Libertad!

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sábado, 20 de noviembre de 2010

SOBRE HOMBRES Y PRINCIPIOS

Alberto Rodríguez Barrera

Pareciera haber una ley en la historia de las naciones o familias donde después de cierto tiempo surge una generación que carece de aquellas cualidades que son indispensables para el liderazgo efectivo y el progreso continuado. Este es generalmente el tiempo cuando tales familias y tales naciones sufren declives. Es un trágico síntoma que aparece periódicamente y que sólo puede superarse por una infusión de sangre nueva.

Pese a lo débiles que hayan sido los estadistas de las naciones democráticas, no han sido del todo los criminales e imbéciles que la imaginación pública cree cuando los juzga por todos los errores que se identifican con sus nombres. La larga serie de derrotas, el gradual hundimiento del dominio mundial a la subyugación no puede ser explicado adecuadamente por la carencia de habilidad de estadista en nuestros líderes, sin que importe hasta qué punto han sido responsables.

Otra escuela de pensamiento nos hace creer que este revertimiento de la marea en la historia humana fue causado por las fuerzas representadas por nazis, fascistas y otros movimientos totalitarios del mundo. Dicen que Hitler y Mussolini fueron tiranos, magalomaníacos, militaristas, demagogos implacables, y que ellos y sus pandillas son responsables por todos los males y miserias del mundo.

Pese a lo obvio y simple que tal explicación aparente ser, no resiste un examen serio.

Las democracias eran sumamente poderosas cuando estos movimientos fueron iniciados por un limitado número de individuos. Estos movimientos pudieron haber sido detenidos y destruidos en innumerables ocasiones, con un mínimo de esfuerzo, energía y fuerza. Ninguna demoracia estaba en capacidad o dispuesta a hacerlo, aunque estas fuerzas antidemocráticas nunca intentaron ocultar su carácter, sus programas y su propósito.

Acusar a los nazis o fascistas de la responsabilidad única por la II Guerra Mundial es como acusar al microbio de la tuberculósis por causar la tuberculósis. Claro que la tiene, es su único e inevitable objetivo. Por muchos años estábamos conscientes de lo que el virus del fascismo estaba haciendo en la corriente sanguínea de una nación, así como sabíamos lo que el microbio de la turberculósis hace desde el momento que comienza a desarrollarse en el pulmón de un hombre. Pero si un hombre infestado con tuberculósis rechaza luchar contra él, ignorando flagrante y voluntariamente el consejo de su doctor, y permite que su organismo entero sea carcomido por el microbio, entonces no podría decirse que su muerte fue causada por el microbio. Su muerte fue causada por su propia falta de voluntad y de capacidad para luchar contra el microbio.

Los nazis y los fascistas declararon años antes que querían destruir el estilo de vida democrático, la religión cristiana y cada forma de libertad individual. Condenaron la paz y el pacifismo, y declararon que la guerra era el estilo de vida natural. Educaron a su juventud sobre una estricta base militarista. Querían prepararse y realizar guerras de conquista, creyendo que era una ley historica que las naciones fuertes debían conquistar y reinar sobre las más débiles.

Debido a que este programa fue abiertamente promulgado durante años, que fue repetido en discursos y escritos, que fue abierta y rápidamente puesto en operación, es imposible declarar en medio de la guerra que la responsabilidad estaba sólo en Hitler. Él era un ridículo, miserable e inefectivo don nadie cuando proclamó primero su programa, pero las grandes democracias le permitieron crecer más y más fuerte hasta que se atrevió retar a toda la raza humana.

Así es que Hitler no puede ser visto como el único responsable de aquella catástrofe mundial. Él siguió su vocación. Fue la encarnación del mal que la Providencia saca a relucir de cuando en cuando para recordarle al hombre que la paz, la libertad, la felicidad, la tolerancia, la fraternidad, el progreso, los derechos del hombre, y hasta el derecho a existir, no son dotes naturales sino los frutos de siglos de luchas tremendas, superadas sólo por la lucha necesaria para conservar y mantener esta herencia.

