Leandro Area Pereira
Triste este país desvencijado el
mío al que han convertido en una ranchería destartalada y lúgubre. No
he encontrado antónimo suficiente para “milagro”, pero en estos días de
loas a la invasión y al antiimperialismo, por lo que electoralmente
pudieran tener de prósperas esas trincheras trasnochadas al acorralado
gobierno, escuché avergonzado decir a un ciudadano en una interminable
cola trashumante en busca de jabón, que se trataba de una “venezolanada”
eso de convertir al abono en estiércol.
Y
que Venezuela sea un país rico mientras crece como la verdolaga la
pobreza, del espíritu incluido, es una mentira catedral, a pesar de que
el régimen cacaree fanfarrón, para darse un tupé que lo descubre, en un
exceso más con el que quiere cubrir su dictadora desnudez, que somos
(sic) la nación con mayores reservas petrolíferas probadas del universo
entero. ¿Y qué? Como si eso nos hiciera imprescindibles, poderosos o
prósperos. Verborrea, desplante, buche y pluma no más.
La
Venezuela de hoy es un lugar tan triste y agrego peligroso, que ya ni
desde lejos se le parece al del recuerdo aquel y vago del hasta ayer no
más, que habría que pedir segundas opiniones, porque de una enfermedad
terminal se trata este abandono. Porque una nación supongo, es un
conjunto de prismas enaltecidos en un sentimiento en el que se
multiplican en el tiempo, enfoques y diferencias, riquezas y
necesidades. Eso fuimos o al menos lo creíamos. Ya no. Ahora lo de moda
es la calcomanía de la lucha de clases.
Y
agrego a esta penuria la secuestrada geografía que alejada y esquiva,
se oculta por que ya no somos libres para explorarla. Hoy andan las
montañas, los ríos, las llanuras, las calles, cada vez más turbios,
yermos, expropiados. Exfoliados por la ambición del poder eunuco que no
provoca sino corrupción, que no siembra sino tempestades, que no
levanta ni polvo, que no produce sino desasosiego, que llena su vacío
regalando a raudales neveras y peroles.
Y
añado además naturaleza, que es geografía humanizada, donde todo es
cada día más jungla, más espacio adueñado de ponzoña, minado por bandas
del invisible miedo que se ensañan a la vista de todos, esgrimiendo el
coleto rojo de su impunidad acolitada y permisada desde las altas
cumbres. Ya pocos la visitan de lo envenenada que la mantienen, ni
tampoco se atreven los expedicionarios, ¡qué cuentos de Humboldt y
Bonpland!
Todos andamos huyendo o
rebotando y escondiéndonos de una realidad agresiva más profunda que la
que se expresa en la estadística semanal de cadáveres y otros parientes,
tantos que ya no asustan. ¿Nacerán alguna vez de nuestra indolencia a
buscar los culpables?
A todas éstas,
la crianza de mascotas debe estar muy en boga, pero no vaya usted a
creer que como forma de sensibilidad o civilización, sino como escape de
la soledad, del cobarde que somos, de la desconfianza, desencantados
con nosotros mismos.
Aquí parece ya
verdad, que a mayor ingreso petrolero aumenta el índice de corrupción,
de arbitrariedad y de sumisión ciudadana. A mayor obsesión de consumo,
somos más huérfanos mentales, más dependientes, menesterosos y
pedigüeños, mayor el número de pasajeros en tránsito del minero que
somos y que necesitan de una tournée por un exilio dorado, o así nos lo
creemos, para no volver más, para no regresar a nuestras fauces. Es
increíble observar que a veces pareciera que vamos en un vagón al
matadero y además aplaudiendo o haciéndonos los locos.
Tomado del Diario El Nacional,Caracas Venezuela,31 de marzo 2015 -
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