LA ARQUITECTURA DE LA AUTOCRACIA
Junio-Julio 2008
Richard Lacayo
En otros tiempos, las siluetas de las sociedades autoritarias reflejaban interminables bloques de estilo soviético. Hoy, algunos de los diseños más inovadores se encuentran en los países con menos libertades. ¿Por qué los mejores arquitectos prestan sus proyectos más ambiciosos a los autócratas? En tres palabras: tienen carta blanca.
La cumbre de Moscú: la isla de Norman Foster, de 4.000 millones de dólares, incluye 900 pisos, un hotel, escuela, museos y un centro deportivo.
Daniel Libeskind es uno de los arquitectos más famosos del mundo, responsable del Museo Judío de Berlín, la vanguardista ampliación del Museo de Arte de Denver (EE UU) y el primer plan general para los terrenos del World Trade Center de Nueva York. Trabaja por todo el mundo, o casi. Hace unos años, me aseguró que nunca lo haría en China. Libeskind, que nació en Polonia en 1946, vivió durante un tiempo bajo el régimen comunista de Vladislav Gomulka, y no fue una experiencia que le dejara predispuesto hacia los Estados de partido único. Sus escrúpulos sobre la elección de clientes no eran demasiado conocidos hasta febrero, cuando pronunció en Belfast una charla en la que criticó a los arquitectos que ofrecían sus servicios a sistemas totalitarios. “Creo que deberían asumir una actitud más ética”, dijo. “Me preocupa cuando tienen carta blanca en una obra... No sabemos si ha habido un proceso público: ¿de quién es ese solar, esa casa, esa tierra?”.
¿Por qué Libeskind ha decidido hablar ahora? Porque el tema está empezando a ser inevitable. Desde hace unos años, los mayores nombres de la arquitectura trabajan en países en los que los procedimientos democráticos son un fenómeno infrecuente. Hoy en día, las obras más grandes y audaces se encuentran en lugares como Rusia, China y los Estados del golfo Pérsico, donde la toma transparente de decisiones, las aportaciones de la comunidad y las elecciones legítimas –o de cualquier tipo– suelen ser menos importantes que otros asuntos como el crecimiento de la economía y la riqueza de sus dirigentes.
China es el mayor imán de todos. Un inmenso boom inmobiliario y un Gobierno sediento de prestigio han generado decenas de encargos golosos para famosos arquitectos extranjeros, entre ellos la nueva sede de la Televisión Central China (CCTV) de Rem Koolhaas, el estadio olímpico de Herzog & de Meuron y la gigantesca nueva terminal del aeropuerto internacional de Pekín, de Norman Foster, que es el edificio más grande del mundo... por ahora. Dentro de un tiempo se verá superado por otra megaestructura de Foster, esta vez en Moscú. Apodada la Isla de Cristal, será una “ciudad dentro de una ciudad”, cuya terminación está prevista para 2014, y es uno de los varios proyectos que la firma británica está llevando a cabo en Rusia.
En la región del Golfo, donde las condiciones de trabajo de los inmigrantes son un problema crónico de derechos humanos, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos se han dedicado a reciclar los ingresos del petróleo en inmensos proyectos de construcción, como la torre Burj Dubai, diseñada por Skidmore, Owings & Merrill –el edificio más alto del mundo–, varios proyectos de Koolhaas y un distrito cultural en Abu Dhabi con museos realizados por las superestrellas de la arquitectura Tadao Ando, Frank Gehry, Zaha Hadid y Jean Nouvel.
El dinero del crudo también ha llevado a la británica-iraquí Hadid a diseñar un centro cultural para Azerbaiyán, un lugar que no es famoso precisamente por sus buenas notas en las clasificaciones de Freedom House ni de Human Rights Watch. Es más, el centro llevará el apellido de Heydar Aliyev (el ex funcionario del KGB que dirigió la república petrolera centroasiática con puño de hierro hasta que murió, en 2003) y de su hijo Ilham, que le sucedió en un pobre remedo de elecciones libres. El año pasado, una Hadid consciente de sus deberes colocó unas flores en la tumba de Aliyev.
