-Alberto Rodríguez Barrera-
Quienes aspiramos a la superioridad de una democracia social coherente no dejamos de reflexionar respecto a las deformaciones que intenta imponer el gobierno venezolano bajo una absurda influencia, para decir lo menos, de la dictadura cubana. Por ello seguimos reflexionando, en estos capítulos resumidos como preámbulos, sobre los legados filosófico-políticos que la evolución humana ha llegado a considerar como fundamentales y que las autocracias prefieren obviar con suma ignorancia. Los hombres llegaron a reunirse en Estados o sociedades civiles, poniéndose bajo un gobierno, a objeto de salvaguardar aquello que resultaba muy incompleto en el estado de Naturaleza; de ahí la necesidad de una ley establecida, aceptada por consenso común, como norma de lo justo y de lo injusto, como medida común para resolver disputas. Para ello, el estado de Naturaleza requería de una autoridad que resolviera de acuerdo a esa ley, no para que los reos de una injusticia dejaran de mantenerla por vía de la fuerza. Se llegó así a renunciar al poder individual de castigar para que aquellos que fueran elegidos ejecutaran una tarea que se atuviera a las normas de la comunidad; radica ahí el derecho y el nacimiento del poder legislativo y del poder ejecutivo, de los gobiernos y de las sociedades políticas; el primero reglamenta las leyes que dicta la sociedad, y el segundo ejerce la autoridad y se pone al servicio de la sociedad. La finalidad fundamental de los hombres al formar una sociedad política es la del establecimiento del poder legislativo (además de la primera y básica ley natural, por la que debe regirse incluso el poder legislativo), que es la salvaguarda de la sociedad y de cada uno de sus miembros. Y aunque sea el poder supremo del Estado, el poder legislativo está sometido a restricciones: no es ni puede ser un poder absolutamente arbitrario sobre las vidas y los bienes de las personas y de la colectividad. Porque el poder legislativo llega únicamente hasta donde llega el bien de la sociedad. El poder legislativo, como autoridad suprema, jamás debe gobernar por decretos arbitrarios, ya que tiene la obligación de distribuir justicia y señalar derechos mediante leyes fijas, promulgadas y aplicadas por jueces aptos, que no actúan por apasionamientos o interés. La paz y la tranquilidad de la sociedad entra en incertidumbre cuando no es así. Es un error pensar que el poder legislativo o supremo pueda hacer lo que se le antoje.
Quienes aspiramos a la superioridad de una democracia social coherente no dejamos de reflexionar respecto a las deformaciones que intenta imponer el gobierno venezolano bajo una absurda influencia, para decir lo menos, de la dictadura cubana. Por ello seguimos reflexionando, en estos capítulos resumidos como preámbulos, sobre los legados filosófico-políticos que la evolución humana ha llegado a considerar como fundamentales y que las autocracias prefieren obviar con suma ignorancia. Los hombres llegaron a reunirse en Estados o sociedades civiles, poniéndose bajo un gobierno, a objeto de salvaguardar aquello que resultaba muy incompleto en el estado de Naturaleza; de ahí la necesidad de una ley establecida, aceptada por consenso común, como norma de lo justo y de lo injusto, como medida común para resolver disputas. Para ello, el estado de Naturaleza requería de una autoridad que resolviera de acuerdo a esa ley, no para que los reos de una injusticia dejaran de mantenerla por vía de la fuerza. Se llegó así a renunciar al poder individual de castigar para que aquellos que fueran elegidos ejecutaran una tarea que se atuviera a las normas de la comunidad; radica ahí el derecho y el nacimiento del poder legislativo y del poder ejecutivo, de los gobiernos y de las sociedades políticas; el primero reglamenta las leyes que dicta la sociedad, y el segundo ejerce la autoridad y se pone al servicio de la sociedad. La finalidad fundamental de los hombres al formar una sociedad política es la del establecimiento del poder legislativo (además de la primera y básica ley natural, por la que debe regirse incluso el poder legislativo), que es la salvaguarda de la sociedad y de cada uno de sus miembros. Y aunque sea el poder supremo del Estado, el poder legislativo está sometido a restricciones: no es ni puede ser un poder absolutamente arbitrario sobre las vidas y los bienes de las personas y de la colectividad. Porque el poder legislativo llega únicamente hasta donde llega el bien de la sociedad. El poder legislativo, como autoridad suprema, jamás debe gobernar por decretos arbitrarios, ya que tiene la obligación de distribuir justicia y señalar derechos mediante leyes fijas, promulgadas y aplicadas por jueces aptos, que no actúan por apasionamientos o interés. La paz y la tranquilidad de la sociedad entra en incertidumbre cuando no es así. Es un error pensar que el poder legislativo o supremo pueda hacer lo que se le antoje.
Otra
prohibición del poder legislativo es que no puede traspasar a otras
manos el poder de hacer las leyes, ya que ese poder lo tiene por
delegación del pueblo. La seguridad se pierde, aún con leyes buenas,
justas y claras, si quien manda dispone del poder de arrebatar, disponer
y usar a como sea su gusto. Aún dentro de la disciplina marcial
–considerada a veces poder absoluto- sigue estando limitado por la razón
y confinado a las finalidades que en ciertos casos exige esa condición
de poder.
Si
el poder legislativo tiene poder únicamente por delegación del pueblo,
él es el único que puede dictaminar cuál ha de ser la forma de gobierno
de la comunidad política, y eso lo determina al configurar el poder
legislativo (que debe estar representado de manera integral,
proporcional, honesta). Así es que el pueblo se somete y queda ligado a
esas leyes, siempre y cuando no se trate de una particularidad que
busque imponer las suyas.
Existen límites de la misión que ha sido encomendada por la
comunidad al poder legislativo, cualquiera que sea su forma de gobierno,
como por ejemplo: gobernar con leyes establecidas y promulgadas que no
deben ser modificadas en casos particulares, que serán idénticas para el
rico y para el pobre, para los favoritos del gobierno y para el
campesino más humilde; estas leyes no tendrán otra finalidad, en último
término, que el bien del pueblo, el cual situó ahí la facultad de hacer
las leyes, sin derecho a transferirla a otra persona.
El poder legislativo es únicamente un poder al que se le ha
encargado de conseguir fines determinados, pero el pueblo tiene siempre
el recurso de apartar y cambiar a los legisladores cuando actúan de
forma contraria a la misión encomendada, ya que ningún hombre o sociedad
de hombres tienen poder para renunciar a su propia conservación, como
tampoco pueden tenerlo para renunciar a los medios para conseguirla,
menos cuando ese poder se entrega a la voluntad absoluta y a la
soberanía arbitraria de otra persona. El pueblo es siempre el poder
soberano, supremo.
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