La apertura política y económica de Cuba, más perspectiva y adivinada que real en el presente, es un proceso tan complejo que resulta inevitable preguntarse si el proceso de transformación del sistema está en manos de los líderes y los equipos adecuados. A la vista de la cautela con que el gobierno cubano está desarrollando la apertura política (parcial, limitada, por más que parezca espectacular) que el final del bloqueo estadounidense, la respuesta más probable es que no. Da la impresión de que los dirigentes cubanos, con los hermanos Castro en el timón de la nave, pretenden instaurar un cambio congelado, fiado a que las modificaciones mínimas inevitables (por ejemplo, la presencia de Internet en la isla y sus consecuencias sociológicas conocidas) no se transmuten con rapidez en presiones sociales para acelerar la transición hacia otros modelos político y económico. Es dudoso que los dirigentes cubanos tengan en mente un plan de evolución política para los próximos años, pero quizá tienen en mente un vago y confuso porvenir fotocopiado del modelo chino: introducción limitada del mercado, por áreas o influencias, y mantenimiento de una estructura política con capacidad de decisión quizá sostenida por alguna fórmula de democracia limitada. Éste último punto sería un avance sobre el esquema chino, quizá como una concesión al hecho de que Cuba, a diferencia de China, está cerca de Estados Unidos, rodeada de influencia y presiones occidentales.
Casi todo lo que se puede hacer sobre Cuba es prospectiva. Lo más evidente es que existe un impulso social que favorece el cambio económico hacia un modelocapitalista que desde el gobierno actual se mira con prevención. Para caminar en la dirección debida hacia el modelo de mercado, Cuba necesita inversión privada extranjera; los primeros cálculos apuntan a 2.500 millones de dólares. La inversión que puede generar el ahorro nacional es insuficiente para generar el impulso necesario en los mercados que empiezan a despuntar en la isla. El más evidente es el turístico, que crece a tasas muy significativas en los últimos años. Pero es un mercado muy sensible para quienes recuerdan la experiencia cubana, antes de la llegada de Castro, con la inversión estadounidense en hoteles y casinos. En todo caso, el gobierno cubano tiene que dar la señal de que está en disposición de aceptar dicha inversión y actuar normativamente en consecuencia.
Pero, para que el futuro del cambio en Cuba tenga alguna expectativa de aclararse es imprescindible que el país se integre en el Fondo Monetario Internacional (FMI). Este paso depende en primera instancia de que Estados Unidos ponga fin a su veto; pero, naturalmente, lo decisivo en este caso sería la voluntad del Gobierno cubano de integrarse en el organismo. Entrar en el Fondo significaría para Cuba aclarar su situación monetaria (equivaldría, por ejemplo, a liquidar la dualidad monetaria en la isla, causa de tantas ineficiencias) y situarse en disposición de aceptar ayudas multilaterales. La contrapartida es que el FMI exigiría un ritmo de cambio económico más rápido que el que, al parecer, complacería a los dirigentes cubanos.
El gobierno español tiene que estar en ese cambio, apoyándolo en la medida de lo posible, y contribuyendo además a que las empresas españolas participen en el despegue potencial del país. Pero la disposición a actuar del gobierno español a este respecto es muy limitada, por no decir inexistente. No se trata de sostener la idea de “la tradicional influencia española en La Habana” sino de demostrar la capacidad de la economía española (en resumen, de sus empresas) para actuar en mercados que le son conocidos (el turismo) o en los que puede avanzar conjuntamente, como el de las tecnologías de la comunicación.
EDITORIAL DE EL PAÍS
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