CONSTRUCCIÓN NACIONALNo es ningún misterio por qué los arquitectos mantienen una relación ambigua con el poder. No pueden hacer nada sin él. Cada gran edificio, sea en Manhattan, Dubai o Singapur, es un triunfo de la voluntad, normalmente la del cliente, independientemente de que éste sea un promotor, el director de un museo o un gobierno autoritario. Los arquitectos prefieren a clientes sin miedo, dispuestos a invertir un dinero sustancial y a reírse de la oposición local. Qué tentador resulta construir en sitios en los que un emir o un Vladímir pueden tomar decisiones con impunidad, el dinero abunda, las ambiciones no tienen límites y los adversarios están más preocupados por la vigilancia policial y por la posibilidad de que les metan en la cárcel.
Consulte también el tema especial web: Diseño para déspotas
Hablando de Vladímir Putin, la firma escocesa de arquitectura RMJM ganó el año pasado un concurso para diseñar la torre de Gazprom en San Petersburgo. Recordemos que es la gran compañía de gas natural que en otro tiempo dirigió el nuevo presidente, Dmitri Medvédev, el sucesor designado por Putin (y, por cierto, uno de los participantes en el concurso de diseño fue Daniel Libeskind). El Centro Okhta ha suscitado protestas en Rusia y en el extranjero por sus 400 metros de altura en una ciudad en la que el edificio más alto es un campanario que mide la tercera parte. Los que se oponen son numerosos e importantes, como la Unión de Arquitectos de San Petersburgo, el director del museo Hermitage y la Unesco, que ha amenazado con quitar a la urbe rusa su condición de patrimonio mundial. Sin embargo, casi todos los observadores ven con escepticismo que los críticos influyan a la hora de la verdad. Podría decirse que hay cierto aroma a carta blanca en el aire.
No nos equivoquemos, hasta las democracias más antiguas tienen mucho que mejorar. Tanto en Nueva York como en Londres habrá siempre nuevos proyectos en los que la opinión pública cuente muy poco y los poderes fácticos hagan lo que hace el poder. Sin embargo, los arquitectos y promotores en los países democráticos tienen que enfrentarse a comisiones estatales, estudios de impacto ambiental, juntas de calificación y grupos comunitarios, políticos y medios de comunicación. Esa interferencia es precisamente lo que exaspera a tantos grandes arquitectos, que se quejan de que Occidente ha perdido el deseo de construir cosas importantes. La nueva Terminal 5 del aeropuerto de Heathrow, diseñada por Richard Rodgers, tuvo que someterse a una investigación pública que duró casi cuatro años. Es más o menos el mismo tiempo que ha tardado el proyecto de Foster para la nueva terminal del aeropuerto de Pekín en pasar de la concepción a la finalización. Hubo que satisfacer a un asesor de feng shui, pero eso fue todo; nada de complicados procesos judiciales.
No obstante, resulta sorprendente que los autócratas de todo el mundo hayan adquirido esa afición por la arquitectura moderna. Antes solían preferir lo que podríamos llamar “neoclasicismo paquidérmico”, que daba a la dictadura más endeble el peso de un imperio duradero. Hitler ordenó a Albert Speer que reimaginara Berlín como una Roma hiperinflada. Y Stalin dejó como herencia unos bloques tan pomposos como su mostacho. La excepción fue Mussolini, que comprendió lo que la arquitectura moderna podía conferir a su régimen: la autoridad del futuro. Y, entre los autócratas de nuestra época, su idea es la que ha arraigado.
Por otro lado, los arquitectos que se apresuran a trabajar con ellos tienen sus propios motivos. Precisamente porque su pensamiento es tan nuevo y vanguardista, varios de ellos pasaron sus primeros años vagando por las inmensidades de la arquitectura de papel, es decir, dedicados a clases, conferencias y la publicación de libros influyentes, pero sin demasiado trabajo de verdad. La tentación de aceptar lo que se les ofrece ahora, aunque sea con clientes poco recomendables, es comprensible. Pero hay más. Es una profesión entregada a las grandiosas ambiciones de rehacer el mundo. Arquitectos como Hadid y Koohaas no sólo practican su oficio sino que desean polemizar, con una devoción evangélica hacia su propio pensamiento avanzado sobre los edificios y las ciudades. Es una actitud que puede hacer que cooperar con regímenes desaconsejables parezca el tipo de cosa que la historia es capaz de perdonar, porque los gobiernos pasan, pero los edificios permanecen como ideas forjadas en piedra y acero. En definitiva, se puede trabajar para el Rey Sol si uno deja como herencia Versalles. O, mejor aún, algo más céntrico.
