LAS FUERZAS ARMADAS Y LA CRISIS: EL CASO CHILENO
Chile es hoy un ejemplo de estabilidad, prosperidad y justicia.
¿Será el futuro que nos espera?
Antonio Sánchez García
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Leo la biografía del General Augusto Pinochet escrita por el recientemente fallecido historiador chileno Gonzalo Vial y comprendo a cuarenta años de distancia cuan complejo, laberíntico e indescifrable fue el comportamiento de la oficialidad y el generalato de las fuerzas armadas chilenas durante los casi tres años de gobierno de Salvador Allende. Sobre todo: cuán delicado es el frágil equilibrio interno de la institución en su relación con el mundo político y cuán sutiles los movimientos de su evolución, dada la reserva consustancial al ejercicio del mando; cuán poderoso el principio de la verticalidad y el peligro ante cualquier apresuramiento en el desarrollo de sus propias iniciativas políticas en situación de graves crisis del sistema de dominación al que deben servir de manera absolutamente apolítica, constitucional y respetuosa del poder constituido. Encuadrada siempre por tres principios esenciales, jamás pisoteados: la constitucionalidad, la subordinación y el profesionalismo y la honestidad a prueba de balas.
La sorpresa causada por la decisión final de quien ejercería el poder durante diecisiete años, con control absoluto del mando y una capacidad de liderazgo indiscutible, asombró no sólo al mundo político de la Unidad Popular, que lo consideró el más leal, respetuoso y subordinado de los generales, sino al propio Estado Mayor del ejército, que no tuvo conocimiento cabal de lo que pensaba ni siquiera a horas del pronunciamiento militar. Pinochet fue el más discreto, reservado, silencioso y sumiso de los comandantes en jefe del ejército chileno durante los tormentosos tiempos de la Unidad Popular. Fue siempre y de manera consecuente, "el segundo de a bordo", la discreta sombra tras del general Carlos Prats, el impertérrito jefe militar, escudado desde temprano tras sus lentes oscuros y un rostro enigmático. De él sólo se sabía que era disciplinado al extremo, estudioso y servicial, militar ciento por ciento en el más tradicional, sacrificado, apolítico y patriótico de los sentidos. De allí la angustia que sintiera Tencha Bussi de Allende, la primera dama, al mediodía del 11 de septiembre de 1973 al preguntarse por el destino que el golpe le habría deparado a Augusto, "el amigo de la familia" en las amargas horas del sangriento y quirúrgico golpe militar que lo convirtiera en el hombre más poderoso de la historia de la república.
Desde entonces, nada se movería sin su aliento. Chile no sería lo que ha llegado a ser hoy sin ese sorpresivo encumbramiento al Poder absoluto.
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Pero no sólo de Pinochet cabe asegurar el enigma de la evolución política de la institución armada chilena en tiempos de Salvador Allende y su propósito de implantar un régimen marxista en el país. Sino de todo el generalato, la oficialidad e incluso la tropa. La pregunta respecto de la difícil relación entre las fuerzas armadas y el poder ejecutivo en tiempos de crisis profunda como la que hoy vivimos en Venezuela termina por concretarse en una sola interrogante, que se fue haciendo quemante mientras avanzaba la implantación de un régimen marxista en Chile: ¿hasta dónde puede tolerar una institución esencial del sistema democrático como la que garantiza ultima ratio su sobrevivencia que desde la más alta instancia del Poder político se pretenda destruir dicho sistema e instaurar una dictadura de corte marxista? Que sumada a la otra gran pregunta: ¿hasta cuándo una institución armada destinada a preservar la soberanía puede tolerar el atropello a la misma mediante la subordinación a un poder externo, absolutamente ajeno a la propia tradición castrense? Asunto tanto más grave, cuanto que en Chile, salvo la esporádica e insignificante presencia de algunos elementos del G-2 cubano, adscritos a su embajada, las fuerzas armadas no convivieron con poder militar alguno de signo extranjero. En Venezuela, en cambio, y desde el comienzo mismo del proceso, las FAN se han visto obligadas a convivir en sus propios cuarteles con numerosos contingentes y altos oficiales de las Fuerzas Armadas revolucionarias cubanas. Hasta llegar a dudar muy seriamente acerca del ámbito de sus competencias y el poder real que detentan.
