Libertad!

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lunes, 2 de junio de 2008

Cuatro decadas de Cien años de soledad


En 1967, García Márquez vino al país por única vez; llegó como un completo desconocido; diez días después, era una celebridad literaria; un testigo privilegiado evoca aquella visita
Por Tomás Eloy Martínez

Para LA NACION

Agosto de 1967 fue el mes que cambió la vida de Gabriel García Márquez.

Había cumplido 40 años el 6 de marzo de ese año, y en septiembre anterior había puesto punto final a Cien años de soledad, su novela de gloria.

Todavía no tenía editor. Lo más probable era que terminara cediéndola a Era, el sello mexicano independiente que acababa de publicar El coronel no tiene quien le escriba.

En mayo, cuando la revista Mundo Nuevo adelantó en París el fragmento sobre el insomnio en Macondo, una ráfaga de deslumbramiento corrió entre los lectores hispanoamericanos. Se estaba ante la completa novedad de un lenguaje sin antecedente y de una osadía narrativa que sólo podía compararse con Rabelais, con Kafka y con los cronistas de Indias.

Aun así, el autor seguía siendo casi un desconocido. En su casa de San Angel Inn, al sur de la infinita ciudad de México, seguía enredado en apuros económicos que le impedían pagar a tiempo el alquiler y obligaban a su mujer, Mercedes Barcha, a pedir que les fiaran sin término los alimentos en el mercado.

Llevaban ya seis meses de insolvencia cuando el propietario de la casa llamó a la puerta y les preguntó si tenían idea de cuándo podrían saldar la deuda. García Márquez contó así el episodio en Cartagena: "Mercedes hizo sus cuentas astrales y le dijo a su paciente casero, sin el mínimo temblor en la voz: -Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses. -Perdone señora -le contestó el propietario-, ¿se da cuenta de que entonces será una suma enorme? -Me doy cuenta -dijo Mercedes, impasible-, pero entonces lo tendremos todo resuelto, esté tranquilo." A mediados de julio de 1967, los García Márquez fueron invitados por el gobierno venezolano a participar en un congreso de literatura al que también asistirían Juan Carlos Onetti, Mario Vargas Llosa y Arturo Uslar Pietri. Al final de las deliberaciones se iba a entregar por primera vez el premio Rómulo Gallegos, que ascendía entonces a cien mil bolívares, unos veinticinco mil dólares. Los candidatos eran Tres tristes tigres , de Guillermo Cabrera Infante;

El siglo de las luces , de Alejo Carpentier; Juntacadáveres , de Onetti, y La casa verde , de Vargas Llosa. García Márquez y Mercedes llegaron a Caracas el 3 de agosto. En el aeropuerto los esperaban Soledad Mendoza, que era amiga de ambos desde 1958, y Mario Vargas Llosa, que sólo conocía algunas páginas de Cien años de soledad y se moría de ganas de abrazar al autor. "Esa fue la primera vez que nos vimos las caras", escribiría después Vargas Llosa en Historia de un deicidio . "Recuerdo muy bien la suya, desencajada por el espanto reciente del avión, incómoda entre los fotógrafos y periodistas. Nos hicimos amigos y estuvimos juntos las dos semanas que duró el Congreso, en esa Caracas que con dignidad enterraba a sus muertos [los del terremoto que había destruido parte de la capital una semana antes].

" Vargas Llosa ganó el premio Rómulo Gallegos con La casa verde . La novela de García Márquez había sido publicada en Buenos Aires sólo un par de semanas antes y, por lo tanto, estaba fuera de concurso. Apenas terminó el Congreso, Mercedes y él volaron a Bogotá, donde confiaron a la familia el cuidado de Rodrigo y Gonzalo, sus dos hijos pequeños, y el 16 de agosto a la madrugada llegaron a Buenos Aires, invitados por la editorial Sudamericana y por el semanario Primera Plana , del que yo era jefe de redacción.

Días difíciles El vuelo de Avianca desde Bogotá, con una larga escala en Lima, aterrizó en Ezeiza a las 3.15. Los García Márquez soñaban con ver las cumbres de la cordillera de los Andes, pero no había luna esa noche y el cielo cubierto de nubes apagaba todos los paisajes. -Vimos la Cordillera con su luz cuando regresamos a Bogotá con una escala en Santiago de Chile -contará Mercedes cuarenta años después. -Eran las tres de la tarde. Las montañas estaban nevadas y el aire era transparente. Aquella visión nos cortó el aliento -dirá Gabriel. Durante tres días, primero en la ciudad de México una tarde de noviembre de 2006, y luego durante dos noches de marzo de 2007 en Cartagena de Indias, los tres repasamos los detalles de aquel inolvidable viaje a Buenos Aires, que selló para siempre la gloria de García Márquez. No sólo a mí me interesaba tener los hechos claros. También a él, porque la historia de Cien años de soledad abrirá el segundo volumen de las memorias que empezaron con Vivir para contarla .