CONSTRUCCIÓN NACIONALNo es ningún misterio por qué los arquitectos mantienen una relación ambigua con el poder. No pueden hacer nada sin él. Cada gran edificio, sea en Manhattan, Dubai o Singapur, es un triunfo de la voluntad, normalmente la del cliente, independientemente de que éste sea un promotor, el director de un museo o un gobierno autoritario. Los arquitectos prefieren a clientes sin miedo, dispuestos a invertir un dinero sustancial y a reírse de la oposición local. Qué tentador resulta construir en sitios en los que un emir o un Vladímir pueden tomar decisiones con impunidad, el dinero abunda, las ambiciones no tienen límites y los adversarios están más preocupados por la vigilancia policial y por la posibilidad de que les metan en la cárcel.
Consulte también el tema especial web: Diseño para déspotas
Hablando de Vladímir Putin, la firma escocesa de arquitectura RMJM ganó el año pasado un concurso para diseñar la torre de Gazprom en San Petersburgo. Recordemos que es la gran compañía de gas natural que en otro tiempo dirigió el nuevo presidente, Dmitri Medvédev, el sucesor designado por Putin (y, por cierto, uno de los participantes en el concurso de diseño fue Daniel Libeskind). El Centro Okhta ha suscitado protestas en Rusia y en el extranjero por sus 400 metros de altura en una ciudad en la que el edificio más alto es un campanario que mide la tercera parte. Los que se oponen son numerosos e importantes, como la Unión de Arquitectos de San Petersburgo, el director del museo Hermitage y la Unesco, que ha amenazado con quitar a la urbe rusa su condición de patrimonio mundial. Sin embargo, casi todos los observadores ven con escepticismo que los críticos influyan a la hora de la verdad. Podría decirse que hay cierto aroma a carta blanca en el aire.
No nos equivoquemos, hasta las democracias más antiguas tienen mucho que mejorar. Tanto en Nueva York como en Londres habrá siempre nuevos proyectos en los que la opinión pública cuente muy poco y los poderes fácticos hagan lo que hace el poder. Sin embargo, los arquitectos y promotores en los países democráticos tienen que enfrentarse a comisiones estatales, estudios de impacto ambiental, juntas de calificación y grupos comunitarios, políticos y medios de comunicación. Esa interferencia es precisamente lo que exaspera a tantos grandes arquitectos, que se quejan de que Occidente ha perdido el deseo de construir cosas importantes. La nueva Terminal 5 del aeropuerto de Heathrow, diseñada por Richard Rodgers, tuvo que someterse a una investigación pública que duró casi cuatro años. Es más o menos el mismo tiempo que ha tardado el proyecto de Foster para la nueva terminal del aeropuerto de Pekín en pasar de la concepción a la finalización. Hubo que satisfacer a un asesor de feng shui, pero eso fue todo; nada de complicados procesos judiciales.
No obstante, resulta sorprendente que los autócratas de todo el mundo hayan adquirido esa afición por la arquitectura moderna. Antes solían preferir lo que podríamos llamar “neoclasicismo paquidérmico”, que daba a la dictadura más endeble el peso de un imperio duradero. Hitler ordenó a Albert Speer que reimaginara Berlín como una Roma hiperinflada. Y Stalin dejó como herencia unos bloques tan pomposos como su mostacho. La excepción fue Mussolini, que comprendió lo que la arquitectura moderna podía conferir a su régimen: la autoridad del futuro. Y, entre los autócratas de nuestra época, su idea es la que ha arraigado.
Por otro lado, los arquitectos que se apresuran a trabajar con ellos tienen sus propios motivos. Precisamente porque su pensamiento es tan nuevo y vanguardista, varios de ellos pasaron sus primeros años vagando por las inmensidades de la arquitectura de papel, es decir, dedicados a clases, conferencias y la publicación de libros influyentes, pero sin demasiado trabajo de verdad. La tentación de aceptar lo que se les ofrece ahora, aunque sea con clientes poco recomendables, es comprensible. Pero hay más. Es una profesión entregada a las grandiosas ambiciones de rehacer el mundo. Arquitectos como Hadid y Koohaas no sólo practican su oficio sino que desean polemizar, con una devoción evangélica hacia su propio pensamiento avanzado sobre los edificios y las ciudades. Es una actitud que puede hacer que cooperar con regímenes desaconsejables parezca el tipo de cosa que la historia es capaz de perdonar, porque los gobiernos pasan, pero los edificios permanecen como ideas forjadas en piedra y acero. En definitiva, se puede trabajar para el Rey Sol si uno deja como herencia Versalles. O, mejor aún, algo más céntrico.
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