Las Fuerzas Armadas, pilar del chavismo, están
fragmentadas en logias.
Los militares prefieren tutelar entre bastidores a
intervenir de forma abierta
La petrolera estatal PDVSA y
las Fuerzas Armadas son las dos instituciones que han servido de
columnas para la revolución bolivariana desde que Hugo Chávez obtuvo el
poder en 1998. Una aporta el poder financiero de los petrodólares y la
capacidad real para ejecutar los sueños de redención social que el
chavismo encarna; la otra, no solo el poder de fuego sino, además, sus
capacidades logísticas y de gestión.
Ambas
son agujeros negros, inescrutables tanto para el público como para los
otros poderes del Estado. Pero mientras la petrolera tiene una cara
visible, la del ministro de Energía y presidente corporativo, Rafael
Ramírez, del sector
militar solo se sabe que es un archipiélago de logias agrupadas en
torno a criterios de lealtad a liderazgos, de conveniencia económica y
de principios profesionales e ideológicos.
Hay
un consenso en que todos esos grupos quedarán amalgamados en caso de
que la transición que se inicia el próximo 10 de enero, cuando se espera
que Hugo Chávez no sea capaz de presentarse a su juramento como
presidente de Venezuela para el período 2013-2019, desborde los cauces
institucionales y de que la necesidad de restablecer el orden público
por la disuasión o por la fuerza exija, entonces, un espíritu de cuerpo.
Pero ese sería el último escenario. En general, la oficialidad prefiere
evitar intervenciones abiertas. Las ocasiones en las que desde el 27 de
febrero de 1989 se vio obligada a cumplir funciones de represión, el
costo para la institución ha sido alto, en términos de resquebrajaduras
de la disciplina interna y de causas judiciales abiertas a uniformados
que sienten haber sido abandonados a su suerte por el sector civil de la
política. Además, tal exposición colocaría a los militares en el punto
de mira de la comunidad internacional, que dispone de expedientes sobre
actividades ilícitas y violaciones de los derechos humanos suficientes
para ejercer presión sobre algunas de sus figuras claves.
Así
que el papel que se espera de las Fuerzas Armadas conformaría una
especie de “escenario egipcio”, en el que los militares tras bastidores
definirían las “rayas rojas” hasta donde se podrían tolerar las
indefiniciones y el desorden. La tutela vigilante por parte de las
Fuerzas Armadas, en medio de una transición constitucional del poder,
supondría un reordenamiento interno para dirimir quién llevaría la voz
cantante de esa supervisión. ¿Quiénes estarán en liza? Lo seguro es que
las facciones más proclives a representar la opinión castrense durante
la crisis mantienen su fidelidad al proceso bolivariano, bien por
convicción política o por una sujeción más abstracta al hilo
constitucional. Aun así, se pueden reconocer matices que diferencian a
tres grupos, que de manera esquemática se pueden rotular como los
Ideologizados, los Pragmáticos y los Institucionalistas.
De los primeros, el representante actual es el ministro de Defensa en funciones, almirante Diego Molero.
Resulta significativo que Chávez, sabedor del trance de salud que
enfrentaba, lo haya nombrado para el cargo en octubre pasado. ¿Por qué
confiar en Molero en un momento tan delicado? Tal vez por su declarada
convicción socialista. Según algunas fuentes, el nombramiento de Molero
encontró resistencia en los cuarteles. Se trata de un oficial con
escasas credenciales profesionales —ocupó el puesto 53 entre 56
graduados de su promoción— y sin respaldo entre las tropas. Su ascenso
tuvo que ver con las encendidas proclamas políticas. La enfermedad de
Chávez, no obstante, lo deja en posición de debilidad. De hecho, el
presidente apenas alcanzó a juramentarlo el 10 de diciembre, dos meses
después de su designación, y a minutos de queChávez partiera a La Habana para ser operado. De
modo que el líder no tuvo oportunidad para legitimarlo entre sus pares,
sobre todo del Ejército, que recela de un oficial de la Armada al
frente de una cartera clave.
