Elogio de la palabra…
Desplazando la culpa: de la madre al cerebro…
Rafael Muci-Mendoza
Arribo
muy temprano al Palacio de las Academias, antiguo convento franciscano
en el mero centro de Caracas y sede de las Academias Nacionales y entre
ellas, la de Medicina, un oasis de paz en medio de la estridencia, la
vocinglería y la contaminación. Me recibe en el Patio Vargas la estatua
homónima del prohombre allí erigida desde 1883 por el presidente Guzmán
Blanco por porfía de don Agustín Aveledo: con la frente erguida quizá
reafirmando su concepto de rectitud, ley y justicia, reflejo de la que
fuera su vida: el semblante austero, la mano derecha como buscando el
corazón grande, asiendo en su mano izquierda una placa donde se lee Esculapio y recostado sobre un pilote con las inscripciones Hipócrates y Galeno,
y además, un rosal con una única rosa altiva, tersa y hermosa. Mientras
los rayos del sol se reflejan desde el oriente en las gotitas de rocío
que cubren sus pétalos, me quedo mirándola embelesado hasta que mi
éxtasis es interrumpido por el jardinero, Grinolfo Chiquito, un costeño
colombiano injertado en esos patios solariegos a quien llaman ¨avión¨
-¨porque llego muy temprano, me rinde el tiempo y sin prisas desempeño
mi trabajo con amor, rectitud y responsabilidad¨-. Con el entrecejo
fruncido y los ojos de singular brillo me previene entusiasmado como si
es que no fuera producto de sus mimos. -¨¿Muy linda, verdad doctor?¨ -
dice -, pero de inmediato suelta la perla, ¨¡no debe acercarse a ella
una mujer con la regla, se pudrirían la rosa y el rosal…! Es el
pensamiento mágico -me digo-, presente nada menos que en una emulación
del Jardín de Academo…, aquella escuela filosófica fundada por Platón
alrededor del 388 a.C. en los jardines de Academos, olivar sagrado en
las afueras de Atenas dedicado a Atenea, la diosa de la sabiduría, y en
cuyo frontispicio se leía, «Aquí no entra nadie que no sepa geometría»,
-¡pobre de mí que aún cuento con los dedos…!-. Cobijados desde tempranos
tiempos de la civilización por el pensamiento mágico, tantas veces
pensamos y razonamos para generar ideas carentes de fundamentación
lógica; mediante él atribuimos un efecto a un hecho sin que realmente
exista una relación de causa-efecto comprobable, como es el caso de la
rosa, el menstruo y su orgulloso jardinero. Viandantes y académicos
estamos, sin excepción, imbuidos de supersticiones enlazadas con la
bruma de los tiempos y a nuestras más tiernas experiencias infantiles y
para las cuales nunca ha existido una vacuna salvadora y ojalá que nunca
exista…
Mientras
refiero esta anécdota viene otra a mi memoria: Por allá en 1960,
cursaba mi último año de la carrera médica en el Hospital Vargas de
Caracas y la consulta externa del Servicio de Medicina Interna se
ubicaba a la izquierda, no más al trasponer la marquesina del Hospital.
Dos días por semana atendíamos los pacientes de primera consulta y los
de controles sucesivos. A los estudiantes, a los más deslucidos, se nos
confiaban los primeros; ignoro el porqué, ¿no debían ser de los
profesores para que observándolos aprendiéramos directamente de su arte?
