Eduardo
Gautreau de Windt
“Abatido por la nueva desgracia, no supo que hacer,
pero guiado por su irrefrenable deseo de continuar no tuvo otro camino que
mentir. Mentir fingiendo que estaba bien, que todo estaba bien, aunque tuviera
que disimular su propio miedo; mejor aún dominarlo u olvidarlo, quizás, al final,
todos y hasta él mismo se convencería que todo estaba bien. Y si no era así,
como en verdad lo era, ya vería qué se hacía al respecto.”
El párrafo anterior podría ser parte de una de las
ficciones que escribo, en mi oficio afanoso de escritor. Jamás sería parte de
un escrito o texto médico, pues en esta, por ser ciencia uno tiene que encarar
la realidad, sin mentiras o escaramuzas, por bien del paciente, por respeto a
la ciencia y por culto a la verdad. Es más, ni siquiera se permiten las
mentiras piadosas. Sin reparar en la importante necesidad que tenemos los
humanos de la mentira.
Ella, la mentira, es tan importante para la
supervivencia humana que siempre ha sido intrínseca a nosotros desde siempre.
Por eso la necesitamos. Sea como mentira en sí, directa, a la clara, o sea
dulcificada y sublimizada por la ficción; nos sirve para engañarnos
(autoengañarnos), para escapar de la
dura realidad, para pensar que hemos alcanzado la (s) utopía (s) que
eternamente deseamos, aún sin esperanzas. Nos sirve para soñar, para jugar a ser lo que no somos, pero que anhelamos ser
con todo el corazón (con el cerebro, más bien).
Recordando al célebre Platón (la realidad no es la que
percibimos con los sentidos, es otra, es distinta, lo que percibimos solo son
las apariencias), pienso que hoy, más
que antes, vivimos de las
apariencias, vivimos de y por la mentira. Basta dar una simple mirada a la
postmodernidad en la que navegamos y constatar que la publicidad, el comercio,
la política, etc., se alimentan a diario de la mentira. Es más, hoy, que la
realidad supera fácil a la literatura y al arte, temo que los “lideres” superen
a los escritores, ambos en aras de supervivir (ficción, ficción, ficción) en lo
que hacen y dicen los políticos, los artistas, los religiosos, los deportistas.
Una de las formas de llamarle a esta etapa que vivimos
también es la era de los desencantos, y al respecto la mentira juega un rol
preponderante: campeones mundiales gracias a los esteroides, reinas de belleza
fabricadas por la magia del bisturí, productos comerciales que son un fiasco
pero con el respaldo de una publicidad efectiva que mueve al consumo mediante
el lavado masivo de cerebros, y, peor todavía, políticos y gobernantes que
dicen y luego que dicen no cumplen o donde dijeron digo ahora es
diego. Por todo esto la majestad de los cargos, la honorabilidad y la
confianza en las “figuras” públicas rueda por el suelo. Ahora casi nadie cree
en nadie, no importa quien sea o que represente. Aquí o allá es lo mismo. Ayer,
Clinton ficcionó sobre sexo, hoy Ranjoy es cuestionado por sus palabras, Chávez
dijo que estaba curado (cuando todos los que sabemos algo sobre su tipo de
enfermedad teníamos fuertes dudas); aquí se nos dijo que la economía estaba
blindada y que el crecimiento era sólido y que no corríamos peligros. Bla, Bla,
bla, todo es ficción, o como diría Segismundo:
“¿Qué es la vida? Un
frenesí.
¿Qué es la vida? Una
ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
y los sueños, sueños son.
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