Libertad!

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viernes, 2 de octubre de 2009

La Híbridocracia o las Dictaduras del Siglo XXl

Fernando MiresMartes, 22 de septiembre de 2009

Cuando fue derrumbado el muro de Berlín, símbolo y materia de la Guerra Fría, muchos pensaron que la democracia como forma política no sólo se había impuesto en Europa, sino que, además, iniciaba un vertiginoso recorrido a lo largo de todo el planeta. Esa fue el tono musical del “fin de la historia” que de acuerdo a la correcta interpretación de la sinfonía hegeliana-marxista, anunciaba un futuro sin grandes contradicciones. En fin, según las versiones sociologistas de autores como Alex Giddens y Ulrich Beck, se trataba de un futuro post-político, lo que en el fondo quería significar: un futuro no político: uno en donde primarían los acuerdos por sobre los desacuerdos, la síntesis por sobre la antítesis, el consenso por sobre la contradicción. Vanas profecías.
El 11 de Septiembre del 2001 los guerreros de Dios venidos desde las montañas de Afganistán demostraron a través de la horrible masacre que la contradicción comunismo- democracia (y no comunismo- capitalismo) era sólo expresión geopolítica de una mucho mayor: la contradicción democracia- barbarie. Contradicción que desde los tiempos del milagro griego ha venido persiguiendo a los habitantes del occidente político. Efectivamente: si alguien se diera a la titánica tarea de escribir la historia universal de la democracia – y no la de la infamia, como J. L. Borges- tendría que llegar a la conclusión de que la democracia es la historia de sus interrupciones, o lo que es casi igual: de sus muchas derrotas.

1.
A diferencia de los antidemócratas del pasado que usaron la democracia como caballo de Troya para cumplir tareas antidemocráticas, los actuales enemigos políticos de la democracia necesitan de la democracia para ocultar, en nombre de la misma democracia, a las más astutas dictaduras. Esa instrumentalización de la democracia por sus enemigos es el fenómeno político que aquí denomino como híbridocracia
La híbridocracia es la forma como tienden a presentarse las dictaduras post- modernas. Como el nombre lo indica, se trata de dictaduras cruzadas con formas democráticas. ¿Por qué hablo de híbridos? He de citar a Wikipedia: “Un híbrido es el organismo vivo animal o vegetal (o político, FM) procedente del cruce de dos organismos de razas, especies o subespecies distintas, o de alguna, o más cualidades diferentes”.
Mas, nunca de los cruces resultan combinaciones perfectas. Raramente un híbrido es mitad y mitad. Los centauros, cruces de caballos y seres humanos de la mitología griega, eran más caballos que humanos. En cambio los faunos, cruces de chivos con humanos, eran más humanos que chivos. La palabra cruce tenemos que entenderla entonces en su sentido literal. En un cruce, lo que es de una especie se acerca, a veces se junta, incluso se confunde con lo que pertenece a la otra especie. Pero también se separa. De tal modo que una híbridocracia, que es el cruce de dos formas de gobierno, no se refiere a la existencia de dos identidades paralelas, sino a un cruce entre dos identidades diferentes.
Híbridos políticos han existido desde hace mucho tiempo. Por ejemplo: las monarquías parlamentarias europeas de los siglos XVlll y XlX. Hoy el híbrido predominante resulta del cruce entre una dictadura con una democracia, lo que no quiere decir que de allí surja una dictadura democrática o una democracia dictatorial (esos son contrasentidos), sino más bien una dictadura que se representa como democracia. Hay, por cierto, democracias con deformaciones dictatoriales: la Italia medial de Berlusconi o la Colombia narco-militar de Uribe, para poner ejemplos. Pero las deformaciones no son necesariamente resultados de un cruce. Se trataría en estos casos de democracias deformadas por la existencia de poderes fácticos paralelos, como son las mafias, las sectas y los organismos represivos, tanto virtuales (mediales) como reales.