Cuatro escritorios se enfrentaban con sus correspondientes sillas. Era
allí donde comenzábamos a interrelacionarnos con el hombre enfermo y sus
amenazantes penas. Me agradaba escuchar sus relatos, apreciar su
cortesía como quitarse el sombrero de cogollo ante nuestra presencia,
apretar sus manos encallecidas por el trabajo bruto, conocer de qué
distante sitio del país provenían y el lenguaje a veces inextricable que
empleaban, que arrastraba palabras del español del Siglo de Oro y otras
producto de la deformación del tiempo y la ignorancia; por ejemplo, ansina, en lugar de así, mesmo por mismo, endilgar por encaminar, vide por vi, agora por ahora, esguazar por desguazar, aguaitar en vez mirar, opado
por tener los párpados hinchados... Y todo aquel conocimiento me lo
daban sin regateos y de balde. Era pues necesario conocerlo para así
hacer contacto efectivo con sus necesidades, disecar el contenido de sus
quejas y traducirlo en términos de enfermedad… Para entonces, poco
conocíamos del ¨pathos¨ o sufrimiento humano normal de una
persona; ese sufrimiento existencial único del ser persona habitante de
este mundo y contrario al otro, el sufrimiento patológico o mórbido en
todo su significado, tema desconocido que el Maestro Otto Lima Gómez nos
habría de insuflar con sus prédicas y con su praxis. Yo en lo
particular, era objeto de urgentes e inclementes críticas, ¨¡Debes
hacerlo con prontitud!, ¨¡Muci, tu si eres roñero, te tardas mucho con
cada paciente…!¨ Una y otra vez me juraba que una vez que tuviera mi
propia consulta, me tomaría todo el tiempo que me viniese en gana –así
de retrechero me afirmaba para mis adentros- y así fue y así ha sido
siempre. Tragedias muy orgánicas pero también muy emocionales, comedias y
tragicomedias se embrazan en mi consulta. Trato de comprender el
significado de la queja «orgánica» y hurgo dentro de las vidas hasta
donde el recato me lo permita, pues tantas veces, tras el ruido de la
hojarasca de sus lamentos, suele hallarse la verdad negada, el temor
oculto, el miedo de sufrir y de morir…: la verdad más verdadera. Desde
entonces se me había revelado que desde la Antigua Grecia la palabra era
un recurso terapéutico principalísimo que la prisa y el tráfago propio
de nuestros convulsionados días nos impiden y nos niegan…
Cuando
se ha ejercido la medicina por más de media centuria ya no podemos
saber los orígenes de nuestras maneras de pensar, suerte de mixtura de
convivencia con nuestros padres y hermanos, nuestros maestros,
conversaciones con nuestros pacientes, lecturas, conferencias asistidas,
libros leídos, conversaciones con colegas, estudiantes, hasta sesiones
personales de psicoanálisis, que influencian, van modelando nuestras
ideas y nuestro comportamiento como esa deseable pátina que cubre las
cosas nobles. En mis primeros pinitos por la medicina interna, a raíz de
una crisis de pánico, una crisis existencial, inicié un psicoanálisis
ortodoxo, técnica de conocimiento interior que era entonces muy
criticada y vilipendiada por los psiquiatras de mi hospital, ¡pamplinas
-exclamaban-, eso no sirve más!, tal vez porque para ellos y para mí no
era fácil de descubrir como no fuera con mucho dolor y pena, las propias
miserias; así que mantenía muy en privado lo que hacía. En aquellos
tiempos y por mi comprensible inmadurez de aun adolescente y médico
recién graduado, mantenía entonces mi psicoanálisis en secreto porque no
quería que nadie se enterara de que poseía una suerte de ¨mente
contrahecha y repugnante¨, casi que un estigma, y sólo un amigo muy
cercano, bioquímico para más señas, que conocía mi oculta verdad, me
aseguraba de la necedad de continuar mi psicoanálisis donde cada tarde
sólo un dolor mental terebrante y continuado salía a flote y mis
moderados recursos económicos se esfumaban, siendo que con una simple
pastilla producto del ingenio humano, de un conjunto de ¨moléculas de la
mente¨, tal como si fuera un hipertenso o un diabético, acabaría con
todas mis penurias…
Comenzaban
a aparecer los llamados psicofármacos que proclamaban curación de todos
los males del alma y se decía que la nueva psicofarmacología había
cambiado el paradigma de ¨culpar a la madre¨, pues desde tiempos
de Freud se aceptaba que los desórdenes mentales se enraizaban en
experiencias traumáticas en el seno de la familia y particularmente en
la relación con la madre; pero era innegable que el péndulo de las
creencias se había movido peligrosamente en el sentido opuesto para
negar de plano y del todo el delito del amor incestuoso por la madre y
pasar ahora a ¨culpar al cerebro¨ -concepto más frío, ¨más
científico¨, menos conflictivo y mucho más aceptable-, en cuyas
intrincadas redes y al favor de un desbalance químico de
neurotransmisores se generaba todo sesgo mental; así, la esquizofrenia
se producía simplemente por exceso del neurotransmisor dopamina –eso
podíamos aceptarlo-, y la depresión, a deficiencia del neurotransmisor
serotonina –eso también podíamos aceptarlo-; la ansiedad y otras
disfunciones mentales serían así atribuidas al arrochelamiento de otros
neurotransmisores. Pero la química cerebral no solo tendría que ver con
lo anormal sino también con la explicación de las variaciones normales
de toda personalidad o del comportamiento; normalidad observada desde
entonces con sospecha y muchas veces vistas con tufo a borderline que traía aparejada la creciente marea de la medicalización de la vida cotidiana.
