Antonio Sánchez García
Albacea del pensamiento político de su mentor, Asdrúbal Aguiar se hace a la loable tarea no sólo de rescatar sus enseñanzas de entre las ruinas de lo que devino casi necesariamente al cabo de su último mandato, sino de situarlo en las alturas “de los valores de la cultura occidental”. Debe, para hacerlo, asumir a plenitud la tarea que le atribuye a quien fuera su jefe político en el momento de su postrer balance: “No procura revisar los hechos mudables de la política o explicar su quehacer como gobernante.”
Olvida nuestro querido Asdrúbal que Caldera no fue primordialmente un pensador, un filósofo de la política, un humanista, así siguiera la impronta de Jacques Maritain. Fue, en el más estricto de los términos, un político venezolano que se debía a sus hechos mudables, dotado, qué duda cabe, de la preparación intelectual, de suyo ajena al quehacer de la inmensa mayoría de nuestros políticos, pero esencial en él como para fundamentar sus acciones inmediatas. Aún así: un político, al fin y al cabo. Y tan político y tan de las mudanzas circunstanciales, que en su primera madurez se vio inmerso incluso en las reyertas callejeras contra sus contrincantes en el mejor estilo de lo que entonces era moda en Europa: practicando el fascio.
Lo que dificulta propósito tan enaltecedor es que la cruel memoria de los hechos mudables criba lo medular del accionar de los hombres y deja, como impronta imperecedera, lo más resaltante de su accionar. En su caso, no sus aportes a la legislación laboral venezolana – que lo situaran, si a ver vamos, en la cúspide del paternalismo preconciliar y lo vincularan, nollens vollens, a lo peor de la política del extremismo venezolano tributario del marxismo leninismo. Un anti liberalismo, por cierto, que merecería ser considerado en el estudio de su pensamiento y sus ejecutorias. Cabe en su caso como una mágica admonición la referencia a la vieja sabiduría de que los extremos se tocan: el conservador Caldera, padre protector del golpismo venezolano de toda edad y condición. No es casual su rol de pacificador: entre la decisión de tenderle una mano a las guerrillas al comienzo de su gobierno y la exculpación de la inmunda felonía del golpismo el 4 de febrero, corre un hilo indeleble.
No hay dificultad mayor que escribir la historia del presente. Si por presente entendemos esta sucesión atribulada de tropiezos que nos marca desde que el país optara por la trágica estupidez de reelegir a la piedra en que ya tropezaran. Habrá tiempo para estudiar la acción de Caldera poniendo énfasis en la tensión entre proyectos y realidades, deseos y logros, intentos y frustraciones. Pero ninguno de esos atisbos podrá pasar por alto la descarada banalización que hiciera en el Congreso aquel aciago mediodía del 4 de febrero de la voluntad magnicida de Hugo Chávez, cuando se refiriera a los golpistas de esa madrugada, las manos manchadas de sangre inocente y quienes acababan de protagonizar el ataque con artillería pesada a la residencia presidencial – uno de los actos más cobardes de la historia militar de Venezuela – como “unos muchachos” bienintencionados que pretendían terminar con una democracia hambreadora. Lavándose olímpicamente las manos cual Pilatos ante la que fuera su propia obra.
Todos los testimonios dan cuenta de que la salvación de Carlos Andrés Pérez se debió antes a su coraje, a su decisión y al blindaje que protegía sus dependencias que a la bonhomía de quienes entraron a saco al palacio presidencial, en un asalto que avergonzará por siempre a nuestras fuerzas armadas. Que esa misma mañana se le dispensara el derecho a una coreografía heroica al felón homicida, y que ese mediodía un anciano lloroso y estremecido lo exculpara – en rigor – de actuar bajo la decisión de una voluntad criminal, son una y la misma cosa.
Imposible borrar de la memoria ese monstruoso traspié de quien hasta entonces consideráramos un estadista: con su actuación de esas horas imborrables, Caldera perdió el respeto de la posteridad y hundió en el fango una trayectoria que debió haber sido un modelo para las nuevas generaciones. Contribuyendo a macular una democracia que perdió su honra para siempre. De esos polvos salieron estos lodos. Lo que sobrevino era una natural consecuencia de esa estratégica movida provocada por su deseo de volver a estar en la cúspide de “las mudanzas” del poder. No mantenerse en el retiro, junto a sus notables, para impedir la catástrofe. Por el contrario: Chávez subió a la estatura del mito llevado de la mano por quien, en recompensa, volvió a sentarse en el ansiado sillón de Miraflores.
Mudanzas de la política.
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