Alberto Barrera Tyszka
No es fácil ser de oposición.
No es fácil asumirse como parte de una disidencia en pugna con un poder que descaradamente te descalifica, te amenaza, te excluye. Pero tampoco es fácil reconocerse como alguien de oposición si no existe una dirigencia capaz de superar sus pequeños intereses, capaz de representar la diversidad y de asumir el desafío de reinventarse.
Basta con asomarse al Gobierno para captar la dinámica de segregación que promueve este proceso.
Al referirse a las elecciones de 1998, Alber to Müller Rojas, jefe de campaña de Hugo Chávez, realizó hace años este drástico balance: “La campaña se ganó relativamente fácil. Se ganó más por la gran cantidad de errores políticos que cometieron sus adversarios que por la calidad de nuestra campaña electoral”.
Doce años después, de pronto, en la esquina de este miércoles, me pregunto si esa frase podría este año volver a tener sentido.
Obviamente, han pasado muchas cosas durante todo este tiempo. Entre otras, hemos visto cómo un gobierno traiciona la voluntad de cambio de la mayoría del país, secuestra el Estado y las instituciones, e inventa una “revolución” para constituirse en una nueva élite dominante que aspira a controlar de manera absoluta la sociedad. No estamos, además, ante una agenda oculta.
Todo este proyecto no sólo se publicó sino que tiene vocación de rating. Estamos ante un modelo autoritario que hace lo imposible por gozar de alta popularidad.
Para lograr este objetivo, una de las tareas iniciales del Gobierno fue bombardear y liquidar el sentido de alternancia en el país. Lentamente han impuesto una noción de tiempo diferente. Es, incluso, un proyecto retórico distinto. El país habla otro idioma, un idioma que tiene cada vez menos vocabulario civil, que ha desechado el diccionario de las variables democráticas.
El discurso heroico y militar, donde gotean persistentemente palabras como “revolución” o “comandante”, no hace sino crear otra idea del tiempo y de poder: el “no volverán” es fundamentalmente un “no nos iremos”. No son un gobierno.
Son una nueva clase social. El bolivarianismo, más que una ideología, es sobre todo un estatus, un privilegio.
Vaclav Havel, al referirse a este tipo de proyectos, ha hablado de las sociedades postotalitarias. Una de sus características, según señala el ex presidente checo, reside en las dificultades que construye el poder para ejercer cualquier tipo de disidencia. No se trata ya de la represión descarnada, de la violencia directa del Estado sobre los ciudadanos, sino un tipo de sometimiento más elaborado, igual de violento y brutal, pero menos evidente, adornado de legalidad, legitimado por mecanismos y procedimientos más sutiles, por una constante producción simbólica que terminan, incluso, siendo todavía más eficaces que la fuerza física.
Basta con asomarse al Gobierno para captar la dinámica de segregación que promueve este supuesto proceso revolucionario. La paranoia que vive y distribuye el poder con respecto a su propio entorno es una muestra perfecta del metabolismo que se expande por todos lados. Cualquiera puede ser excomulgado el próximo segundo. Cualquier puede quedarse sin trabajo, sin documentos, sin Estado, sin libertad de acción, sin palabras… Cualquiera es un pretraidor, un delincuente en potencia. Incluso los más devotos, en un instante pueden perder la gracia divina. La habilidad y la perversión del Gobierno bolivariano reside justo ahí: en no ser lo que es. En transformar la represión y la censura en un orden natural, en una serena normalidad.
A esto, por supuesto, hay que sumarle también las miserias de cierta élite que dirige o que aspirar dirigir la disidencia que existe en el país.
Sobran los ejemplos. Uno de ellos: lo ocurrido recientemente con Globovisión. Más allá de las declaraciones de los supuestos protagonistas del conflicto, lo verdaderamente importante es lo que no se ve, lo que no puede probarse. La mano invisible del Gobierno es tan salvaje como la mano invisible del mercado. En todo, termina habiendo entonces demasiados cómplices. Y las verdaderas víctimas siempre son las mismas: los usuarios, los trabajadores, el periodismo que necesita sobrevivir a un país que ha convertido la política en un género televisivo.
No es fácil ser de oposición.
No es fácil asumirse como parte de una disidencia en pugna con un poder que descaradamente te descalifica, te amenaza, te excluye. Pero tampoco es fácil reconocerse como alguien de oposición si no existe una dirigencia capaz de superar sus pequeños intereses, capaz de representar la diversidad y de asumir el desafío de reinventarse.
No es fácil pero, a pesar de todo esto, quienes no aceptamos el proyecto del poder y rechazamos a un Gobierno que pretende eternizarse, seguimos siendo, por lo menos, casi la mitad del país.
Seguimos siendo muchos, demasiados.
“Las elecciones se ganan más por omisión de la oposición que por acción del chavismo. De eso estoy convencido”, dijo Müller Rojas. Doce años después, y con septiembre en el horizonte, ¿volverá a perseguirnos esa frase?
abarrera60@gmail.com
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