Por cierto, las democracias perfectas no existen y es bueno que así sea porque si existieran no existirían las luchas por las democracias y sin éstas no habría democracias. La democracia vive de sus imperfecciones, que es lo mismo decir, de lo que excluye y no de lo que incluye. Las luchas por la democracia pueden ser así entendidas - de acuerdo a la sugerencia de Jaques Rancier- como las luchas de los excluidos para ser incluidos como incluidos y no como excluidos (La Mésentente. Politique et Philosophie, París 1995). En este sentido hay y ha habido dictaduras con aperturas democráticas y hay cada vez más dictaduras híbridas, que son las que combinan elementos dictatoriales con elementos democráticos bajo la hegemonía – la palabra hegemonía es, en este caso, importante- de los primeros. Son las dictaduras que también llamamos híbridocracia. Gobiernos híbridos son por ejemplo los de Irán, Bielorusia, Zimbawe, y en América Latina los ejemplos más claros son los de Nicaragua y Venezuela.
Para seguir con ejemplos: la híbrida morfología del gobierno de Chávez se parece más a la dictadura de Lukaschenko que a la de Fidel Castro. La dictadura cubana en cambio es, si se quiere, tradicional y, en gran medida, conservadora. Dejando las ideologías aparte –pues lo que piensan de sí las dictaduras es lo que menos sirve para analizar un fenómeno histórico- Castro está más cerca de Franco o de Pinochet –ninguno de los dos era híbrido- que de Chávez, quien sí es un perfecto híbrido político.
Fue Leon Trotsky quien para explicar la historia del capitalismo hacía mención al hecho de que éste se encontraba sujeto a un desarrollo desigual y combinado. Con ello quería decir que en las formaciones capitalistas subsisten formas no capitalistas que se representan de modo diferente de un lugar a otro. Lo mismo se podría afirmar de las democracias de nuestro tiempo. En cada democracia moderna subsisten elementos pre-modernos, incluso arcaicos y, por supuesto, no democráticos (la pena de muerte en los EE UU por ejemplo). La diferencia con la idea de Trotsky es que las formas combinadas que se dan en las dictaduras híbridas no corresponden a ningún proceso de desarrollo. Las híbridocracia contemporáneas carecen de un Thelos, lo que quiere decir: no persiguen ningún fin histórico; son un fin en sí. Desde luego, los dictadores híbridos no se cansan de simular una teleología política presentándose como forjadores de una nueva era, la del socialismo del siglo XXl por ejemplo. Pero pasan y pasan los años y del socialismo del siglo XXl no aparece ningún rastro. Lo único que se fortalece y amplía es la estructura híbrida del aparato de dominación dictatorial. El socialismo del siglo XXl es como el Godó de la obra de Ionesco: no llega y nunca llegará. Más aún, Godó, así como el socialismo del siglo XXl, sólo pueden existir bajo la condición de que no lleguen.

2.
El aparecimiento creciente de híbridocracia puede ser considerado –paradoja- como un síntoma de la hegemonía mundial de la idea de la democracia. Hay, evidentemente, un consenso internacional relativo a que la democracia es el modo de gobierno que más se adapta al Standard político mundial. En este caso la democracia ha llegado a ser algo así como un programa compatible a escala internacional: una especie de Microsoft político. Eso no quiere decir que la democracia sea el non plus ultra de las representaciones políticas habidas y por haber. Es simplemente, y repito, la representación que ha llegado a ser hegemónica o, siguiendo las mil veces citada frase de Churchill: “la peor forma de gobierno con excepción de todas las demás”. En otras palabras es, por lo menos para los occidentales, “la menos peor”, atributo que hay que tomar en serio pues ninguna forma política será la mejor de todas para siempre y jamás. En política, y en otras cosas, lo más que podemos alcanzar, dadas las limitaciones propias a la condición humana, será siempre: “lo menos peor”. Y eso ya es mucho.
En fin, la democracia ha llegado a ser en Occidente tan hegemónica como el uso de terno y corbata entre los políticos. Con ello quiero decir, además, que la democracia no sólo es una forma de gobierno sino también una forma de representación pública. Y en la arena internacional no importa tanto que un gobierno sea democrático, sino que lo parezca. Eso es lo que han logrado la mayoría de las híbridocracia de nuestro tiempo. No son democráticas, pero son reconocidas como tales y eso es, al fin, lo único que les importa.
