No habrá resurgir de los partidos sin verdadera calidad humana de sus dirigentes
El fallecimiento de Rafael Caldera abre un espacio fértil para el análisis de su legado político. Su testamento a los jóvenes, breve y profundo, es síntesis de los valores de la civilización occidental.
No procura revisar los hechos mudables de la política o explicar su quehacer como gobernante. Deja, sí, las enseñanzas intemporales que lo animan en su lucha desde cuando Venezuela sale de la larga dictadura de Juan Vicente Gómez hasta el vértice que separa al siglo XX del XXI.
Rómulo Betancourt y Caldera son, sin duda, las referencias intelectuales de nuestra modernidad. El primero, abandona el corsé de la izquierda marxista para la forja de la "izquierda criolla", a partir de su Plan de Barranquilla de 1931. Éste, lejos de los extremos del liberalismo económico, negado a toda forma de regulación, y del socialismo de factura comunista, hace propias las enseñanzas de la Doctrina Social de la Iglesia, a partir de 1932. Se fija como norte situar al hombre y su dignidad como razón de Ser de la lucha por la libertad y la justicia social, en democracia, y teniendo éstas como síntesis a la paz, obra del diálogo y no de las armas.
Observa, no obstante, que se reinstala en América Latina, agonalmente, el debate entre el capitalismo neoliberal y el parque jurásico del comunismo, vestido con el traje engañoso de socialismo del siglo XXI. Y entiende así que, al igual que antes, urge el redescubrimiento de los principios esenciales y no la restauración del pasado.
Insiste por ello en la diferencia entre estructuras e instituciones. Aquéllas, sujetas a los cambios que demanda la realidad, y éstas, urgidas de su conservación sin que implique inmutabilidad, sino permanencia renovada.
El ex presidente valora los cambios y tacha a la revolución, que acaba con éstos y extirpa los principios que le sirven de base a la sociedad, dejándola sin memoria, empujándola a que se niegue a sí en lo que es y en lo que ha sido.
Subraya haber "tenido la oportunidad de ver altos y bajos en el camino de los pueblos de América Latina", de donde pide abrirle caminos a la esperanza y entender que la lucha sólo es posible cuando la guía el ideal. La construcción de aliento, en su juicio, desborda los odres de lo cotidiano o circunstancial, por importantes que sean.
EL ACERVO PRINCIPISTA DE CALDERA encuentra su raíz en lo que teólogos contemporáneos identifican como leyes universales de la decencia humana. Es un demócrata con sentido social y visión cristiana, no un morganático socialista-cristiano.
"Promover al hombre, a través de la libertad, para realizar la justicia", es su desiderátum. De allí que hable de la democracia que enaltece a la familia y valora el trabajo, y que educa no solo para superar el analfabetismo sino para el desarrollo pleno y tecnológico del ser humano a la luz de su tiempo, permitiéndole alcanzar la verdadera soberanía. "Pensar que puede lograrse el desarrollo sin libertad, o a costa de la libertad es olvidar que el desarrollo no tiene sentido si no es capaz de promover al hombre", son sus palabras.
Hacer de la democracia un estado de la vida, no mera forma de gobierno, que asegura la pluralidad en la diversidad de lo humano y promueve la convivencia más allá de la tolerancia, es el objetivo. Pero sus instrumentos sustantivos, añade Caldera, deben cuidarse, como el sufragio, la representación de la voluntad general en el seno parlamentario, la existencia de partidos políticos, en suma, "el régimen pluralista de corrientes y su expresión a través de los medios".
El ex presidente valora a los partidos frente a quienes o procuran su desaparición o alientan el sistema de partido único, oficial y totalitario. Pero lo hace con precisiones de fondo. Una es que los partidos no son diafragmas para negar la diversidad social en sus relaciones con la política. Han de agregar intereses generales. Pero la opinión pública, representada en el parlamento, debe coexistir con esa otra que fluye con vocación modeladora de la sociedad o se manifiesta en la prensa.
Los partidos, sean cuales fueren sus nombres y formas, deben ser instituciones de formación y canalización de "programas políticos", y de "coordinación" entre las partes que concurren a la vida común de la nación. Para Caldera, pues, no hay partido donde es franquicia o sede para el manejo de intereses de clientela o personales. No hay partido, en suma, donde faltan los sueños y menguan los ideales que nutren a la esperanza. Por lo cual -admoniza el fundador de la democracia cristiana- no habrá "resurgir de los partidos sin una verdadera calidad humana de sus dirigentes", "capaces de interpretar a la gente sencilla, hablar un lenguaje directo hacia su corazón, e inspirarle confianza en la rectitud de sus intenciones".
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