¿Quería decir esto que yo había perdido mi tiempo recostado en el
sillón del psicoanalista por tantos años…? ¿Quería ello decir que mi
biografía no tenía nada que ver con aquellos síntomas tan extraños,
terroríficos y recurrentes que me asaltaban cuando menos lo pensaba o
con aquellas otras oportunidades en que me sentía deprimido, agitado o
nervioso…? Mi hogar, mis padres, mis numerosos hermanos, el ambiente
donde crecí, mi carácter acomplejado, retraído y tan tímido, mis
experiencias más tempranas, mis magros éxitos y numerosísimos fracasos,
¿es que nada tuvieron que ver…? Pero, ocurría que ahora más interesaba
la condición patológica que la persona: ¨el todo orgánico¨, el milieu
neuronal y su árbol dendrítico y sus distorsiones, sencillamente
producto de un desbalance de neurotransmisores y por tanto el santo
grial a buscar con ímpetu implicaría olvidar el contacto humano, la
palabra como recurso terapéutico y emprender la investigación de
¨misiles inteligentes¨, de ¨balas mágicas¨, de mensajeros químicos tan
despabilados que por arte de magia arreglarían el entuerto con una sola
receta; pero, ¿y qué tal que la medicación sólo produjera ¨cambios
cosméticos¨, modificaciones artificiales en la fachada de la
personalidad, tan solo lechadas de cal sobre una percudida tapia de
barro y por ello deberíamos consumir drogas a perpetuidad so pena de
perder ese barniz de oropel que oculta traumas y conflictos no
resueltos…?
La
era moderna nos ha traído las drogas psicoterapéuticas agrupadas como
antipsicóticos –antiesquizofrénicos-, neurolépticos, ansiolíticos
(sedantes o tranquilizantes menores) y estabilizadores del humor como el
litio, primariamente empleado para reconciliar el vaivén entre la manía
y la depresión, esos enfermos indignamente llamados «bipolares». Pero
por ahí vino también el Largactil® o clorpromazina con sus maravillosos
efectos de aquietar olas encrespadas y los rayos y centellas enviados
por Zeus, pero al mismo tiempo y en ocasiones nos dejaba a Némesis, diosa de la venganza, la fortuna y la justicia portadora
del castigo: el parkinsonismo y otros trastornos extrapiramidales del
movimiento como efectos secundarios indeseables. Dígame usted la
experiencia, golpeante y terrible de presenciar una discinesia tardía,
punición inducida por neurolépticos, un trastorno motor asociado a
tratamientos prolongados o a dosis altas de estos novísimos
antagonistas dopaminérgicos, ¨simple¨ efecto colateral de la
droga con sus grotescos movimientos de la boca, y parecido a un tic
recurrente, la protrusión involuntaria y extrema de la lengua … Pero a
ello pronto los médicos nos acostumbramos para no lidiar con los dolores
del paciente, que si a ver vamos, retrata, calca, imita los nuestros y
eso, sí que no lo podemos tolerar… Las compañías farmacéuticas han
tenido una enorme influencia en la promoción de estos mensajes
¨milagrosos¨ tanto a médicos como a potenciales consumidores de sus
drogas... Prozac® ¨la píldora de la felicidad¨: ahora eche un pie y no
se preocupe, que el mundo sigue andando…
Jamás
en la historia se había hablado tanto de ningún otro libro de medicina
como de la última versión del Manual de Diagnóstico y Estadístico de los
Trastornos Mentales (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, DSM-5),
la denominada ¨Biblia de la Psiquiatría¨, que inició su lanzamiento
inmerso en un momento en que la comunidad científica, los profesionales y
el gran público general mostraban su preocupación ante los cambios en
el quehacer de la psiquiatría. A este respecto no debe ser pasado por
alto que el precio del manual asciende a $199, cifra muy superior a la
de su versión anterior, constituyendo la principal fuente de ingresos de
la Asociación Americana de Psiquiatría.
