Libertad!

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domingo, 6 de febrero de 2011

LA TECNOLOGIA EN TIEMPOS DE SUBCAPACITACION

Alberto Rodríguez Barrera
El INCE
El 12 de diciembre de 1963 se cumplió el tercer aniversario de la creación por parte del Gobierno de Coalición del Instituto Nacional de Cooperación Educativa (INCE), y en atención a la máxima de Simón Bolívar, adoptada como lema de la institución: “No hay pueblos subdesarrollados, sino pueblos subcapacitados”. También el Libertador había acuñado otra frase de extraordinario poder sintético: “El pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción”.


A través de todo el siglo 19 los pensadores de América Latina insistieron en que gobernar era educar. Para el comienzo de la década de los 60 la aspiración de mentes lúcidas que pensaban en el futuro se convirtió en imperativo categórico. Había conciencia de que estábamos viviendo dentro de la revolución científica que transformaba en conceptos periclitados y obsoletos las concepciones clásicas del capitalismo, fuese conservador o neoliberal, como las concepciones del marxismo.

La revolución tecnológica de los tiempos obligó a reexaminar todos los conceptos de las relaciones sociales y de producción, y lo que estaba al orden del día, planteado como necesidad insoslayable para ser afrontado por los gobiernos y por las colectividades, era el incremento agresivo de la educación.

Estos eran tiempos en que estaba actuando ya en el mundo casi un 80% de los sabios que había habido desde la época de Aristóteles. Lo que estaba planteado ante el reto de la automatización en la producción industrial era un avance acelerado, intenso, en los procesos educativos de los pueblos. Y el Gobierno de Coalición consideraba que si esto era cierto para Inglaterra, los Estados Unidos y la Unión Soviética, con mayor razón lo era para un pueblo como el nuestro -que no por culpa suya, sino por la irresponsabilidad de algunos de sus gobernantes- tenía acumulado un gravoso saldo de incultura.

Si alguna obra había realizado el gobierno presidido por Rómulo Betancourt, con empeño y dedicación, interpretando las necesidades del país y los mejores anhelos de los venezolanos, era la obra educativa. Esto en cifras se expresa en una forma irrebatible: en el año 1958-1959 asistía a las escuelas venezolanas en todos los niveles, desde la escuela primaria hasta las escuelas superiores universitarias, 1 millón de alumnos; en cuatro años, para 1963, se aumentó en 600.000 alumnos. Y de 1958 a 1963 se construyeron aulas con capacidad para otros 350.000 alumnos. Lo fundamental fue la escuela primaria, donde hubo un aumento de casi 500.000 alumnos. En la educación secundaria, de 61.000 alumnos se pasó a 139.000.
Pero también era imperante formar equipos de maestros y de profesores, y por esto se incrementó en una forma extraordinaria la educación normal y del Instituto Pedagógico; de 14.000 alumnos en las escuelas normales, de 1958 a 1959, se pasó al doble, 28.000; y de apenas 856 estudiantes para ser profesores en los institutos de segunda enseñanza, se pasó a 2.784. Y en la educación universitaria, en la formación de médicos, de ingenieros, de odontólogos, de economistas, de psicólogos que necesitaba el país, el crecimiento fue casi de dos veces: de 16.000 alumnos que había en 1958-1959, se pasó a 31.000.

Pero también había el problema del analfabetismo técnico: no tenían oportunidades los hijos de la gente de la clase media y de las clases obrera y campesina de adquirir formación vocacional en escuelas técnicas profesionales. En este campo se dio un salto impresionante: de 25.000 alumnos en escuelas técnicas que había en 1958-1959, se pasó en 1963 a 59.000 alumnos.
Pero no bastaba con esta acción educativa. Era necesario orientarla también en un esfuerzo serio, agresivo, hacia la formación acelerada de mano de obra en un país en proceso avanzado de desarrollo económico. Surgió entonces, como resultado de un proyecto elaborado por el gran venezolano y excelente pedagogo doctor Luis Beltrán Prieto Figueroa, la ley que creó el Instituto Nacional de Cooperación Educativa, mediante un sistema de financiamiento con aportes de las empresas privadas, de los trabajadores y del Estado.

