Aunque la cursilería tiene múltiples maneras de manifestarse, el poema de amor es uno de esos elementos que siempre está peligrosamente cerca. ¿Pero cómo marcar tan subjetiva diferencia? Acá un lector de poesía hace el intento.
“Todas as cartas de amor são / Ridículas. /
Não seriam cartas de amor se não fossem / Ridículas”.
Álvaro de Campos.
El 14 de febrero es el día de San Cirilo y San Metodio, patronos de Europa. Pero, siendo honestos, la vida de un par de filólogos no tiene suficiente potencial para instalarse en nuestra fe, llena de apetito local y tan dada a apariciones inverosímiles de la Virgen o santos martirizados. La anécdota de dos hermanos religiosos que envejecen, luego de inventar el alfabeto glagolítico para poder predicar en la lengua de su búlgara madre y que hoy son venerados en la antigua Checoslovaquia no tiene suficiente gancho. Esas flaquezas narrativas en la biografía de Cirilo y Metodio han ayudado a que en nuestro hemisferio calce mejor la otra festividad de este día: la de San Valentín mártir. Se trata de un personaje que ni Albertico Limonta: un joven y apuesto sacerdote —¡y además médico!— con profunda vocación de alcahuete que empezó a unir en matrimonio a los soldados con sus enamoradas, cuando en la Roma de Claudio II aquello estaba prohibido (así el ejército podía dedicarse de lleno a conquistar parcelas).
Por eso, a diferencia de Kafka y el resto los checos, acá el 14 de febrero celebramos San Valentín, colapsando centros nocturnos, tascas, bares y hoteles de alta rotación, pero también agotando cuanta existencia de bombones y peluches se nos atraviesa. ¿Cómo no se iba a instalar de maravilla San Valentín dentro de la imaginería de un continente que inventó el chocolate, las telenovelas y el bolero?
¡Verso al agua! (S.O.S.). Aunque lo que puede entenderse como “cursi” siempre está pendiendo de gustos personales, se pueden hallar con pinzas algunos acuerdos generales. Por ejemplo, al hacer algunas preguntas a gente cercana, buscando un primer insumo para estos apuntes, “lo cursi” estuvo estrechamente relacionado con la música y la imagen materna. Roberto Carlos, Juan Gabriel, José José, Camilo Sesto… todas las primeras referencias que hicieron los consultados estuvieron vinculadas con la música preferida por sus madres. Si a esto le aplicamos Freud básico, lo cursi es un modus operandi (eficaz o no) que los hombres aprendemos desde pequeños para acercarnos a lo femenino. Ellas son las autoras intelectuales del crimen y nosotros los sicarios.
Permítanme el exceso de usar la primera persona del singular: mi experiencia del tocadiscos materno incluye —entre otros protagonistas— a Alberto Cortez uno más de los cantantes de pecho hirsuto que oían en casa durante la limpieza sabatina (y el cómplice de lo que puede considerarse el concierto más cursi del mundo, mano a mano con Facundo Cabral, el cursi místico). Hace poco llegó a mí un link que conducía al “poema” “Dime qué tiras al agua” (si es insulinodependiente, no haga click), un texto perpetrado por Alberto Cortez y recitado en plan Pimpinela, pero además dispuesto en el navegador como en uno de esos tarjetones que se hacían, décadas atrás, para homenajear por escrito a las quinceañeras. Sometí el texto a una prueba domestica: se lo mandé a mi mamá. En minutos, ella musitó lo que un poeta ortodoxo odiaría escuchar sobre cualquiera de sus textos: “¡Ay, qué bonito!”.
