Plinio
Apuleyo Mendoza
Plinio
Apuleyo Mendoza
Está,
pues, cargado de negras nubes el futuro del imperio chavista. Y sobre este
panorama de inquietudes pesa el dilema que plantea la salud de
Chávez.
Lo
ocurrido el pasado domingo no es, como algunos creen, un limpio episodio
democrático. Es cierto que Venezuela celebró unos comicios en paz, sin las
temidas explosiones de violencia y sin sospechas de fraude, hasta el punto de
que el candidato de la oposición, Capriles Radonski, felicitó a Chávez y este, a
su turno, envió un saludo a la oposición extendiéndole amistosamente sus manos
desde un balcón de Miraflores.
Lo
que no debe olvidarse es que lo acontecido allí el pasado 7 de octubre es una
verdadera tragedia. Los riesgos que le esperan a Venezuela son enormes. Pero
antes de dibujar este tenebroso panorama es necesario recordar que la victoria
de Chávez no fue para nada limpia, sino que se sustentó en los clásicos sobornos
a buena parte del electorado, propios de un régimen como el que mantuvo en el
poder durante tantos años a Gadafi y hoy a Mahmud Ahmadineyad, en
Irán.
Soborno
es una palabra más bien discreta para calificar la compra de votos con dinero,
mercados, electrodomésticos, bonos salarios otorgados en cerros y aldeas a los
llamados milicianos bolivarianos y toda clase de ofertas.
Tampoco
es muy democrático aprovechar una doble condición de Presidente y candidato para
disponer de ocho veces más de presencia en los canales de televisión al tiempo
que se dejaba planear la amenaza de despido a los funcionarios que no lo
apoyaran.
¿Qué
le espera ahora a Venezuela? Ante todo, una aguda incertidumbre. La deuda
externa del país alcanza hoy los 200.000 millones de dólares. Teniendo en cuenta
este compromiso y el desmesurado regalo que hace a sus amigos Castro en barriles
de petróleo por valor de 6.000 millones de dólares al año, los ingresos reales
del país se limitan a lo que obtiene de los Estados Unidos por ese mismo
concepto. La ruina de la agricultura y de la industria independiente, como
resultado de ciegas expropiaciones y confiscaciones, ha determinado que
Venezuela no produzca casi nada y que el 75 por ciento de la comida sea
importada. La casi segura devaluación de la moneda -pues es insostenible
mantener el cambio en 4,30 bolívares por dólar- va a conducir a una escasez sin
precedentes, capaz de alborotar a la población.
A
estos nuevos riesgos tenemos que sumarles los que desde hace más de una década
vienen registrándose: la pavorosa inseguridad, las crecientes fallas en los
sistemas de energía eléctrica y en la infraestructura vial, la crisis
hospitalaria, el empobrecimiento y una inflación de casi el 28 por ciento, la
mayor de América Latina. Y, como si fuera poco, estos agudos descalabros se
verán agravados por el anunciado propósito chavista de profundizar la revolución
bolivariana. Es decir, el ruinoso modelo castrista que asfixia toda iniciativa
privada y deja en manos del Estado empresas industriales y
agrícolas.
Está,
pues, cargado de negras nubes el futuro del imperio chavista. Y sobre este
panorama de inquietudes pesa el dilema que plantea la salud de Chávez. Según el
analista político Moisés Naím, cancillerías y presidentes latinoamericanos creen
que su enfermedad se encuentra en estado terminal. En caso de muerte, ¿quién
podría reemplazarlos? Nadie de su propio combo, en realidad. Y es aquí donde la
pujante oposición acaudillada por Capriles, que con mucha contundencia hará de
nuevo su aparición en la cercana elección de gobernadores, tendrá al fin la
oportunidad de salvar al país. La fuerza adquirida por la corriente democrática
de Venezuela acabará imponiéndose, estoy seguro. Pero heredará un
desastre.
Por
lo pronto, como bien lo ha dicho Fernando Londoño, Venezuela es una caldera del
diablo, caldera que va a explotar. Sus estragos se harán sentir en todo el
continente antes de que le demos sepultura a ese extravío llamado socialismo del
siglo XXI.
*El Tiempo, 13/10/2012
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