Los gobernantes hibridocráticos son como esos nuevos ricos que se mudan desde un barrio popular a otro más “distinguido”. En el nuevo barrio, a diferencias de lo que ocurría en el anterior, no pueden andar a gritos en la calle, insultar a algún vecino y salir a tomar sol en calzoncillos. Por el contrario, deben conservar las formas. Y mientras no interfieran el orden público, serán aceptados por los nuevos vecinos, aunque todos sepan que apenas cierran la puerta de su casa, insultan a su mujer, patean al perro y escupen en el suelo. Así ocurre con los gobernantes de las híbridocracia actuales. Hacia afuera aparecen como democráticos. Hacia adentro son autocráticos.
¿En dónde reside la carta de representación democrática de las híbridocracia? La respuesta es muy sencilla: en las elecciones, nada más que en las elecciones. Esa es la razón que explica porqué las dictaduras hibridocráticas no sólo son electorales; además, son electoralistas. Muchas veces –sobre todo cuando saben que el triunfo es seguro- los gobernantes de las híbridocracia realizan elecciones fuera de fecha y programa. La elección ha sido así convertida en un medio que sirve para refrendar el poder cada vez que el autócrata lo requiere. Aunque parezca paradoja: las elecciones en las híbridocracia no son hechas para elegir sino para legitimar.
Por cierto, los hibridócratas corren el riesgo de perder una que otra elección. No todos son tan previsores como Lukaschenko o la teocracia persa quienes mandan confeccionar previamente los resultados (siguen así el ejemplo de las “democracias populares” del pasado reciente) e incluso los dan a conocer -como ocurrió en Irán- cuando la votación recién está comenzando. Los más burdos, como es el caso de Ortega, roban los votos, y lo que es peor, a ojos vista, y a quien no le gusta le dan con un bate de baseball en la cabeza. Chávez es más inteligente: si pierde, las vuelve a repetir en una fecha más favorable o, simplemente, desconoce los resultados, destituyendo de sus cargos y persiguiendo a candidatos elegidos hasta convertirlos en presos políticos o exiliados.
En cierto modo las híbridocracia han aprendido la lección impartida por los fascismos europeos. Tanto Hitler como Mussolini se hicieron del poder utilizando medios electorales. Pero la diferencia de las híbridocracia con los fascismos clásicos también es importante. Mientras estos últimos utilizaban las elecciones para hacerse del poder y luego suprimirlas, las híbridocracia no suprimen las elecciones, sólo las pervierten. Después de todo al mundo “democrático” eso no le importa. Lo importante es que se realicen elecciones cada cierto tiempo. Nada más.
Las elecciones son para las híbridocracia los impuestos que deben pagar al mundo democrático para seguir conservando el rango de democráticas. En cierto modo ellas conocen los dos dogmas de la ONU: a) el principio de no intervención (lo que significa que cada gobernante puede hacer las porquerías que estime conveniente en su nación, siempre que no las haga afuera) y b) la legitimación electoral. Las híbridocracia cumplen, por lo general, con ambos requisitos.
Los organismos internacionales, sean la EU, la OEA o la ONU, han terminado por aceptar la idea comunista de la democracia. La democracia, para los comunistas, era la representación de una dictadura de clase y luego era formal y nunca real. Las híbridocracia son, efectivamente, la dominación de una “clase en el poder” (Poulantzas) y han reducido a las democracias a su pura representación formal (electoral). En fin, de acuerdo a la ideología de las híbridocracia, las elecciones han llegado a ser el mero fetiche de la democracia.


3.
Las elecciones son el momento más vital de la política democrática, qué duda cabe. Sin elecciones no hay democracia; pero sólo con elecciones, tampoco. Sin una división clara de los poderes públicos, sin que a la oposición le sea plenamente garantizado el derecho a opinar y a reunirse públicamente, sin las garantías para una prensa libre, sin reconocimiento de los resultados electorales, no puede haber democracia, aunque todos los días haya elecciones.
