Alberto Rodríguez Barrera
Y en “Las Moscas” la pregunta es: ¿Cuán lejos está afirmando Sartre el derecho a la venganza y el derecho a lo que es, después de todo, un carácter medieval, el carácter, cuando más, de El Cid, el carácter que Hamlet tanto duda en seguir?
Las leyes de los “corazones rojos” deben ser rigurosas e infalibles para dominar a la gente, pero creen tanto en la libertad humana como los científicos creen en un milagro: nada. El interés propio guía su ética utilitaria, y promueven tácticas psicológicas determinadas sólo para una audiencia determinada. Entre ellos no hay cabida para la extraña opacidad del mundo, sino una disolvencia hacia impresiones lamentablemente subjetivas que puedan ser fácilmente digeribles.
La apelación a una libertad de catarsis, de acuerdo con Jean Paul Sartre, es igual a la que los críticos marxistas de la burguesía sostenían en sí mismos en cuanto al determinismo. Controlar al mundo tenía una manera: entender la naturaleza determinista. Sartre –como escritor y filósofo- fue un teórico excepcional de la izquierda que rechazó el determinismo como filosofía burguesa. La posición de Sartre estaba dirigida en contra de cualquier teoría que negara la libertad humana; creía que era una condición necesaria de algunas formas del arte, y con certeza de la literatura creativa. En su obra, la libertad es una carga para la humanidad que requiere de coraje, heroísmo; tal como puede verse en Les Mouches, una de sus mejores obras literarias, concentrada, de ideas originales, dialéctica, ambigua e intrincada.
“Las Moscas”, la menos popular de sus obras de teatro, es una versión reorientada del antiguo mito griego (también tratado por los dramaturgos franceses Giraudeux, Anouilh y Gide): la leyenda de Orestes en Argos, adónde él regresa para encontrar la ciudad –donde su padre fue Rey- plagada de moscas, y la gente aplastada por la culpa. A Orestes tratan de alejarlo, pero él quiere quedarse porque siente que es su ciudad, y que debe hacer algo, no importa qué, para sentir que pertenece a ella. Egisto gobierna la ciudad después de haber asesinado al padre de Orestes, su propio hermano Agamenón, y de casarse con Clitemnestra, viuda de Agamenón y madre de Orestes. La culpa, el remordimiento y la consciencia del pecado une al trono con el pueblo. Sólo hay una hereje, Electra, hija de Clitemnestra y hermana de Orestes, que es mantenida en esclavitud por su madre y su padrastro. Electra trata de alertar al pueblo en cuanto a que su religión de mortificación y arrepentimiento es falsa, que los Dioses quieren que sean felices.
Júpiter, alarmado por esta irrupción sediciosa, derriba una columna del templo y pone al pueblo en contra de Electra; Orestes le promete a Electra que su sueño de que él regresara para vengar el asesinato de su padre se hará realidad. Entonces Júpiter le advierte a Egisto que Orestes quiere matarlo. Egisto le pregunta a Júpiter que por qué él, como Dios, no lo impide; y Júpiter le revela un secreto: debido a que los hombres tienen libertad, ni un Dios puede hacer nada. Orestes mata a Egisto y luego a su madre; Electra se impresiona, y Júpiter la convence para que se arrepienta. Orestes mantiene la autonomía de su ser contra la pretensión de Júpiter de que el universo pertenece a los Dioses. Aceptando su responsabilidad por lo que ha hecho, Orestes no acepta culpa y no cree haber hecho ningún mal, y abandona la ciudad con la frente en alto.
La escena crucial de la obra es entre Orestes y Júpiter en el último acto. Júpiter ha reducido a Electra a lágrimas y remordimiento, y le ofrece a Orestes el trono de Argos si se arrepiente. Orestes lo rechaza, Júpiter lo acusa de ser “el más cobarde de los asesinos”, y Orestes responde: “El más cobarde de los asesinos es el que siente remordimiento”. Con voz grandilocuente, Júpiter le recuerda a Orestes que el universo todo se mueve de acuerdo a la ley de los Dioses, y le ruega para que obedezca. Orestes responde: “Tú eres el Rey de los Dioses, Júpiter, el Rey de las Piedras y de las Estrella, el Rey de los Mares. Pero no eres el Rey de los Hombres”. Orestes reconoce que Júpiter lo ha creado como un hombre libre, y que como tal, el hombre dejó de pertenecer a los Dioses. “Yo soy mi libertad”, dice Orestes.
A consciencia de que debe encontrar su propio camino en la vida, como todo hombre, Orestes dice: “Tú eres un Dios y yo soy libre. Estamos igualmente solos, y nuestra angustia es la misma”. Júpiter le recuerda del sufrimiento que vendrá con tal descubrimiento, pero Orestes responde orgullosamente: “Los hombres son libres, y la vida humana comienza al otro lado de la desesperación”.
Ahora bien, independientemente del contexto específico de la obra, Sartre en “Las Moscas” afirma cosas importantes que no siempre son vistas como verdaderas. Los principios morales no son expuestos por Dios, y no deben ser discernidos en algún misterioso reino del valor. Los hombres encuentran y crean sus propios valores morales para sí mismos. Los códigos morales están basados en decisiones hechas por el hombre, no por intuiciones metafísicas.
Además, Sartre tiene toda la razón en la importancia que le otorga a la libertad humana. Los hombres tienen libertad para decir que no son juguetes de los Dioses, o de cualquier otro poder fuera de ellos mismos. Son absolutamente libres, independientes, desconectados, aislados, “por su propia cuenta”. El futuro está enteramente abierto. Si hubiera un Dios que lo ordenara todo, o hasta un Dios que lo conociera todo, el futuro tendría que ser como Dios lo ha previsto. Así es que la no existencia de una deidad omnisciente omnipotente es una condición lógicamente necesaria para la total libertad del hombre.
La moral central de “Las Moscas” está en uno de los ensayos de Sartre, donde escribe: “La libertad humana es una maldición; pero esa maldición es la única fuente de la nobleza del hombre”. Y en “Las Moscas” la pregunta es: ¿Cuán lejos está afirmando Sartre el derecho a la venganza y el derecho a lo que es, después de todo, un carácter medieval, el carácter, cuando más, de El Cid, el carácter que Hamlet tanto duda en seguir?
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