“Si no saben volar / pierden el tiempo conmigo”. Al arrancar estos apuntes, dos elementos me asistieron como primeras guías para hablar de un tema tan escurridizo: el poema de Fernando Pessoa que sirve de epígrafe y algo dicho por Luis Miguel Isava en una mesa redonda: “Benedetti es el poeta preferido de quienes no leen poesía”. El axioma sobre el escritor uruguayo no palideció cuando, en otro sondeo informal hecho acerca de quiénes eran los poetas más cursis, Mario Benedetti le ganó a Jaime Sabines con varios cuerpos de distancia en la categoría internacional, mientras que por Venezuela la cosa siempre orbitó la poesía de los ochenta. Sin embargo, cada poeta sugerido por alguno encontraba un defensor en otro. Eso dejó claro algo ya supuesto: indagábamos regiones auténticamente subjetivas.
A mí Benedetti me parece cursi… muy cursi. Durante esa fase intensa que parecía ser requisito indispensable para cualquiera de mis contemporáneos, dos cosas igual de desmedidas operaban simultáneamente: el odio a Paulo Coelho y la idolatría por la película El lado oscuro del corazón (1992). Esa capacidad de enmarañar cinematográficamente los poemas de Oliverio Girondo con los de Mario Benedetti (este último actuando as himself y recitando en alemán) hacía de la película una cantera de referentes empalagosos pero eficaces: un poeta lograba cambiar poemas por bifes de chorizo a la vez que vivía con sus amigos dentro de un apartamento cuya puerta era una vagina. ¿Para qué comentar la imborrable y misógina media cama que daba al vacío? Los poemas que recitaba e incluso repetía eran maravillas que ponían en jaque la frivolidad de cuanto nos rodeaba. Aquel protagonista se convirtió en un héroe de nuestra adolescencia… o, visto ahora, por nuestra adolescencia. Pero eso sólo me atrevo a afirmarlo ahora, en esta segura trinchera de la distancia.
“Los amorosos callan”. Pero hagamos un voto de confianza: los nombres de poetas que fueron enriqueciendo esta lista han sido víctimas de cierta sobreexposición. Incluso, puede que hayan terminado siendo poetas conocidos, mas no leídos. Jaime Sabines, por ejemplo, llenaba teatros en recitales cuyos asistentes aplaudían el primer verso como se aplauden a una banda de rock los primeros acordes: jamás le hubieran perdonado un texto inédito que resultara en una ruptura de su estilo, inalterado durante décadas. Ni hablar de Pablo Neruda, ese inconstante candidato a la presidencia chilena que tenía una pléyade de recitadores de oficio repitiéndole sus versos (y no precisamente la “Oda a Stalin”). Ya lo dijo Guillermo Sucre en una entrevista: “Con el tiempo, uno va viendo a Neruda despojándolo de sí mismo, de eso que está, por ejemplo, en el libro Confieso que he vivido que, a veces, choca mucho ¿verdad?”. No seré yo quien lo defienda, pero hace poco, en una conferencia en el Celarg, un directivo e investigador presentó a uno de sus catedráticos más importantes citando al poeta chileno… y fue incapaz de mencionarlo sin hablar de Il postino (1994). Casi les podría afirmar que los presentes en la sala, quienes aplaudían conmovidos, creían que Pablo Neruda no era Neftalí Reyes sino Philippe Noiret.
De esta manera, un cursi puede engañarnos al travestirse gracias a sus mediadores… pero unos mediadores mal dispuestos pueden “cursilizar” a cualquiera. Son voces que encuentran lugar en el mismo universo que la hechicería, pues desde tiempos remotos el poema y el conjuro funcionan casi igual. ¿Su pareja ya no confía en usted?, ¡use Mario Benedetti! ¿El compañero de trabajo que le gusta casi no habla?, ¡“Me gusta cuando callas…” no falla! ¿Su marido le reclama la rutina?, mándele el link a “Te quiero a las diez de la mañana”, que Sabines sabe su cosa. ¿Al chico que le gusta lo impresiona la cultura?, ¡nada tan útil como una antología de poemas de amor! Y es que cuando se unen la poesía y la cursilería suele ser porque alguien trama algo: el cartero de Neruda conquista a su Beatrice con textos ajenos y el carnicero de Oliverio usa esos poemas pagados con proteína animal para quedar como un romántico. No es otra cosa que Cirano de Bergerac: la poesía escondida y eficaz, aunque lo único que se pretenda sea su efecto, no su calidad… en el amor siempre hay algo de engatusamiento.
