La revolución chavista no necesita enemigos especiales. Ella misma es su peor enemigo
Cuando esta "revolución" se iniciaba, entendió, si hemos de inferirlo de sus obras, que la primera tarea era hacer tabula rasa de lo que pacientemente y con relativo éxito había venido construyendo la democracia venezolana: un Estado con instituciones que atendiesen los más urgentes problemas del país. Se procedió a liquidar todo lo que había, y a crear, a troche y moche, parapetos sustitutivos. El "éxito" de tal intento está a la vista de todos.
Hoy el país tiene ministerios a granel; tiene, incluso, un engendro endógeno, que nació por urgencias electorales y que ahora no hay manera de prescindir de ese vasto parásito: las misiones, aparatos para mantener ociosos y duplicar labores que se supondrían objetivos de los entes públicos.
La voracidad administrativa -una marca de fábrica del régimen- se cuela por cualquier institución dedicada a los más diversos objetivos que anidan en una sociedad moderna. Hoy, adonde usted dirija su atención encontrará la presencia del nefasto Estado chavista, a veces controlando, siempre acechando y eventualmente adueñándose de organizaciones que pacientemente se fueron haciendo de un espacio.
Pero esta voracidad administrativa no se conforma con su afán duplicatorio, como lo expresan sus Mercal y otras instituciones que formalmente calcan lo que hasta ahora realizaban instituciones extra- estatales a las que nunca logran replicar en términos de una aceptable eficacia, aunque sea a costa del bárbaro dispendio de recursos.
Este último, en efecto, ha sido hermano siamés del proceso de tabula rasa que anotábamos al principio. Se trata del fenómeno de caída y mesa limpia que ha acompañado al régimen desde que reventó en la historia de este país.
Si los socialismos del siglo XX fueron socialismos de guerra (Rusia, China y Vietnam) porque fueron paridos por guerras terribles, o socialismos de la escasez (Cuba y la Etiopía de Mengistu Haile Mariam), que comenzaron con la confiscación de lo poco que tenían; éste, bautizado como del siglo XXI, no ha sido otra cosa que el socialismo del despilfarro y sus cabecillas/aprovechadores unos grandes botarates: la generación que, desde el comienzo, sólo se dedicó a ¡raspar la olla!
Pero, además, este socialismo se ha caracterizado por tres rasgos que le han traído males sin cuento y que no debían sorprender a nadie porque ya el fracasado socialismo del siglo XX había padecido los efectos letales de lo que ellos llamaron el burocratismo, que había que evitar como la peste.
El primer mal ha sido la proliferación de organismos regulatorios que padecen de una maldición gitana: se bloquean unos a otros, con el resultado de que son los grandes saboteadores de una fulana revolución que nadie ve y todos padecen. Así el llamado INTI invalida lo que la gente de Alimentación quiere hacer, mientras que el Seniat asusta y Cadivi niega los dólares que le dan su razón de ser. Al final: todo termina en la economía de puertos.
El segundo rasgo lo produce su afán por meter las narices en todo: desde cabillas, pasando por la producción y distribución de electricidad hasta uvas de playa deben traer la marca de la revolución. ¡Y vaya que lo hacen! Allí están los apagones sistemáticos como una prueba irrefutable del rasgo maldito.
El tercer rasgo es absolutamente autóctono y le imprime un sello único: una sola voz autorizada. Y esa voz obvia las políticas públicas y enmudece en los corrillos de la administración, para brotar estentórea -¡y grosera!- cada domingo ante las cámaras de televisión, que muchos apagan apenas aparece. O en el devaluado Teresa Carreño, convertido hoy en gallera municipal; con el perdón de los jugadores de gallo.
Pero a la revolución bolivariana le ha aparecido un enemigo insidioso con cara de diablo de las lecciones de catecismo de nuestra niñez: los sonrientes pedigüeños que se multiplican con los días. Cuanto populista sin chance hay por este continente ahora se acerca meloso a solicitar plata, seguro de que la obtendrá a manos llenas. Mientras otros, sin vergüenza ni pudor alguno la reparten con cheques no endosables y tarjetas de procedencia incluida, como es la marca del Topogiggio boliviano.
Con todas estas pìedras atadas al cuello, la revolución chavista no necesita enemigos especiales. Ella misma es su peor enemigo y el casting encargado de llevarla a cabo garantiza su quiebra: en los dos sentidos, de quiebra financiera y lo peor, de quiebra moral. Por eso, cualquier radicalización no hará otra cosa que acelerar su muerte. Ya es hora.
antave38@yahoo.com
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