Gerónimo Alberto Yerena Cabrera
Zaparapanda canaria en el centro de Caracas
¡Los isleños son «piores» que los venezolanos «pá»
armar «guachafitas»!
Confitería «La Colonial”
Esquina de Padre Sierra
“bochinche, bochinche, bochinche….”
Isaac Viera
Baltasar del Alcázar
"En Jaén donde resido"
Durante el primer gobierno del general Antonio Guzmán Blanco, en la
céntrica esquina de Padre Sierra, existió un centro de recreación denominado
Club Isleño, ubicado en la edificación situada en el ángulo noreste
frente al Convento de las monjas de la Concepción, en donde, luego de
salir las monjas en el año de 1874, se inició la construcción del actual
Palacio Federal. Este club era el principal sitio de reunión de los
isleños (canarios) en la capital, tal como hoy es el Hogar Canario.
En ese período tuvimos la grata estadía del lanzaroteño Isaac Viera
(1858-1941), que para entonces era un joven de avanzada y, a la vez, de
espíritu aventurero; el cual al terminar el bachillerato en el Seminario
Conciliar de Las Palmas emigro a nuestra patria, "acariciando
risueñas / ilusiones de oro y miel", según se lee en su
folleto autobiográfico Palotes y Perfiles (1895).
Su estadía en Venezuela transcurrió entre mediado de los setenta del
siglo XIX hasta 1882; durante ese tiempo, además de ejercer, entre otras cosas,
actividades docentes, fue testigo de varias peripecias sucedidas en
nuestra capital, algunas de ellas muy “llamativas” y dignas de reproducir,
cónsonas con la idiosincrasia del venezolano, y con los
numerosos descendiente de esa segunda patria chica llamada “Islas
Canarias”.
Quien luego fuera, al regresar a su patria, escritor, poeta, periodista
y costumbrista, en su libro “Costumbres canarias”, editado en el
año 1916, B E N A C I M I E N T O. San Marcos, 42
MADRID, relata en las páginas 145-146, lo sucedido en el antiguo Club
Canario.
El relato del propio escritor y poeta, testigo de lo acontecido en la
esquina de Padre Sierra es el siguiente:
A raíz de ser nombrado ministro de Ultramar el señor León y Castillo, la
policía de Caracas, por orden de Guzmán Blanco, clausuró el Club isleño
establecido en la esquina de Padre Sierra, al lado de la confitería «La
Colonial”, por escándalo público.
El motivo fue el siguiente:
Una noche, los socios del expresado centro, divididos en dos bandos,
discutían acerca de cuál población era más importante, si Santa Cruz de
Tenerife o Las Palmas, oyéndose decir desde la calle que las fichas con que se
jugaba al tresillo (cierto juego de naipes, jugado por tres personas) en el
«Gabinete literario» de la última de las mencionadas ciudades, eran más finas
que las del Casino de la capital de estas islas.
Se escucho decir:
«Esto, Inés, ello se alaba,
No es menester alaballo»
(Este es un dicho canario que bien sabían ellos lo que quería decir en
doble sentido)*ver anexo.
De las palabras pasaron a las manos, y fue tal la gresca, que los
muebles, caían a la vía pública, lanzados desde las ventanas altas del edificio
social; recordarlos que una silla quedó encasquetada en la cabeza de una negra
que a la sazón pasaba por aquel sitio. Al día siguiente al de aquella
monumental pelotera los periódicos caraqueños satirizaron con donosura y
crueldad a nuestros compatriotas que, olvidándose de que la ropa sucia debe
lavarse primero en casa, se complacen en hacer la colada en mitad.
