FERMÍN LARES9 DE MARZO 2016 - 12:01 AM
En los años previos a la llegada de Chávez al poder se había sembrado en una mayoría de la población un rechazo a los partidos políticos, al liderazgo tradicional y a como se venían haciendo las cosas en el país.
El fenómeno se estaba arrastrando hacía tiempo. Caldera empezó a canalizar el descontento precisamente a partir del intento de golpe del mismo Chávez en 1992, cuando el entonces ex presidente se hizo eco del malestar social prevaleciente en Venezuela durante la sesión del Congreso que debatió sobre la intentona militar.
En la misma sesión de febrero del 92, Aristóbulo Istúriz se lanzó al estrellato político nacional cuando se salió de la línea del partido en el que militaba entonces, la Causa R, y se sumó al reconocimiento que hacía Caldera del significado del atrevimiento insurreccional que un grupo de teniente coroneles y otros oficiales de menor rango tuvieron al tratar de cambiar el orden político establecido por la vía de las armas. Aristóbulo dejó de ser políticamente correcto y, como Caldera, ganó arrimándose al sentimiento popular.
“¡Mueran los golpistas!”, gritó David Morales Bello, el orador estrella de los adecos, en aquella sesión del Congreso. Y a pesar de que la mayoría del país no quería golpe, el grito se escuchó desentonado, porque no recogía lo que la calle reclamaba.
Medios con mucho poder habían estado alentando el antipartidismo y la antipolítica, al igual que lo hacía un grupo de llamados notables, que ciertamente lo eran en lo intelectual, pero que por distintas razones tenían resentimiento hacia los partidos dominantes. Junto a ello, los pobres se sentían más pobres. Y los políticos eran atacados, por un lado, como neoliberales, entregados al Consenso de Washington y al gran capital, y por el otro, como corruptos irremediables.
Después de que Chávez salió de la cárcel, perdonado por el ahora reelecto presidente Caldera, quien regresó a Miraflores flanqueado por un chiripero de partidos que no habían disfrutado antes las mieles del poder, medios de comunicación muy influyentes le proporcionaron al ex golpista en campaña la cobertura noticiosa que necesitaba para alcanzar el triunfo electoral que estos mismos medios después lamentaron, hasta los que todavía quedan vivos.
Un poco de esto, salvando unas cuantas millas de distancia, está ocurriendo en Estados Unidos, con el avance del empresario Donald J. Trump hacia la nominación presidencial del Partido Republicano. Hay una pluralidad de variables en juego, pero el fondo es el mismo: una mayoría de la población norteamericana siente que su país no es el mismo de hace unos años, que el sueño americano no es tan realizable. La mayoría blanca, sobre todo la no tan educada, de clase media baja y obrera, y la facción fanática religiosa evangelista, le dan a Trump el soporte básico para a partir de allí vociferar a propósito de estas circunstancias.
La creciente diversidad racial es una amenaza para estos mismos sectores. Los inmigrantes quitan empleo a los trabajadores menos calificados. Los sindicatos tampoco tienen la fuerza de antes, particularmente desde que las empresas norteamericanas dejaron de estar solas en el mundo y tuvieron que empezar a competir con otras del exterior, en un planeta que se fue globalizando cada vez más. Los salarios de la gente empezaron a decrecer y los asalariados empezaron a vivir de cheque en cheque, alcanzando solo a cubrir las cuentas básicas.
Trump surge en un momento en que además del cambio de condiciones económicas y sociales muy distintas a las que disfrutaron las clases media y trabajadora del país en las primeras décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, ha habido un cambio también en los valores tradicionales relacionados con el matrimonio y la aceptación creciente de la diversidad étnica, religiosa y de orientación sexual.
Como buen populista, aunque de derechas, Trump apela a esa base descontenta y explota frente a ellas las condiciones del ambiente político-social actual. Cuando le piden fórmulas para resolver los problemas de su país, da respuestas etéreas. “América va a volver a ser grande otra vez”. Promete reconquistar un Edén robado, el paraíso perdido que los populistas pretenden recuperar de las élites corruptas que se lo arrebataron al “pueblo”, apelando a un pueblo nebuloso, una masa no tan clara, pues su propósito último no es incluir, sino excluir, diferenciar.