El debate,
erróneamente reducido y explicado -en algunos medios de comunicación-
como un enfrentamiento entre profesionales de la psiquiatría y la
psicología, nace del mismo gremio de la psiquiatría. De hecho, uno de
los más acérrimos opositores al DSM-5 es Allen Frances, psiquiatra y
presidente del grupo de trabajo del DSM-IV (la versión anterior), quien
desde hace varios años lleva manifestando su recelo hacia la ampliación
de diagnósticos que recoge el DSM-5. En un artículo del Psychiatric Times, del 26 de junio de 2009, Frances ya escribía: "el
DSM-5 será una bonanza para la industria farmacéutica, pero a costa de
un enorme sufrimiento para los nuevos pacientes falsos positivos que
queden atrapados en la excesiva amplia red del DSM-5".
Tan
sólo unas semanas antes de la presentación oficial del DSM-5, Insel
emitió un comunicado en el que lo criticaba, y anunciaba que el NIMH se
desligaba de este sistema de clasificación, alentando públicamente a los
científicos a no utilizarlo y anunciando su pretensión de desarrollar
un nuevo sistema de diagnóstico basado en biomarcadores y no en juicios
clínicos (denominado Research Domain Criteria). En sus declaraciones, Insel desprestigiaba el manual de la Asociación Americana de Psiquiatría al afirmar que el DSM “no se puede considerar una biblia, sino tan sólo un diccionario”.
Unos días después, el 6 de mayo, el presidente del Grupo de Trabajo del
DSM-5 de la Asociación de Americana de Psiquiatría, David Kupfer,
respondiendo a dichas afirmaciones, expresaba sus recelos hacia el
modelo biologicista que defiende el director del NIMH, teniendo en
cuenta la falta de evidencias tras más de 30 años de investigación: “hemos
estado diciendo a los pacientes durante varias décadas que estamos a la
espera de encontrar unos biomarcadores. Todavía seguimos esperando.
Finalmente, en un intento de volver las aguas a su cauce, el NIMH
publicó una declaración conjunta con la Asociación Americana de
Psiquiatría, aclarando que ambas instituciones comparten su compromiso
de mejorar el diagnóstico y el tratamiento de los trastornos mentales: “Los
pacientes, las familias y las aseguradoras pueden estar seguros de que
existen tratamientos eficaces disponibles y que el DSM es el recurso
clave para ofrecer la mejor atención disponible”, reza dicha declaración.
No
obstante, la polémica -lejos de disolverse- ha disparado un aluvión de
críticas y debates en todo el mundo, y prueba de ello es que los grandes
medios de comunicación internacionales, como The New York Times, The Guardian, The Economist, Daily News o Scientific American,
se han hecho eco de las distintas opiniones vertidas por los expertos
hacia este manual. En tan sólo un mes, salieron a la venta dos libros, “Saving Normal” (de F. Allen) y “The Book of Woe” (de
Gary Greenberg), se han publicado cientos de artículos y se han lanzado
importantes campañas de recogida de firmas a escala mundial,
advirtiendo de los peligros que entraña el uso del DSM-5 y solicitando
la abolición de los sistemas de clasificación diagnóstica. Una visita
por Youtube https://www.youtube.com/watch?v=JCuNVVU_yH4, puede introducirle en la polémica y serle de gran utilidad.