Parte de ese relato fue adelantada en el discurso que pronunció el 26 de marzo en el Centro de Convenciones de Cartagena. La prensa ha prestado especial atención a las declaraciones de humildad del autor -"ni en el más delirante de mis sueños, en los días en que escribía Cien años de soledad , llegué a imaginar que podría asistir a este acto para sustentar la edición de un millón de ejemplares"-.

Pero al resto del discurso se le concedió menos importancia, quizá porque los incidentes que contó García Márquez se daban como sabidos. No es así. En las noches de Cartagena y de México cotejamos la versión autorizada por el autor con la que dio al llegar a Buenos Aires en 1967. Juntos corregimos los horarios y las estadísticas alteradas por el vértigo de los años y coincidimos en detalles que ahora transcribo puntualmente.

A los García Márquez no les alcanzaban los ahorros para completar los 58 pesos mexicanos que costaba enviar por correo el manuscrito de la novela -unas 590 carillas- y tuvieron que dividirlo en dos paquetes. Gabriel cree que los 500 dólares que la editorial Sudamericana iba a pagarles como adelanto por la publicación llegaron a tiempo para sacarlos de aprietos, pero en Buenos Aires, cuarenta años antes, habían contado que Mercedes debió empeñar en el Monte de Piedad la licuadora que Soledad Mendoza les regaló cuando se casaron.

Así volvieron al correo con los veinte pesos que necesitaban y, cuando salieron de allí aliviados, Mercedes dijo: -¡Ay, Gabito! Lo único que falta ahora es que la novela te haya salido mala. Le había salido buenísima, y los dos lo sabían, pero no querían decirlo en voz alta porque son supersticiosos como todos los hijos del Caribe, y cantar victoria antes de tiempo hubiera atraído la mala suerte, la pava, como se llama ese estigma en la costa colombiana.

El primer amanecer Al aeropuerto de Ezeiza llegó Mercedes con un vestido de lanilla suelto, que acentuaba la elegancia de su porte y la esbeltez de su cuello, alto y airoso como el de la reina Nefertitis. Usaba entonces el pelo corto y se movía con la seguridad de quien jamás duda de su importancia en el mundo.

García Márquez contó esa noche que en marzo de 1965, antes de sentarse a escribir la novela, le entregó a su mujer los mil quinientos dólares que había ganado en un trabajo para una agencia de publicidad y le dijo: -Vas a tener que arreglarte con esto para los gastos de la casa, Meche. Yo tengo que encerrarme a escribir la novela. -¿Cuánto te parece que vas a tardar, Gabito?-Seis meses, cuanto mucho. Fueron dieciocho, un año y medio.

En ningún momento lo interrumpió Mercedes para confiarle las deudas en que se estaba comprometiendo y ni un solo día dejó García Márquez de cumplir con el trabajo de galeote que se había impuesto. En Buenos Aires recordó que sólo una vez, apremiado por una feroz sed de alcohol, se puso a gritar: -¡Carajo, en esta casa ni siquiera hay whisky! Pero Mercedes diría en Cartagena que ella se las había arreglado siempre para que el whisky no faltara. Lo que sí escaseaba a veces era el papel de escribir, porque Gabriel, en vez de tachar cuando cometía un error, volvía a mecanografiar con dos dedos la página completa, y así los cestos se llenaban rápido de hojas maltratadas.

A Buenos Aires llegaron los dos con unas ganas irreprimibles de comer un bife de chorizo. Gabriel vestía la misma chaqueta caribe de colores eléctricos con la que Ernesto Schoo lo había fotografiado en México y que estaba reproducida en la tapa de la revista Primera Plana del 20 de junio.

Durante años se atribuyó por error a esa portada insólita -que introducía a un escritor desconocido con un título estruendoso: "García Márquez-La gran novela de América"- la fama instantánea que cayó sobre el autor en Buenos Aires y que se expandió con una fuerza evangélica por todos los meridianos de la lengua castellana.

A Primera Plana , sin embargo, no le corresponde mérito alguno, excepto el de haber advertido a tiempo la grandeza de ese libro. La historia tal como fue es tan sencilla que cabe en pocas líneas.

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