Molero
fue una auténtica sorpresa. Quienes parecían destinados a ocupar el
ministerio eran el general del Ejército Wilmer Barrientos, actual jefe
del Comando Estratégico Operacional (CEO), y el general Carlos Alcalá
Cordones, comandante general del Ejército. Los dos pertenecieron a la
clase de 1983 y estuvieron vinculados en su momento al MBR 200, la logia interna que en 1992 afloró con la intentona golpista conducida por Chávez y otros tres comandantes. Pero
mientras a Alcalá Cordones se le tiene por un militar
institucionalista, apegado en última instancia a los parámetros de la
profesionalidad castrense, Barrientos sería un pragmático, de la facción
dispuesta a esperar a saber de qué lado soplan los vientos para tomar
partido.
Las
virtudes de Alcalá Cordones resaltan por su aparente contraste con la
actuación de su hermano, el también general Clíver Alcalá Cordones,
comandante de la IV División Blindada, la más poderosa del Ejército con
base en Maracay, ciudad a una hora al oeste de Caracas. Clíver, que
también ha tenido puestos de comando en los Estados de Zulia y Carabobo,
no ha tenido empacho en intervenir en la política regional y está
acusado de corrupción y vínculos con el crimen organizado, hasta el
punto de quedar incluido desde este año en la lista de personas
vinculadas al narcotráfico y el terrorismo que prepara el Departamento
del Tesoro de EE UU.
También
se espera que cumplan algún papel los once oficiales en retiro
recientemente elegidos como gobernadores de Estado. Además de la
influencia personal que cada uno, en especial los generales (como los
exministros de Defensa García Carneiro y Rangel Silva, o el gobernador
del Estado de Bolívar, Rangel Gómez), pueda mantener entre las filas
castrenses, se les considera conocedores de los entresijos de la
política, un bagaje que resultará crucial en algún escenario donde se
deban tender puentes entre civiles y militares.
No
se puede descartar que en la oscuridad de la caja negra militar esté
germinando otro liderazgo aún desconocido, como lo fue el mismo Chávez
hasta la madrugada del 4 de febrero de 1992.
Las Fuerzas Armadas, pilar del chavismo, están
fragmentadas en logias.
Los militares prefieren tutelar entre bastidores a
intervenir de forma abierta
La petrolera estatal PDVSA y
las Fuerzas Armadas son las dos instituciones que han servido de
columnas para la revolución bolivariana desde que Hugo Chávez obtuvo el
poder en 1998. Una aporta el poder financiero de los petrodólares y la
capacidad real para ejecutar los sueños de redención social que el
chavismo encarna; la otra, no solo el poder de fuego sino, además, sus
capacidades logísticas y de gestión.
Ambas
son agujeros negros, inescrutables tanto para el público como para los
otros poderes del Estado. Pero mientras la petrolera tiene una cara
visible, la del ministro de Energía y presidente corporativo, Rafael
Ramírez, del sector
militar solo se sabe que es un archipiélago de logias agrupadas en
torno a criterios de lealtad a liderazgos, de conveniencia económica y
de principios profesionales e ideológicos.
Hay
un consenso en que todos esos grupos quedarán amalgamados en caso de
que la transición que se inicia el próximo 10 de enero, cuando se espera
que Hugo Chávez no sea capaz de presentarse a su juramento como
presidente de Venezuela para el período 2013-2019, desborde los cauces
institucionales y de que la necesidad de restablecer el orden público
por la disuasión o por la fuerza exija, entonces, un espíritu de cuerpo.
Pero ese sería el último escenario. En general, la oficialidad prefiere
evitar intervenciones abiertas. Las ocasiones en las que desde el 27 de
febrero de 1989 se vio obligada a cumplir funciones de represión, el
costo para la institución ha sido alto, en términos de resquebrajaduras
de la disciplina interna y de causas judiciales abiertas a uniformados
que sienten haber sido abandonados a su suerte por el sector civil de la
política. Además, tal exposición colocaría a los militares en el punto
de mira de la comunidad internacional, que dispone de expedientes sobre
actividades ilícitas y violaciones de los derechos humanos suficientes
para ejercer presión sobre algunas de sus figuras claves.