El
debate está dividiendo al gremio de la psiquiatría y aunque el punto
candente se sitúa en EE.UU., se está extendiendo con rapidez en Europa,
-sobre todo, en el Reino Unido- e incluso está calando de lleno en el
mundo árabe. De esta manera, la cadena de TV Al Jazeera emitió una
entrevista con Robert Whitaker, periodista de investigación experto en
el área de la medicina y la ciencia, y autor del libro Anatomy of an Epidemic (Anatomía de una epidemia) y Allen Frances. En dicha entrevista, Allen Frances apuntó que los diagnósticos “siempre se expanden, nunca se reducen” y
se abordaron aspectos tan trascendentes como los perjuicios que genera
la expansión de las categorías diagnósticas y su asociación con el
aumento de la medicalización de la población.
El
debate mundial que ha abierto el cuestionamiento del DSM-5 supone un
replanteamiento de los cimientos en los que se sustenta la psiquiatría,
por lo que está siendo considerado como una revolución histórica en
salud mental. Sin embargo, llama la atención que en nuestro país este
tema aún no haya tenido repercusión médica alguna especialmente en el
ámbito de la psiquiatría y la psicología, a y la exposición mediática
que se merece.
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Colofón
Las
teorías químicas de los desórdenes mentales son particularmente
seductoras y sugieren que existiendo una simple explicación para un
problema tenido como complejo y a menudo recalcitrante al tratamiento,
también existiría una solución cabalística, algo parecido al pensamiento
mágico de mi buen jardinero Grinolfo. Vivimos en tiempos de poca
tolerancia a la ambigüedad y a la incertidumbre, y por tanto, queremos
sin devaneos ir directo a la solución, y allí, nos espera un gordo calvo
y bonachón con chaleco, leontina y un tabaco a la diestra: es la
industria farmacéutica que vende al contado y que en connivencia con
psicólogos y psiquiatras complace nuestros deseos y nos suple la panacea
al cambio de unos cuantos ochavos o maravedíes. En las últimas décadas
se han escrito libros que no solo exageran la capacidad de las drogas
terapéuticas para curar los desórdenes mentales sino que proclaman que
las mismas pueden producir cambios o modificaciones de la ¨personalidad¨
solo ajustando algún tornillo bioquímico, según el caso, media vuelta a
la derecha o a la izquierda, tal como en un artilugio de relojería o en
una simple bomba aspirante-impelente, lo que liberaría un conjunto de
finos y benéficos neurotransmisores que por desgracia sólo realizarán
¨ajustes cosméticos¨ mientras la procesión sigue por dentro y los deudos
expulsan mocos incontenibles. Teoría no más válida que aquellas teorías
hipocráticas que resolvían el problema ajustando el balance de los
cuatro humores básicos: sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla.
Pero es más, esas nuevas teorías son a juro aceptadas como verdaderas y
los libros y la propaganda millonaria de la industria que mueve los
cordajes del guiñol, han determinado que la personalidad y la salud
mental están determinadas ¨completamente¨ por esos niveles de
neurotransmisores enloquecidos que pueden ser ¨metidos en el corral¨ por
arte de novísimas píldoras… Así, su efectividad es consistentemente
exagerada presentándose anécdotas de ¨curaciones milagrosas¨ y sus
efectos colaterales o nocivos son simplemente minimizados. Robert Whitaker el periodista estadounidense y escritor ya mencionado, que escribe principalmente sobre la medicina, la ciencia y la historia, establece
que tanto los antidepresivos como la mayoría de los fármacos
psicoactivos no son sólo ineficaces, sino perjudiciales; además,
advierte de los peligros que adquiere la escalada de consumo de
psicofármacos en la que se ve inmersa la mayor parte de los pacientes;
una espiral de consumo de la que es extremadamente difícil volver a
salir y trae a colación las declaraciones de Steve Hyman, exdirector del
National Institute of Mental Health (NIMH) de EE.UU. y hasta
hace poco rector de la Universidad de Harvard, quien reconoció que el