Mas, ¿qué se puede decir en contra de la práctica hibridocrática si una de las naciones más democráticas del mundo, los EE UU, también realiza en los países que invade y ocupa, las prácticas más hibridocráticas que es posible imaginar? Más aún: intentan convencer al mundo que elecciones cómo las que implantan en Irak y Afganistán llevan a la democratización de esas pobres naciones.
¿A quién quieren impresionar los EE UU –me pregunto- con esas tomas televisivas donde tres o cuatro afganos o iraquíes no saben que hacer con el papel que les entregan para que aparezcan en la pantalla haciendo como que votan? ¿A quién quieren seducir con esos candidatos “made in USA”, verdaderos autómatas electorales? ¿Con ese 0,01 % de la población que se atreve a votar, mientras en las calles pavimentadas de cadáveres silban balas y explotan edificios completos? ¿Con ese presidente Karzai cuyo mayor acto de gobierno es aparecer cada cierto tiempo en las fotos, siempre con una capa más colorida y costosa que la anterior? ¿Cómo podrán criticar alguna vez a Chávez y Co., si ellos -representantes de la idea de la democracia ante el mundo- realizan elecciones para legitimar invasiones que a estas alturas no tienen ya ninguna legitimación?
Definitivamente, las invasiones cometidas por los EE UU en Afganistán e Irak han estado plagadas de obscenidades. La obscenidad más grande ocurrió sin duda con las aberraciones sexuales cometidas en las cámaras de tortura de Abrú Grhaib. La segunda es Guantánamo: ese insulto al pensamiento civilizado. La tercera son las elecciones que realizan en las zonas de ocupación. Con esas mascaradas electorales no hacen un favor a nadie. Ni a la democracia, ni a los afganos e iraquíes, y mucho menos, a los EE UU.

4.
No las dictaduras clásicas sino las híbridocracia son el peligro que amenaza a las precarias democracias de la región. Las híbridocracia –esas astucias de la razón histórica, diría Hegel- son las dictaduras del siglo XXl. Más peligrosas son si se tiene en cuenta que gozan de cierta aceptación internacional pues, de una manera u otra, las híbridocracia son dictaduras mediáticas y han logrado convencer a la opinión pública que son de “izquierda” y además, “progresistas”. Aún después de diez años hay muchos europeos que creen que Chávez y el chavismo vienen de las tradiciones más gloriosas de la izquierda venezolana, lo que cualquier venezolano que alguna vez haya tenido que ver con la izquierda, aun siendo chavista, podría desmentir rápidamente.
Basta escuchar el lenguaje “de izquierda” de Chávez y de esos militares obesos a punto de jubilar para darse cuenta que su tradición de izquierda es radicalmente impostada. En el mejor de los casos han aprendido de memoria una que otra frase de los manuales de Marta Harnecker. Más no se les puede pedir tampoco: al fin y al cabo tienen que mantener esposas e hijos que viven caro, muy caro. No obstante, la Venezuela de Chávez aparece como el eslabón más fuerte de la cadena hibridocrática. Sin embargo, como una vez destacó Alain Touraine, esa es sólo una apariencia. A Touraine corresponde el mérito de haber sido uno de los pocos sociólogos europeos que ha captado que el único gobierno del ALBA que hunde sus raíces en la tradición de izquierda y en las luchas sociales de su país, es el de Evo Morales (¿Existe una izquierda en América Latina?, Nueva Sociedad Septiembre/Octubre 2006). Ahora bien, estando de acuerdo con Touraine, quisiera radicalizar un poco más su tesis: Venezuela no es el eslabón más fuerte de la cadena hibridocrática. Pero sí es su eslabón principal o central, lo que es algo distinto. Más todavía, me atrevería a agregar que Venezuela, pese a ser el eslabón central es, a la vez, el eslabón más débil de la cadena hibridocrática del continente. ¿Cómo se entiende dicha afirmación? ¿No tiene Chávez detrás de sí a las fuerzas armadas? ¿No cuenta con el apoyo de un fuerte movimiento de masas? ¿No posee el arma fulminante del petróleo?