En los nuevos tiempos y las nuevas realidades ajenas a sectarismos ideológicos, era necesario realizar un esfuerzo para absorber la desocupación heredada –como siempre- de las dictaduras; y al propio tiempo formar mano de obra calificada en los 85.000 jóvenes que anualmente se incorporaban a nuestro mercado de trabajo, en un país que tenía un crecimiento demográfico explosivo del 3% anual. En 1962 un 13% de la fuerza de trabajo estaba sin ocupación. En estos años se absorbió, mediante la creación de nuevas industrias, a más de 400.000 trabajadores, que obtuvieron trabajo estable y bien remunerado en las empresas industriales que se crearon mediante el aporte de capital privado, los préstamos de la Corporación Venezolana de Fomento y del Banco Industrial y de la protección aduanera para los productos manufacturados con capital, con espíritu empresarial, con mano de obra y muchas veces con materia prima venezolanas.

El problema de la desocupación no se analizaba de forma simplista. Era necesario conjugar la inversión privada y la inversión del sector público con la capacitación y el adiestramiento de los trabajadores. Según investigaciones realizadas por los técnicos del Banco Central, el 90% de los desempleados en el área metropolitana carecían de calificación para la demanda de empleo existente. Eran -no por culpa suya, sino porque no asistieron nunca a una escuela artesanal ni a una escuela técnica, porque no adquirieron destrezas- “toeros”, medio albañiles, medio carpinteros y medio electricistas, que sabían hacer algo de todo y definitivamente no sabían hacer nada bien. En el caso específico de la industria de la construcción, era evidente que la empresas constructoras tenían dificultad para obtener trabajadores especializados en distintas fases de esa industria.

Convencido el Gobierno de Coalición de la necesidad de formar mano de obra calificada, de darles destreza a los trabajadores urbanos y rurales de Venezuela y a los que trabajaban en el comercio, realizó la acción paralela de sus escuelas técnicas con el estimulo y apoyo del INCE, que no era un organismo burocratizado; pocos funcionarios para una acción enérgica, agresiva y positiva, y un equipo dirigente eficiente: Oscar Palacios Herrera, de las nuevas promociones de ejecutivos del sector gerencial, quien en la actividad privada obtendría cuatro o cinco veces más ingresos que el de su modesto sueldo de presidente del INCE; el profesor Víctor Hugo Manzanilla, de amplia experiencia en lo que se refería a la educación técnica; Pedro Bernardo Pérez Salinas, pionero del movimiento obrero venezolano, expresión viva de esa voluntad de superación característica del venezolano, y autodidacta que en las cárceles de la dictadura aprendió idiomas y se dio el lujo de traducir los sonetos de Petrarca.

En toda esta labor, ajena a la improvisación que caracteriza a la metodología dictatorial, también se llevó adelante el programa relacionado con la formación rural, muy importante en un país donde se estaba realizando un cambio profundo, que la gente urbana no apreciaba en toda su hondura y magnitud, en la vida de nuestra otrora preterida y marginada masa rural.
Y de la misma manera el INCE realizó una labor de consideración en los cuarteles del ejército, en las bases aéreas y en las bases navales, como fue la de darles destrezas de trabajadores calificados a los soldados de le República, a quienes cumplían con su deber legal y patriótico de vestir por dos años el honroso uniforme de soldado de Venezuela.
Esta acción del INCE coincidía con otra realizada dentro de las Fuerzas Armadas: la puesta en funcionamiento de granjas militares. Los nuevos cuarteles no se ubicaban dentro del medio urbano sino en el ambiente rural, con granjas anexas. Así, los soldados que adquirían en los cuarteles sentido de disciplina, hábitos de higiene, fe y respeto de las instituciones, salían una vez cumplido su servicio militar obligatorio siendo elementos que prestaban a la colectividad muy buenos servicios, como obreros diestros y campesinos educados en las modernas técnicas para cultivar la tierra.

Y de la misma manera el INCE realizó una labor de consideración en los cuarteles del ejército, en las bases aéreas y en las bases navales, como fue la de darles destrezas de trabajadores calificados a los soldados de le República, a quienes cumplían con su deber legal y patriótico de vestir por dos años el honroso uniforme de soldado de Venezuela. Esta acción del INCE coincidía con otra realizada dentro de las Fuerzas Armadas: la puesta en funcionamiento de granjas militares. Los nuevos cuarteles no se ubicaban dentro del medio urbano sino en el ambiente rural, con granjas anexas. Así, los soldados que adquirían en los cuarteles sentido de disciplina, hábitos de higiene, fe y respeto de las instituciones, salían una vez cumplido su servicio militar siendo elementos que prestaban a la colectividad muy buenos servicios, como obreros diestros y campesinos educados en las modernas técnicas para cultivar la tierra.

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