-militar que le abrió sus puertas a la Constituyente de 1947. Su objeto fue trocar la República Militar por otra fundada en la elección universal, directa y secreta de los gobernantes, y el establecimiento de un régimen de garantías ciudadanas y sociales que contuviese al poder arbitrario de estirpe castrense.
Pero si la República Militar se sostuvo en pié a manos de Juan Vicente Gómez, quien la moldea y usa para ello de la fuerza bruta y de la institución armada, alrededor de la cual le da al país, para bien y para mal, su moderna identidad, la incipiente República Civil, nacida de un entendimiento sectario entre "octubristas", por correr a contrapelo y en desafío de la otra parte del país que se hizo a imagen del "antiguo régimen" y fue perseguida sin misericordia, naufragó estrepitosamente.
En 1999, Hugo Chávez, al frente de la llamada Revolución Bolivariana, que paradójicamente llega al poder con votos y sin balas para acabar con un orden que ya no existía, pues había caducado una década antes, convocó a otra Constituyente y nos dio la actual Constitución, cambiándole hasta de nombre a la República.
Fue, empero, un buen intento, a pesar de la composición nada representativa de la Asamblea, y de que su producto terminó siendo una suerte de tienda por departamentos: un texto constitucional que combinó la predica inflacionaria de los derechos humanos con un modelo de Estado personalista y autoritario.
Lo cierto es que el "régimen constitucional" que en paralelo hoy imagina instaurar el inquilino de Miraflores, desbordando la letra misma de su Constitución en vigor, no se ha hecho realidad a una década de distancia y por la misma razón que le pusiera término a los revoltosos de 1945: mira al país desde su sola óptica, con desprecio y exclusión del resto del país, y haciendo del país una trinchera de Caínes.
De modo que, si la vuelta a los orígenes es lo planteado otra vez, cabría preguntar ¿qué intentan refundar sus adherentes que sea distinto de la Constitución de 1999, incluso necesitada, lo admito, de algunas reforma que rescate, cuando menos, la descentralización y de suyo la democratización del poder?
Si la idea de la constituyente es hacer tabla rasa con los militantes de la traicionada y hoy colonizada Revolución Bolivariana, no será ella sino una mascarada; reunificará a sus víctimas y alejará por más tiempo el problema no resuelto desde 1994: la división afectiva entre los venezolanos y la pérdida del denominador común que antes nos diera sentido de Nación.
Antes que la fragua de nuevas normas constitucionales, así lo predico, el país pide una clara voluntad de entendimiento que nos saque del marasmo. Esa fue la enseñanza que nos legó el denostado Pacto de Punto Fijo, consecuencia del fracaso de la Revolución de Octubre, y que por lo mismo copió luego para su experiencia muy exitosa la democracia española.
correoaustral@gmail.com
1 comentario:
Hola:
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