Militares, masa y petróleo, son los tres pilares del chavismo, hasta el punto que faltando uno sólo de ellos, no hay chavismo. Esa trilogía –militares, masa y petróleo- son la no-santísima trinidad del chavismo. Si a eso agregamos un caudillo militar mesiánico, da la impresión de que estamos frente a un gobierno invencible. No obstante, aquí sostengo: Chávez y el chavismo son perfectamente derrotables. Ese no es el caso del gobierno etnocrático de Evo Morales –aquí coincido plenamente con Touraine- cuyas raíces históricas, guste o no, son centenarias.
A fin de sustentar mi tesis del “eslabón más débil”, hay que tener en cuenta que entre el 40 y el 50 de la población votante antichavista se mantiene, después de 10 años, estable. Chávez la llama “la oligarquía” lo que numéricamente es imposible (oligarquía significa el gobierno de unos pocos). A ese porcentaje hay que agregar el sector de los indecisos, los llamados “ni-ni” a quienes Chávez no ha podido sumar a sus fuerzas. Y no se trata de que la oposición partidista a Chávez sea genial. Por el contrario, estamos hablando de una oposición que no ha dejado error sin cometer. Y si aún así Chávez no ha podido reducir ese porcentaje adverso en diez años de gobierno, significa simplemente que ya no lo logrará nunca más. Ese porcentaje -en ese punto Teodoro Petkoff tiene toda la razón- no solamente es estable, sino que muestra una tendencia al crecimiento.
Por cierto, poseer entre un 50 y un 55% de la votación a favor, es una cifra excelente para realizar un buen gobierno. Pero, y eso es lo que seguramente atormenta a Chávez, no es suficiente para hacer una revolución. En otras palabras, desde un punto de vista cuantitativo, el chavismo tocó techo. A partir de ahí el chavismo sólo puede bajar y la oposición sólo puede subir.
Pero no solamente Chávez está a punto de perder la mayoría cuantitativa. La cualitativa tampoco la tiene. Cualquier análisis electoral demostrará claramente que mientras el chavismo tiene más voto agrario que urbano, la oposición tiene más voto urbano que agrario. En términos generales, y eso fue lo que demostraron las elecciones a alcaldes y gobernadores del 2008, cuando la oposición va unida, gana en las ciudades, mientras el chavismo gana en los campos. Ello tiene una gran importancia política, pues es del entorno urbano y no del agrario donde emergen los cuadros intelectuales, técnicos, y políticos que cada gobierno necesita para gobernar con cierta eficiencia. En otras palabras, después de diez años Chávez no ha logrado ganar la batalla ideológica. Y si ha leído a Gramsci como él afirma, debe saber muy bien que sin ganar esa batalla, no se puede hacer ninguna revolución.
Si hablamos de tendencias, Chávez tiene dos alternativas. O transformar su proyecto revolucionario en un proyecto de “buen gobierno”, intentando cooptar a ciertos sectores de la oposición, que es la línea que ocasionalmente ha insinuado el ex vicepresidente Rangel, o pisa el acelerador totalitario. Eso último, hay que reconocerlo, es lo que ha venido haciendo en los últimos meses. Pero ¿están dadas las condiciones para establecer en Venezuela un régimen totalitario?
No es necesario leer a Hannah Arendt para saber que un régimen totalitario reposa sobre dos bases. La primera es poseer una visión de mundo que seduzca de un modo casi religioso a la mayoría absoluta de una nación. Como ya hemos visto esa visión de mundo no la posee el gobierno chavista a menos que alguien crea que ese enredo que ha armado Chávez con Bolívar, Jesucristo y Lenin sea una visión de mundo. No hay totalitarismo sin ideología totalitaria y los ideólogos del chavismo, que no brillan demasiado por su originalidad (basta ver lo que escriben y, sobre todo, como escriben) no han sido capaces de construir nada que de lejos se parezca a una visión de mundo.
