Robert Gilles Redondo
Conversaba con una señora cuya mirada castaña se clavó en mi
rostro para pronunciar una frase que motiva mi reflexión: “Ay hijo, ojala entendieras que estamos atrapados. Lo que nos queda es
irnos de Venezuela y no volver a ella”, afirmación exacta, aunque quizá temeraria
que fue para mí una voz teñida desesperanza, de escándalo, de frustración.
Recordé a Olavarría cuando afirmó una vez que nuestra historia ha sido una
secuencia de frustraciones pero no de fracasos ni de errores; y es que en la
realidad no podemos resignarnos ni mucho menos desfallecer en la lucha de
recuperar nuestra patria de las garras de un régimen totalitario, parricida,
prevaricador, opresivo y narco que nos condujo a un Estado fallido y forajido.
Siempre en mis reflexiones he insistido que debemos llamar las cosas por sus
nombres, sobre todo ahora que en Venezuela no vivimos en democracia y quien
piense que aún queda algo de ella está muy equivocado. Igual se aplica para
quienes sólo tienen la respuesta electoral frente a la ingente crisis que vive la
agonizante República, la salida no puede reducirse a los lapsos electorales,
debemos seguir allanando el camino para la transición porque si algo debemos
tener muy claro es que al final de dieciséis años socialistas el modelo colapso
y el sueño chavista ya no tiene viabilidad ni adeptos.
Situación sin duda paradójica la que se plantea a
los venezolanos de hoy: no somos felices. Es cierto y tenemos derecho a sentir
a Venezuela lejana y ajena porque, entre demagogos utopistas que confabulan
diariamente golpes de estados en las redes sociales y líderes políticos
obtusos, continuamos atrapados en esta amarga tragedia nacional. Habrá que recordar a los portadores
de la confianza social, llamados líderes, que el sentido de la responsabilidad
histórica está en este momento por encima de los intereses mezquinos que
determinada cuota de poder les consagra. En este punto, quien siga secundando
por omisión o porque le conviene al régimen condena al país a retroceder en una
secuencia sinfín.
A pesar de todo, hay que apostar alto y claro por el futuro
de Venezuela. Despleguemos pues todas las banderas de las esperanzas. Si bien
la desesperanza planea sobre el futuro común e individual de cada venezolano y
sobre el destino de nuestra República, construida desde hace dos siglos con mucho
sacrificio y no menos fatiga heroica, tenemos que hacer un esfuerzo para creer
no sé si “otra vez” o por primera vez en nosotros mismos como ciudadanos, que
no merecemos seguir en esta pesadilla.
Mi generación no se resigna ni se rinde por la razón más
poderosa que le puede asistir: está en juego perder o ganar el futuro. Aunque la
patria se desangre todos los días en los aeropuertos llenos de jóvenes con
miradas perdidas porque deben irse. Venezuela tiene que significar democracia,
modernidad, prosperidad, alegría y paz. Por eso ala juventud nos duele más que
a nadie el proyecto todavía inconcluso de salvar a Venezuela de este régimen.
No es un empeño demente, desquiciado o sinsentido el querer y
necesitar defenestrar al régimen de Nicolás Maduro. Aquí, como tantas otras
veces, conviene escuchar a Baltazar Gracián: antes de decidir, “hay que
enterarse de los asuntos”. Enterémonos de qué es Venezuela en este momento, en
sus madrugadas, en sus mediodías, en sus tardes soleadas y en las noches
desoladas, donde los ciudadanos pierden la vida en todos los sentidos. La
Venezuela que se hace a cada instante en la calle es lo único que tenemos y
semejante suerte no puede seguir dirigiendo el derrotero de nuestro destino nacional.
La Venezuela que sobrevive pese al mortal corrosivo ideológico de un régimen comunista
cuyo objetivo ha sido disolver los valores y el sistema de creencias que
durante dos siglos hemos ido construyendo. Es a esta Venezuela a la que le debemos
hablar para que el ondear de la bandera de la esperanza conmueva los ánimos
para que nadie desfallezca.
El anacrónico modelo castro-comunista que asaltó el poder con
Hugo Chávez en 1998, por medio de una democracia sentenciada a muerte por la generación
anterior, ha colapsado. Y con él el país. Es el momento de actuar antes que sea
demasiado tarde y se cierren de manera definitiva las puertas del horizonte.
Una vez más debo gritar mi paráfrasis a William Faulkner: ME
NIEGO A DEJAR DE CREER EN VENEZUELA. Me niego a que los venezolanos no podamos
abrazarnos en libertad para decirnos a los ojos “nunca más”.