Del arroyo de ciudades extranjeras. El patizambo Gregorio Solórzano,
que estuvo en la batalla de Ayacucho, en el Perú, cada vez que nos
encontraba nos decía, recordando aquel batifondo, y valga el
argentinismo:
-Sepa usted, «catire», que los isleños son «piores»
que los venezolanos «pa» armar «guachafitas»
Esta historia nos hace recordar al “Ilustre Precursor” de
la Independencia Don Francisco de Miranda, hijo de canarios, el cual vivió, más
de un siglo antes, en la casa diagonal en donde luego se estableciera este
club, cuando dijo sus lapidarias palabras, vigente en el actual siglo XXI:
¡Bochinche, bochinche!. ¡Esta gente no sabe hacer sino bochinche! Estas palabras
fueron pronunciadas por el Generalísimo Francisco de Miranda en la madrugada
del 31 de junio de 1812 luego de recibir a un grupo de oficiales patriotas en
el domicilio donde dormía situado en el puerto de la Guaira, de donde partiría
en la mañana con destino a Curazao. De ahí, que “el
Inmortal Canario” en esa oportunidad nos
diagnostico a todos, y los bochincheros, a quien se refería “El Precursor”,
precisamente, no eran los canarios, más bien los criollos y sobre todo los
“Mantuanos”……
*ANEXO: Les agrego el origen del dicho que cita el poeta Isaac Viera, y
que los paisanos canarios en su club, según el autor, le dieron el doble
sentido que con gran picardía los caracterizaban. Fue del poema "En Jaén donde
resido" de Baltasar del Alcázar (Sevilla, 1530-Ronda, 1606), fue un poeta
español del Siglo de Oro.
Queda a criterio e interpretación del lector dónde está el doble
sentido- sí es que en verdad lo hay- que los canarios le dieron a este verso
(dentro del contexto de la poesía), y por lo cual se formó tremendo
“follón”.
En Jaén, donde resido,
vive don Lope de Sosa,
y diréte, Inés, la cosa
más brava d'él que has oído.
Tenía este caballero
un criado portugués...
Pero cenemos, Inés,
si te parece, primero.
La mesa tenemos puesta;
lo que se ha de cenar, junto;
las tazas y el vino, a punto;
falta comenzar la fiesta.
Rebana pan. Bueno está.
La ensaladilla es del cielo;
y el salpicón, con su ajuelo,
¿no miras qué tufo da?
Comienza el vinillo nuevo
y échale la bendición:
yo tengo por devoción
de santiguar lo que bebo.
Franco fue, Inés, ese toque;
pero arrójame la bota;
vale un florín cada gota
d'este vinillo aloque.
¿De qué taberna se trajo?
Mas ya: de la del cantillo;
diez y seis vale el cuartillo;
no tiene vino más bajo.
Por Nuestro Señor, que es mina
la taberna de Alcocer:
grande consuelo es tener
la taberna por vecina.
Si es o no invención moderna,
vive Dios que no lo sé,
pero delicada fue
la invención de la taberna.
Porque allí llego sediento,
pido vino de lo nuevo,
mídenlo, dánmelo, bebo,
págolo y voyme contento.
Esto, Inés, ello se alaba;
no es menester alaballo;
sola una falta le hallo:
que con la priesa se acaba.
La ensalada y salpicón
hizo fin; ¿qué viene ahora?
La morcilla. ¡Oh, gran señora,
digna de veneración!
¡Qué oronda viene y qué bella!
¡Qué través y enjundias tiene!
Paréceme, Inés, que viene
para que demos en ella.
Pues, ¡sus!, encójase y entre,
que es algo estrecho el camino.
No eches agua, Inés, al vino,
no se escandalice el vientre.
Echa de lo trasaniejo,
porque con más gusto comas;
Dios te salve, que así tomas,
como sabia, mi consejo.
Mas di: ¿no adoras y precias
la morcilla ilustre y rica?
¡Cómo la traidora pica!
Tal debe tener especias.
¡Qué llena está de piñones!
Morcilla de cortesanos,
y asada por esas manos
hechas a cebar lechones.
¡Vive Dios, que se podía
poner al lado del Rey
puerco, Inés, a toda ley,
que hinche tripa vacía!
El corazón me revienta
de placer. No sé de ti
cómo te va. Yo, por mí,
sospecho que estás contenta.
Alegre estoy, vive Dios.
Mas oye un punto sutil:
¿No pusiste allí un candil?
¿Cómo remanecen dos?
Pero son preguntas viles;
ya sé lo que puede ser:
con este negro beber
se acrecientan los candiles.
Probemos lo del pichel.
¡Alto licor celestial!
No es el aloquillo tal,
ni tiene que ver con él.
¡Qué suavidad! ¡Qué clareza!
¡Qué rancio gusto y olor!
¡Qué paladar! ¡Qué color,
todo con tanta fineza!