La segunda base es la creación de un sistema político absolutamente cerrado lo que significaría que Chávez –y este es el punto decisivo- renuncie a su condición híbridocrática. Esto es, que renuncie a la línea electoral y establezca una simple dictadura militar, a la Pinochet o a la Videla. Pero eso significaría clausurar el espacio desde donde Chávez ha extraído hasta ahora su legitimación política, lo que lo llevaría a transformarse en un dictador militar de tipo “clásico”, por lo cual debería pagar un precio político elevadísimo, además del aislamiento internacional. Por cierto, en la historia todo es posible. Pero en política hay que actuar de acuerdo a las condiciones dadas y no en torno a probabilidades. Y lo cierto es que, hasta el momento, pese a su radicalización, el gobierno militar venezolano continúa conservando su carácter hibridocrático. En fin, una gobierno militar altamente represivo e incluso dictatorial pero que cohabita con un espacio electoral de legitimación. Ahí yace la especificidad del sistema chavista de poder. Ese espacio electoral que hasta ahora no ha cerrado Chávez es, a su vez, ambivalente. Por un lado constituye, como dijimos, su principal fuente política de legitimación. Pero, por otro lado, es el espacio –el único, diría yo- que se abre a la oposición para derrotar políticamente al chavismo alguna vez. Y aquí llegamos al tema más delicado de todos.
Si uno hace un seguimiento a los medios del campo anti-chavista, descubre que se encuentra dividido entre dos opciones, opciones que llamaremos la de la oposición y la de la resistencia. Eso quiere decir que el anti-chavismo ha pisado la trampa diabólica que todo gobierno hibridocrático tiende a sus enemigos; y es la siguiente: al tener dos identidades, la híbridocracia también divide sus enemigos en dos identidades.
Los unos, llamados electoralistas, afirman que hay que concentrar toda la lucha en las elecciones por la simple razón de que no hay ninguna otra posibilidad. Y tienen toda la razón. Los otros, en cambio, afirman, que no están enfrentando a un gobierno democrático sino a una dictadura militar, y eso significa que hay que realizar una lucha de resistencia y no de simple oposición. Y también tienen toda la razón. Ambas tendencias tienen razón, y al mismo tiempo -y ésta es la paradoja que abre la lucha en contra de una híbridocracia- ninguna de las dos la tiene. O mejor dicho, cada una de las identidades opositoras tiene una parte de la razón (que no es lo mismo que tener razón en parte). Esa es, a la vez, la gran ventaja del chavismo frente a sus enemigos, porque – y aquí llegamos al punto decisivo- mientras las dos identidades del chavismo conforman una sola unidad (un cruce de identidades) las dos identidades de los anti-chavistas se encuentran separadas entre sí.
En palabras breves: la tarea política que tiene la lucha en contra de una híbridocracia es la de enfrentar a las dos identidades unidas que la caracterizan, por medio de dos identidades que también se unan entre sí. Eso quiere decir que entre oposición y resistencia no hay contradicción sino, por el contrario, ambas formas de lucha pueden y deben llegar a ser parte de una sola identidad constitutiva. Más todavía: ambas identidades no son por naturaleza (en la política no hay naturaleza) contradictorias sino que esencialmente complementarias.
Por cierto, cada una de esas formas de lucha supone actores diferentes. Mientras la actividad electoral requiere de la existencia de partidos políticos unidos, la resistencia pacífica requiere de organizaciones civiles y redes populares en condiciones de actuar con cierta rapidez e incluso, espontaneidad. Criticar a los partidos políticos porque centran su actividad en la lucha electoral, es un absurdo. Las elecciones son el campo de acción de todo partido político. Los partidos políticos deben ser electorales -incluso electoralistas- o no ser. Pero los partidos no pueden reclamar para sí el monopolio de todas las formas de lucha ni mucho menos subordinarlas a la agenda electoral. A la vez, la resistencia pacífica no puede ni debe reclamar para sí la planificación de las contiendas electorales.