“Vuelta a la Patria”. Para quienes creen que en el patio local la batuta de la cursilería la llevan los más conspicuos poetas de los ochenta, creo que deben acercarse a la contemporaneidad de plumas como las de Isaías Rodríguez o Domingo Maza Zavala para luego repensar su voto. O, si prefieren distanciarse un poco de las obras, visiten los versos de nuestros parnasianos de los años cuarenta, quienes le hicieron la guerra al grupo Viernes a punta de endecasílabo edulcorado, ¡o leer nuestro siglo XIX! En cuanto a ornato innecesario para lo amoroso, esto debería considerarse patrimonio universal.
Autores que ya han sido revisados con mayor detenimiento por críticos como Jorge Romero León, Paulette Silva y Vilma Vargas podrían servir de muestra. José Antonio Maitín, por ejemplo, es una joya florida de tristezas inabordables, pero quizás sean las recargadas descripciones de Pérez Bonalde las que más alumbren: “Caracas allí está; vedla tendida/a las faldas del Ávila empinado,/ Odalisca rendida/a los pies del Sultán enamorado”. Estos versos pueden llevarnos a la otra región de la cursilería: el fetiche del terruño, en lugar de la persona amada.
Ya en ultramar, es preciso dar informe de poetas que fueron ídolos de nuestros paisanos decimonónicos (somos lo que admiramos). Gustavo Adolfo Bécquer, por ejemplo, soltaba aquello de: “Podrá nublarse el sol eternamente/ Podrá secarse en un instante el mar/Podrá romperse el eje de la tierra/ Como un débil cristal // ¡todo sucederá! Podrá la muerte / Cubrirme con su fúnebre crespón; /Pero jamás en mí podrá apagarse / La llama de tu amor”. Esto, seamos honestos, convierte cualquier poema amoroso de los poetas nacionales en un parlamento de Charles Bronson. La diferencia entre Bécquer y los ya mencionados es, de nuevo, una distancia (geográfica e histórica) que todo lo redime. A lo mejor, con el tiempo, resulta que Benedetti termina siendo algo parecido a un romántico, sólo que con candombe y bigote en lugar de Círculo de Jena. Haría falta distanciarse un poco.
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En defensa de lo cursi, dudo que los grandes maestros de la poesía hayan resultado tan útiles al ciudadano común como los de esta lista. Aunque muchos de los Poemas humanos (1938) pueden conmover hasta las lágrimas, no creo que un poema de César Vallejo le sirva a mi vecino para excusar una infidelidad; aunque alguno de los textos de Amante (1983) puedan servir para enamorar a una dama culta, dudo que “Fracaso” de Rafael Cadenas le explique a mi primo lo que pasó en la Serie del Caribe.
Es cierto: la idea del poema útil frivoliza el uso de la palabra, pero ya a estas alturas hablamos de poetas que se conectan con otra cosa. Incluso, es seguro que estos poetas cursis están más cerca de la canción popular que de Trilce (1922). El asunto es que siempre se nos ha dicho que la poesía no sirve para nada, pero existe toda una imaginería de lo cursi capaz de hacernos creer que a través de ella, mágicamente, podemos conseguir el perdón, el amor o por lo menos una noche entretenida… e incluso bifes de chorizo o una Coca-Cola.
“Contigo en la distancia”. “Se necesitan malos poetas”, reza la cuña de Coca-Cola escrita por el argentino Fogwill. El mal poeta hace falta, e incluso forma parte de nuestra educación sentimental. En los hogares venezolanos un tomo rojo con letras doradas que dicen Repertorio poético de Luis Edgardo Ramírez es la prueba mayor de que muchos poemas que, leídos con la teoría literaria en la mano, no son joyas literarias pueden devenir en piezas eficaces… aunque no sea como poemas.