consumo de fármacos psicoactivos prolongado en el tiempo, produce "alteraciones sustanciales y de larga duración en la función neuronal". Pero además, para
Whitaker el problema no termina aquí, ya que una vez que el paciente
comienza a presentar efectos secundarios derivados del consumo de
psicofármacos, a menudo acude al médico en busca de un tratamiento para
aliviar estos nuevos síntomas, de tal manera que la mayoría de los
pacientes acaban consumiendo un coctel de psicofármacos para un coctel de diagnósticos. Este
consumo abusivo de psicofármacos da lugar a una atrofia cerebral, tal y
como ha quedado de manifiesto en los estudios realizados por Nancy
Andreasen, una prestigiosa neurocientífica y psiquiatra que ha sido
galardonada por su línea de investigación en el análisis del
funcionamiento neuronal de personas con trastornos mentales a través de
técnicas de neuroimagen. Según uno de los hallazgos del equipo de
Andreasen, el consumo de psicofármacos está asociado atrofia o
"encogimiento" del cerebro y este efecto está directamente relacionado
con la dosis y la duración del tratamiento farmacológico. En declaraciones al New York Times, Andreasen señaló que "el
consumo de psicofármacos impide que la corteza prefrontal reciba la
entrada de lo que necesita y empieza a experimentar apagones. Lo que se
traduce en síntomas psicóticos. Esto también hace que la corteza
prefrontal se atrofie lentamente". Pienso que tenemos que dejar de creer que los psicofármacos son el mejor y único tratamiento para la enfermedad mental
y el sufrimiento psicológico. Tanto la psicoterapia como el ejercicio
físico han demostrado ser tan eficaces para la depresión como los
psicofármacos y sus efectos son más duraderos; sin embargo, por
desgracia, no existe una industria para impulsar estas alternativas;
todo lo contrario, aquello que proféticamente denunciaba Iván Ilich en
su libro «Némesis Médica» (1975) sobre la ¨medicalización de la vida¨ es
un monstruo de mil cabezas que apenas muestra sus numerosas fauces que expelen fuegos de iatrogénesis o transmisión contagiosa de enfermedades por la profesión médica (del griego iatrós, médico).
Ivan Ilich. ¨Némesis médica, expropiación de la salud¨ Barral, 1975
La
historia de la medicina está llena de ejemplos de cuán sencillo puede
sobrevenir la confusión y el extravío cuando generalizaciones se
realizan sobre bases de informes anecdóticos o de teorías forjadas, y
aún, cuando entran en conflicto con intereses espurios como los
puramente económicos. Por ello, sigue siendo de gran importancia evaluar
fríamente las evidencias y argumentos –retirando la mano peluda de la
industria, por supuesto- que soportan las teorías químicas hoy día
prevalentes en los ¨desórdenes¨ o las ¨condiciones¨ mentales
supuestamente causados por errores solucionables con drogas
terapéuticas. Porque la evidencia señala, aun cuando la teoría pueda ser
inexacta o errónea, que las grandes compañías farmacéuticas y de
seguros ejercerán presión para que confiemos más y más en las drogas y
menos y menos en el contacto humano, en la interacción sanadora con el
paciente y sus angustias y temores, presente en nuestro armamentario
terapéutico desde la Antigua Grecia hasta que un negocio de ¡ochenta mil millones de dólares al año!, siga forjando ¨condiciones mentales¨
donde siendo todos enfermos, quepamos todos los seres humanos... Las
compañías evitarán pagar por una adecuada psicoterapia, pero de mil
amores compensarán a los médicos con aquello sólo absolutamente
necesario para indicar tratamientos farmacológicos mediante una revisión
mensual que no se prolongue más allá de los 10 o 15 minutos para
ejecutar el ¨ajuste¨ de las dosis y ya... Total, todo queda en casa y el
pobre paciente, tan confiado él, quedará en manos de la ¨ciencia¨, sus
exageraciones, sus dislates, su perversidad, su frialdad afectiva y su
desmesurado interés por el vil metal…
Entonces,
entre la negada culpa de la madre y el mito de la esperanza de la
bioquímica y sus neurotransmisores villanos y salvadores a la misma vez,
¿dónde se ubica el paciente…? Bien, estoy satisfecho, creo que no perdí
mi tiempo…