Suponer que para obtener un triunfo electoral es necesario congelar las luchas sociales y las iniciativas ciudadanas, es un disparate que se paga muy caro. Las elecciones se ganan primero en la calle, y después, sólo después, en las urnas. Eso lo sabe muy bien Chávez quien, sin duda, posee un fino instinto político. Durante el referéndum del 2009 que consagró la reelección presidencial, Chávez revertió todas las encuestas, movilizando y enervando a sus huestes, tensando el enfrentamiento político al máximo, sin trepidar en utilizar todos los medios, legales e ilegales, que tenía a disposición.
Los enfrentamientos electorales no siempre son limpios -con eso hay que contar– y la política tampoco lo es. Mucho menos si se trata de enfrentar a un gobierno militar que no juega limpio. En fin, lo que quisiera subrayar es que las elecciones nunca se han ganado en encuestas. Hoy nuevamente las encuestas favorecen al anti-chavismo. Eso no significa nada, absolutamente nada. La única encuesta válida es la elección.
Es necesario destacar por último que ninguna elección se puede ganar sin movilizar al sector de los indecisos. Pero para que los indecisos se decidan, requieren una mínima identificación con uno de los bandos, es decir, los indecisos deben ser politizados y eso es imposible que ocurra si quienes quieren ganarlos para sí, se ocultan en sus casas. Al llegar a este punto, quisiera citar un párrafo de un texto de Chantal Mouffe, escrito para una realidad diferente, pero que sin embargo pareciera haber sido escrito pensando en función de la que estoy comentando. Escribe Mouffe: “Movilización exige politización. Pero no puede haber politización sin una representación del mundo llena de conflictos con el campo adversario y con la cual los seres humanos puedan identificarse”. Y agrega: “la posición racionalista no puede entender que aquello que motiva a entregar el voto, es mucho más que el deseo de representar intereses. Se trata del dilema de la identificación. En el acto de votar yace una muy significativa dimensión afectiva” (On the Political, London, New York 2005)
Hay que abandonar de una vez por toda la idea liberal de que las elecciones se ganan de acuerdo a opciones racionales tomadas por seres racionales. Las elecciones se ganan con seres humanos, y los seres humanos no son siempre racionales. Las elecciones son un campo político de proyección, y quienes votan no lo hacen siempre de acuerdo a intereses fríamente calculados. Mucho menos si se trata de elecciones tan dramáticamente decisivas como serán aquellas que tendrán lugar en Venezuela durante el año 2010.



5.
Ni elecciones sin resistencia, ni resistencia sin elecciones.
Hay que abandonar de una vez por toda la idea liberal de que las elecciones se ganan de acuerdo a opciones racionales tomadas por seres racionales. Las elecciones se ganan con seres humanos, y los seres humanos no son siempre racionales. Las elecciones son un campo político de proyección, y quienes votan no lo hacen siempre de acuerdo a intereses fríamente calculados. Mucho menos si se trata de elecciones tan dramáticamente decisivas como serán aquellas que tendrán lugar en Venezuela durante el año 2010.
Es necesario destacar por último que ninguna elección se puede ganar sin movilizar al sector de los indecisos. Pero para que los indecisos se decidan, requieren una mínima identificación con uno de los bandos, es decir, los indecisos deben ser politizados y eso es imposible que ocurra si quienes quieren ganarlos para sí, se ocultan en sus casas. Al llegar a este punto, quisiera citar un párrafo de un texto de Chantal Mouffe, escrito para una realidad diferente, pero que sin embargo pareciera haber sido escrito pensando en función de la que estoy comentando. Escribe Mouffe: “Movilización exige politización. Pero no puede haber politización sin una representación del mundo llena de conflictos con el campo adversario y con la cual los seres humanos puedan identificarse”. Y agrega: “la posición racionalista no puede entender que aquello que motiva a entregar el voto, es mucho más que el deseo de representar intereses. Se trata del dilema de la identificación. En el acto de votar yace una muy significativa dimensión afectiva” (On the Political, London, New York 2005)

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