-Alberto Rodríguez Barrera-
(CHAVISMO A LA PICARESCA O MUCHO CAMISÓN PA’PETRA
Cuando el orden no procede de la libertad, ésta
se sacrifica a un orden impuesto, y la sumisión pareciera ser la forma
de vida natural para el individuo, manteniéndose la ficción de que esta
esclavitud es libremente aceptada. Así fue desde el siglo 16 y
principios del 17, cuando la novela picaresca española se constituyó en
el reflejo de una desesperada época de empobrecimiento, en una evasión
de la angustia de esa miseria y pobreza. El pícaro pone el dedo en la
llaga y hurga el mal con actitud de resentimiento; se venga de su propia
vida, contándola. Como nuevo género, desnuda la desvergüenza cáustica y
complace la descripción descarnada de lo podrido y ruin.
La literatura picaresca extrae sus tipos de las capas bajas de la sociedad, gente que intenta vivir al margen de las leyes; subsisten sirviendo a amos de distinta condición; dando plazos al hambre por medio de tretas o astucias; entre hurtos y humillaciones, burlas y veras trágicas, encuentran lo indispensable para la más pobre subsistencia; dándose a aventuras que dependen del ingenio, la imaginación y la falta de escrúpulos. El género tomó el nombre después de la aparición del Lazarillo de Tormes. Según Covarrubias, por pícaro se designa al habitante de Picardía, sucio, roto y viejo. Ninguna literatura ha sido tan atrozmente lúcida ni tan deliberadamente pesimista como la picaresca. “Este camino recorre el mundo… Que nadie espere mejor tiempo, ni nadie se imagine que mejor fue el pasado…El primer padre ya fue desleal…” (Guzmán de Alfareche.)
En medio de un infierno donde los grandes se comen a los chicos, se
trata de que cada cual siga su estrella. Tirando como se pueda: imitar a
los otros, dominarse, saber ser, y como dice el pícaro: “usufructuario
de su vida”, implicando que la vida no nos llega de una providencia
trascendental, que depende más de las circunstancias, a las cuales se la
arrancamos o nos entendemos con ellas, colaborando con ellas, porque
solo estamos el mundo y yo; “¡viva el mundo y yo!”, dice el granuja,
grito que lanzará más tarde Rastignac, otro héroe de novela, salido del
seno de una sociedad igualmente en descomposición. El granuja del siglo
16 sólo quiere ir viviendo, le basta con comer; está contento, no
trabaja, canta y se ocupa de operaciones non sanctas. “¿Señor…¿será vuesa merced un ladrón?” “Sí, para servir a Dios y a las
buenas gentes…” (Rinconete y Cortadillo.)
“Oh, pícaros de cocina, sucios, gordos y lucios; pobres fingidos,
tullidos falsos, cicateruelos de Zocodover y de la plaza de Madrid,
ampulosos rezadores, esportilleros de Sevilla, mandilejos del hampa, con
la caterva innumerable que se encierra debajo de este nombre pícaro.
Bajad el toldo, animad el brío, no os llaméis pícaros si no habéis
pasado dos cursos en la academia de la pesca de atunes; allí está en su
cetro el trabajo junto con la poltronería; allí está en la suciedad
limpia, la gordura rolliza, la hambre pronta, la hartura abundante, sin
disfraz el vicio, el juego siempre, las pendencias por momentos, las
muertes por puntos, las pullas a cada paso, los bailes como en las
bodas, las seguidillas como en estampa, los romances con estribos, la
poesía sin acciones; allí se canta, allí se reniega, acullá se riñe, acá
se juega, y por tanto se hurta; allí campea la libertad y luce el
trabajo, allí van
o envían a muchos padres principales a buscar a sus hijos, y los
hallan; y tanto sienten ser sacados de aquella vida, como si los
llevaran a la muerte.” (La Ilustre Fregona.)
Bajo la pluma de Cervantes el infierno en que está hundido Guzmán de Alfareche
se convierte en un paraíso. ¿Se burla Cervantes? ¿Es ello un sarcasmo?
¿Una nueva forma de ironía y ambigüedad? En todo caso, llegamos al final
de la experiencia dialéctica de la obra cervantina. El ideal, la
ilusión, el sueño sonambúlico, el sueño despierto, el romance pastoril,
son rechazados, abolidos. Sombras y humos. Cervantes es un hombre pobre,
muy pobre y muy solo, frente a una realidad terrible que le arrastra de
cárcel en cárcel, con su familia, sus preocupaciones mezquinas, sus
dificultades y apuros. Triste mundo este mundo nuevo que otros han
saludado con tanta alegría y que anunciaba el conocimiento del planeta,
del cuerpo humano, de la materia, de la vida, y de la emancipación del
pensamiento; el reinado de la naturaleza y de la razón. Más triste
todavía cuando se penetra en el fondo de las capas inferiores
de la sociedad, entre aquellos que no tienen nada, excepto su ingenio y
su falta de escrúpulos. Las ilusiones están muertas. Pero en el corazón
de esta real realidad, la imaginación despierta, dispuesta a soñar con
una sonrisa: muerto el ideal caballeresco, queda el picaresco, la edad
de oro de los aventureros y mendigos.
La Vida de Guzmán de Alfareche, de Mateo Alemán, toma del Lazarillo de Tormes,
germen del género picaresco, la forma narrativa autobiográfica, la
sucesión de ambiente y la pintura de cuadros de hambre y sordidez moral.
Pero va más allá, adquiere más movilidad y nuevos elementos, como la
digresión moral, la acumulación de formas y temas que viajan a través de
diversos medios sociales y a través de la vida; estructura que van a
seguir todos los novelistas posteriores, incluyendo a Cervantes (el Quijote se publica pocos años después). El Guzmán
está empapado de amargura y desengaño, con una crítica directa a las
condiciones sociales de España; la novela picaresca se multiplica luego
siguiendo el patrón fijado por Alemán, incorporándose definitivamente a
la tradición de la novela moderna.
Se sigue el patrón del genero con la aparición de La historia de la vida del Buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagabundos y tacaños, de Francisco de Quevedo, que refleja la evolución del Barroco en España: concentración e intensificación. Aquí se pierde fluidez narrativa, reduciéndose a cuadros y personajes genéricos. La pintura de la vida es mucho más cruel; Pablos no tiene la ingenuidad de Lázaro, ni es el pícaro filósofo como Guzmán; es el pícaro puro, completamente insensible y amoral. En el Buscón se agotan las posibilidades de la picaresca. De ahí Quevedo pasa a los Sueños o fantasías morales, ideas y conceptos más alucinantes. Con la idea siempre presente de la muerte, trasponiendo a los infiernos el espectáculo de la vida humana, con inventiva enorme y un furor imaginativo pocas veces visto en la literatura; un cuadro satírico de la sociedad en el que no hay oficio, defecto físico o moral, idea o sentimiento que no esté representado de manera grotesca, vivaz, gesticulante. El estoicismo, la negación de la vida, es en él más absoluto que en ninguna de sus obras ascéticas. En el estilo, el conceptismo de lo cómico es aun más exagerado que el del Buscón; la pintura del hombre y la sociedad, más caricaturesca.
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