Si lo cursi, en efecto, tiene que ver con cierta impostura y algo de fraude, saber eso sólo sirve para descubrirle los excesos al poeta cuando raya en lo ridículo. Pero si ese texto llega a tener lectores que consiguen algo que los conmueve en sus imágenes preciosistas —y en muchas ocasiones nauseabundas, o demasiado evidentes, o torpes en la construcción de imágenes, o sencillamente anacrónicas—, puede que el poeta cursi termine contando con la aprobación popular hasta convertirse en otra cosa. El Andrés Eloy Blanco de Baedecker 2000 (1935) no es el mismo de “El limonero del señor”: funcionan distinto, operan en diferentes registros. Pero hagamos un alto: no hay que confundir lo cursi con lo popular ni justificar lo malo con mamparas como “es una poesía que va al grano”. Usar de comodín la frase (cursi, muy cursi) de Il postino —“la poesía no es de quien la escribe, sino de quien la necesita”— algunas veces puede resultar un salvavidas y en otras un ancla.
Si bien el Repertorio poético de Luis Edgardo Ramírez no es un canon literario, ha permitido construir arquetipos como ese tío que rasguña el cuatro mientras un primito recita “Justo Brito y Juan Tabares / dos hombres de pelo en pecho / como no pare otra madre”; o la abuela que recuerda los versos del seminarista de los ojos negros; o la hija mayor recitando “Maternidad” cada segundo domingo de mayo.
Sin embargo, esos versos aprendidos de memoria, el exceso de la ranchera que sólo permite la embriaguez y barrer oyendo “Gavilán o paloma” —así como las cartas de amor— no son simples eventos ridículos, sino que deben serlo. Es su naturaleza. El poema de Pessoa advierte que lo ridículo del amor —lo cursi— es en realidad esa distancia temporal que nos permite reírnos de algo que creíamos auténtico, romántico o sencillamente bonito mientras era presente: “La verdad es que hoy / Son mis recuerdos / De esas cartas de amor / Los que son / Ridículos”.
La línea entre el poema de amor y el poema cursi es hielo delgado y, aunque el muestrario que lo ejemplifica es significativo, dudo que sea tan amplio como el de los poemas cursis. A mí me maravilla “Si el hombre pudiera decir lo que ama”, de Luis Cernuda, tanto como “Amor constante más allá de la muerte” de Quevedo; el humor sabio de José Emilio Pacheco con su “Amor en japonés se dice ai, / me comentan./ Y suena como ay, / quisiera añadir/ pero no me atrevo” colindando con el “Donde las manos ya no persiguen,/ apareces” del Rafael Cadenas de Amante; incluso “A Emma” de José Martí junto a la belleza franca del “Estoy tan solo, amor, que a mi cuarto/ sólo sube, peldaño tras peldaño/ la vieja escalera que traquea” de Juan Manuel Roca.
Pero, ya ven… puede que a ustedes estos textos les parezcan cursis mientras yo intento salvarlos de la hoguera. ¡Porque hasta a Dios tiene su costado cursi! ¿O no lo es la carta de San Pablo a los Corintios, donde se afirma que “si yo hablo en lenguas de hombres y de ángeles, pero no tengo amor, vengo a ser como bronce que resuena o un címbalo que retiñe”?
Si esa entelequia que es Dios, como la Coca-Cola del spot, está en todas partes, entonces tendremos que reconocer que lo cursi es ubicuo y que algo de cursilería nos habita. Es como si, para hablar del amor en la poesía, antes que una poética, necesitáramos una ética.
Poética, ética, estética, diuréticas métricas ridículas. De nuevo Pessoa: “Todas las palabras esdrújulas,/ Como los sentimientos esdrújulos,/ Son naturalmente/ Ridículas”.
Feliz día de los enamorados… cursis.
Tomado de Prodavinci
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