Casi a diario escuchamos a oradores o leemos artículos y libros de comentaristas y escritores políticos, deplorando la larga lista de fracasos cometidos por la democracia durante los años pasados. Y dicen: “Si tan sólo esta o aquella nación hubiera... Si hubiéramos hecho que las fuerzas armadas...Si tan sólo este o aquel estadista hubiera ...” Pero a pesar de todos los “si” y sus muchos argumentos condicionales, quedó el hecho de que ninguna democracia estuvo jamás en una posición o dispuesta a dar el primer paso que pudo haber evitado la catástrofe. Se dejó andar a Hitler y sus asociados criminales violando las leyes existentes aceptadas por la comunidad. Las democracias no impusieron un orden internacional diferente a acuerdos y convenios entre nacioneS soberanas, tratados que no pueden considerarse leyes a menos que una de las partes esté preparada para aplicar la fuerza a la otra parte que las viole. Y la verdad es que las democracias obedientes dejaron hacer a Alemania, Italia y Japón aceptando el fait accompli.

Desde el punto de vista moral, se hizo difícil decir cuál era el crimen más grande, violar una ley o tolerar tal violación. Porque en cada esfera de la vida -privada, familiar o comecial- los jefes deben conducir los asuntos de forma tal que cualquier evento que pueda ocurrir mañana no nos agarre desprevenidos, sin prepraración, completamente perdidos. Sólo en en la vida pública se requiere que los estadistas y los gobiernos no vayan más allá de los problemas inmediatos del presente. Se les requiere restringir sus pensamientos y actividades a las cuestiones más urgentes e inevitables del día, independientemente si tales soluciones ad hoc de los problemas inmediatos sean ventajosas o desventajosas para la nación, vistas no sólo desde el punto de vista del día de acción sino en una perspectiva de unos cuantos años, o hasta sólo de algunos meses. En cada otro campo de la vida, llamaríamos tales acciones descuidadas o frívolas. En política se llama "realista". En cada campo de la vida, el método para conducir los asuntos que miran más allá de los eventos que podrían ocurrir en años posteriores, los llamamos sabios y de larga visión. En asuntos públicos, los llamamos "irreales" y "utópicos".

Después de la I Guerra Mundial, las democracias fuwron manejadas por sus enemigos y por sus confusos líderes hacia la aceptación de ese sofisma que busca persuadirnos de que una política realista no es una política que crea realidades, sino una política que en cualquier momento dado hace reverencias ante las realidades creadas por los otros.

El caos total en que nos surmergimos fue el resultado de una completa ruptura de todos los valores morales y espirituales que ha desarrollado la historia. Después de miles de años de progreso diversificado, nos encontramos una vez más en un mundo tan extraño, inseguro e inexplorado como el que encontró Adán después de su expulsión del Jardín del Edén.

La salida de esta confusión no es otra que comenzar por el propio principio, examinando todos los principios elementales sobre los cuales se contruye nuestra vida social y política. Son alrededor de veinte nociones básicas cuyos significados ya nadie reconoce qué importan, cómo reaccionan, de qué forma aplicarse y cómo deben ser manejados. Empezar donde Confucio decía que comenzaba la calidad del estadista: Darle a las palabras que utilizamos su sentido exacto e inequívoco.

Si analizamos los principios elementales del orden democrático, veremos que la interpretación dada a ellos por las constituciones, leyes, reglas y costumbres son totalmente inadecuadas, que en la mayoría de los casos están en total contradicción con la propia esencia de estos principios mismos, y que dejamos que los ideales que siempre han sido la más poderosa fuerza propulsora del progreso y avance humanos degeneren en palabras sin sentido carentes de cualquier substancia.

Pareciera que el "orden democrático" ya no es tal, y que estamos en el primer intento, allá en el siglo 18. El estudio del verdadero significado de estos principios básicos de la vida social e internacional evidenciarían que no hay un orden democrático a defender, sino que hay un orden democrático por crear. Las bases de un mundo "seguro para la democracia" están en fase de decadencia. Hombres y principios claman por la reunificación.

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