Y las respuestas son etéreas porque lo que se impone es un mesianismo autoritario, personalista, del líder carismático que va a servir de vehículo reivindicador para ese “pueblo”.
En el imperio, los medios le han dado tanta cobertura a Trump después de cada pronunciamiento discriminatorio, misógino y vulgar, que el precandidato republicano es quizás el que menos ha invertido en publicidad pagada de entre todos los que compiten hoy por la presidencia de Estados Unidos. Trump es el único precandidato que sale todos los domingos en los programas de opinión política de las principales cadenas de TV. Su presencia en TV genera una altísima sintonía, lo cual les encanta a los medios porque ello se traduce en más comerciales y más dinero.
La clase política, por su parte, también ha hecho su tarea. Hace dos domingos, el historiador neoconservador norteamericano, Robert Kagan, endosaba a Donald Trump en The Washington Post el calificativo de Frankenstein, un monstruo creado por el Partido Republicano. Kagan ha sido asesor en política exterior de John Kerry y antes de Hillary Clinton en el Departamento de Estado, pero es conocido por ser un conservador que desde joven estuvo vinculado a Jack Kemp y luego a George Schultz, secretario de Estado de Ronald Reagan.
En The Washington Post, Kagan se preguntó refiriéndose al Partido Republicano: “¿No fue el obstruccionismo salvaje del partido –las repetidas amenazas de cerrar el gobierno por desacuerdos legislativos y de políticas, los persistentes llamados de anular decisiones de la Corte Suprema, la insistencia en que el compromiso es traición, los golpes internos contra líderes partidistas que rechazan adherirse a la demolición general– lo que enseñó a los votantes republicanos que el gobierno, las instituciones, la tradición política, el liderazgo partidista e incluso los partidos mismos eran cosas desechables, evadibles, ignorables, insultables, risibles?”.
En un país en el que el gobierno, el Estado, en contraposición con la empresa privada, es visto generalmente con recelo, las posiciones cada vez más radicales e intransigentes de los republicanos, sobre todo después de que el afroamericano Barack Obama ganó la presidencia, sembraron estos vientos que ahora cosechan tempestades.
Lo peor de todo es que hasta que “el establecimiento” del partido no se vio con la soga al cuello, sus líderes no estaban tan preocupados. Y no solo eso, dejaron que el populista Trump denigrara de los inmigrantes mexicanos (violadores, narcotraficantes, algunos a los mejor son buenos), insultara a las mujeres (como a la periodista Megyn Kelly y a la actriz Rosie O’Donnel), se burlara de los minusválidos (hizo mofa de un periodista parapléjico que le hizo una pregunta incómoda), arremetiera contra los musulmanes (no voy a dejar entrar a ninguno en Estados Unidos) y llevara la voz cantante en un debate verdaderamente denigrante y sin sustancia entre los precandidatos republicanos. Solo cuando el Ku Klux Klan (recipiente perfecto del mensaje de Trump) ofreció su apoyo al milmillonario inmobiliario fue cuando la élite del partido reaccionó. Ahora están viendo de dónde sacan los votos para derrotarlo en la convención de julio, sumando los delegados de los otros y buscando triquiñuelas normativas partidistas, a ver si logran parar a su monstruo.
No puedo evitar el recuerdo de cuando Copei escogió a la ex reina de belleza Irene Sáez como su candidata presidencial y AD seleccionó al caudillo Luis Alfaro Ucero frente a Chávez, para luego desesperados, en las últimas de cambio, irse con el rabo entre las piernas detrás del ex gobernador de Carabobo, Henrique Salas Römer, bastante poco representativo en aquel momento de las verdaderas aspiraciones populares.
Como he dicho aquí en ocasiones anteriores, todo en política tiene su momento. A la gente hay que medirle constantemente el pulso y acompañarla primeramente en sus aspiraciones. Mañana puede ser tarde. Eso vale también para los líderes políticos venezolanos de esta hora. Si no, habrá que seguirse calando a Frankenstein. O a sus mutaciones.
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