Así
que el papel que se espera de las Fuerzas Armadas conformaría una
especie de “escenario egipcio”, en el que los militares tras bastidores
definirían las “rayas rojas” hasta donde se podrían tolerar las
indefiniciones y el desorden. La tutela vigilante por parte de las
Fuerzas Armadas, en medio de una transición constitucional del poder,
supondría un reordenamiento interno para dirimir quién llevaría la voz
cantante de esa supervisión. ¿Quiénes estarán en liza? Lo seguro es que
las facciones más proclives a representar la opinión castrense durante
la crisis mantienen su fidelidad al proceso bolivariano, bien por
convicción política o por una sujeción más abstracta al hilo
constitucional. Aun así, se pueden reconocer matices que diferencian a
tres grupos, que de manera esquemática se pueden rotular como los
Ideologizados, los Pragmáticos y los Institucionalistas.
De los primeros, el representante actual es el ministro de Defensa en funciones, almirante Diego Molero.
Resulta significativo que Chávez, sabedor del trance de salud que
enfrentaba, lo haya nombrado para el cargo en octubre pasado. ¿Por qué
confiar en Molero en un momento tan delicado? Tal vez por su declarada
convicción socialista. Según algunas fuentes, el nombramiento de Molero
encontró resistencia en los cuarteles. Se trata de un oficial con
escasas credenciales profesionales —ocupó el puesto 53 entre 56
graduados de su promoción— y sin respaldo entre las tropas. Su ascenso
tuvo que ver con las encendidas proclamas políticas. La enfermedad de
Chávez, no obstante, lo deja en posición de debilidad. De hecho, el
presidente apenas alcanzó a juramentarlo el 10 de diciembre, dos meses
después de su designación, y a minutos de queChávez partiera a La Habana para ser operado. De
modo que el líder no tuvo oportunidad para legitimarlo entre sus pares,
sobre todo del Ejército, que recela de un oficial de la Armada al
frente de una cartera clave.
Molero
fue una auténtica sorpresa. Quienes parecían destinados a ocupar el
ministerio eran el general del Ejército Wilmer Barrientos, actual jefe
del Comando Estratégico Operacional (CEO), y el general Carlos Alcalá
Cordones, comandante general del Ejército. Los dos pertenecieron a la
clase de 1983 y estuvieron vinculados en su momento al MBR 200, la logia interna que en 1992 afloró con la intentona golpista conducida por Chávez y otros tres comandantes. Pero
mientras a Alcalá Cordones se le tiene por un militar
institucionalista, apegado en última instancia a los parámetros de la
profesionalidad castrense, Barrientos sería un pragmático, de la facción
dispuesta a esperar a saber de qué lado soplan los vientos para tomar
partido.
Las
virtudes de Alcalá Cordones resaltan por su aparente contraste con la
actuación de su hermano, el también general Clíver Alcalá Cordones,
comandante de la IV División Blindada, la más poderosa del Ejército con
base en Maracay, ciudad a una hora al oeste de Caracas. Clíver, que
también ha tenido puestos de comando en los Estados de Zulia y Carabobo,
no ha tenido empacho en intervenir en la política regional y está
acusado de corrupción y vínculos con el crimen organizado, hasta el
punto de quedar incluido desde este año en la lista de personas
vinculadas al narcotráfico y el terrorismo que prepara el Departamento
del Tesoro de EE UU.
También
se espera que cumplan algún papel los once oficiales en retiro
recientemente elegidos como gobernadores de Estado. Además de la
influencia personal que cada uno, en especial los generales (como los
exministros de Defensa García Carneiro y Rangel Silva, o el gobernador
del Estado de Bolívar, Rangel Gómez), pueda mantener entre las filas
castrenses, se les considera conocedores de los entresijos de la
política, un bagaje que resultará crucial en algún escenario donde se
deban tender puentes entre civiles y militares.
No
se puede descartar que en la oscuridad de la caja negra militar esté
germinando otro liderazgo aún desconocido, como lo fue el mismo Chávez
hasta la madrugada del 4 de febrero de 1992.
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