Mas el queso sale a plaza,
la moradilla va entrando,
y ambos vienen preguntando
por el pichel y la taza.
Prueba el queso, que es extremo:
el de Pinto no le iguala;
pues la aceituna no es mala;
bien puede bogar su remo.
Pues haz, Inés, lo que sueles:
daca de la bota llena
seis tragos. Hecha es la cena;
levántense los manteles.
Ya que, Inés, hemos cenado
tan bien y con tanto gusto,
parece que será justo
volver al cuento pasado.
Pues sabrás, Inés hermana,
que el portugués cayó enfermo...
Las once dan; yo me duermo;
quédese para mañana.
vive don Lope de Sosa,
y diréte, Inés, la cosa
más brava d'él que has oído.
Tenía este caballero
un criado portugués...
Pero cenemos, Inés,
si te parece, primero.
La mesa tenemos puesta;
lo que se ha de cenar, junto;
las tazas y el vino, a punto;
falta comenzar la fiesta.
Rebana pan. Bueno está.
La ensaladilla es del cielo;
y el salpicón, con su ajuelo,
¿no miras qué tufo da?
Comienza el vinillo nuevo
y échale la bendición:
yo tengo por devoción
de santiguar lo que bebo.
Franco fue, Inés, ese toque;
pero arrójame la bota;
vale un florín cada gota
d'este vinillo aloque.
¿De qué taberna se trajo?
Mas ya: de la del cantillo;
diez y seis vale el cuartillo;
no tiene vino más bajo.
Por Nuestro Señor, que es mina
la taberna de Alcocer:
grande consuelo es tener
la taberna por vecina.
Si es o no invención moderna,
vive Dios que no lo sé,
pero delicada fue
la invención de la taberna.
Porque allí llego sediento,
pido vino de lo nuevo,
mídenlo, dánmelo, bebo,
págolo y voyme contento.
Esto, Inés, ello se alaba;
no es menester alaballo;
sola una falta le hallo:
que con la priesa se acaba.
La ensalada y salpicón
hizo fin; ¿qué viene ahora?
La morcilla. ¡Oh, gran señora,
digna de veneración!
¡Qué oronda viene y qué bella!
¡Qué través y enjundias tiene!
Paréceme, Inés, que viene
para que demos en ella.
Pues, ¡sus!, encójase y entre,
que es algo estrecho el camino.
No eches agua, Inés, al vino,
no se escandalice el vientre.
Echa de lo trasaniejo,
porque con más gusto comas;
Dios te salve, que así tomas,
como sabia, mi consejo.
Mas di: ¿no adoras y precias
la morcilla ilustre y rica?
¡Cómo la traidora pica!
Tal debe tener especias.
¡Qué llena está de piñones!
Morcilla de cortesanos,
y asada por esas manos
hechas a cebar lechones.
¡Vive Dios, que se podía
poner al lado del Rey
puerco, Inés, a toda ley,
que hinche tripa vacía!
El corazón me revienta
de placer. No sé de ti
cómo te va. Yo, por mí,
sospecho que estás contenta.
Alegre estoy, vive Dios.
Mas oye un punto sutil:
¿No pusiste allí un candil?
¿Cómo remanecen dos?
Pero son preguntas viles;
ya sé lo que puede ser:
con este negro beber
se acrecientan los candiles.
Probemos lo del pichel.
¡Alto licor celestial!
No es el aloquillo tal,
ni tiene que ver con él.
¡Qué suavidad! ¡Qué clareza!
¡Qué rancio gusto y olor!
¡Qué paladar! ¡Qué color,
todo con tanta fineza!
Mas el queso sale a plaza,
la moradilla va entrando,
y ambos vienen preguntando
por el pichel y la taza.
Prueba el queso, que es extremo:
el de Pinto no le iguala;
pues la aceituna no es mala;
bien puede bogar su remo.
Pues haz, Inés, lo que sueles:
daca de la bota llena
seis tragos. Hecha es la cena;
levántense los manteles.
Ya que, Inés, hemos cenado
tan bien y con tanto gusto,
parece que será justo
volver al cuento pasado.
Pues sabrás, Inés hermana,
que el portugués cayó enfermo...
Las once dan; yo me duermo;
quédese para mañana.