La renuncia de Ramón Carrizales vuelve a poner sobre el tapete el espinoso tema de las relaciones entre poder político y poder militar en tiempos de crisis de excepción. Y al parecer el trascendental tema de la soberanía nacional. Son muchos los temas que proyectan su sombra sobre esta delicada cuestión. Dado el agravamiento de la crisis y la eventual agudización de las medidas represoras a que se ve obligado a recurrir el ejecutivo ante las protestas generalizadas de la población, que pudieran dar pie a una futura intervención de los organismos de DDHH de competencia universal – como el estatuto de Roma y la Corte Internacional de la Haya – para castigar a los infractores, más aún si ellos fueren uniformados, ingresamos en un terreno de graves y profundas indefiniciones. Hasta ahora el ejecutivo ha evitado sistemáticamente el empleo de la fuerza armada para reprimir a la población estudiantil. Tal tarea parece reservada a los grupos de choque del régimen, a la policía nacional y a las autoridades regionales.
¿Es casual el reemplazo del coronel Carrizales por un joven civil de proveniencia estudiantil y militancia extremista? ¿Comienza el presidente de la república a vivir la soledad de un corredor de fondo y la pérdida de respaldo de los factores verdaderamente determinantes de la estabilidad institucional? ¿Se está viendo obligado a contar con la ultra izquierda marxista, y más nada? ¿Qué papel juega Cuba en la actual situación nacional? Demasiadas preguntas sin respuestas. El tiempo tiene la palabra.
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Tuvieron las fuerzas armadas chilenas, como consta de la biografía reseñada y de las memorias de los participantes, particularmente las del general Carlos Prats - el uniformado de mayor relieve durante todo el período que culmina con el golpe de estado el 11 de septiembre de 1973 -, un cuidado extremo en no involucrarse en el conflicto político que ya se anunciara desde fines de los sesenta con singular virulencia y que encontrara dramática expresión en el asesinato del general René Schneider, comandante en jefe de la institución asesinado por la ultra derecha tras un frustrado secuestro en octubre de 1970. La doctrina Schneider, que desde entonces se convirtiera en la norma fundamental del comportamiento de las fuerzas armadas chilenas y que recibiera precisamente el nombre del asesinado comandante en jefe, rezaba negro sobre blanco: prescindencia absoluta de las fuerzas armadas en el conflicto político del universo civil. Tal principio, un estorbo a las pretensiones golpistas de la ultra derecha chilena, que buscaba impedir el ascenso de Salvador Allende y la UP al Poder, precipitó su asesinato. Lo que sus asesinos no consideraron fue que, en palabras del propio general Schneider, tal principio rector tenía una excepción sagrada: prescindencia absoluta de intervenir en los asuntos civiles salvo en el caso de un peligro inminente de socavamiento del estado derecho por parte de alguna de las fuerzas desestabilizadoras y dictatoriales en pugna.
Así lo reseña Gonzalo Vial: "La única limitación de este pensamiento legalista está en el hecho de que los Poderes del Estado abandonen su propia posición legal. En tal caso, las Fuerzas Armadas, que se deben a la Nación – que es lo permanente – más que al Estado – que es lo temporal -, quedan en libertad para resolver una situación absolutamente anormal y que sale de los marcos jurídicos en que se sustenta la conducción del país. Es obvio que tendrían que ser las mismas Fuerzas Armadas las que, guiadas por su propio criterio, decidieran y manifestaran que se había generado esa "situación absolutamente anormal". ¿Cómo? También la respuesta caía de su peso".
Tal decisión fue asumida por el Estado Mayor a comienzos de septiembre y comunicadas al indescifrable general Pinochet en un mensaje transmitido veinticuatro horas antes del aplastante golpe de Estado del 11 de septiembre. Ninguno de esos altos mandos de las tres fuerzas – marina, aviación y carabineros - podía imaginar que el hombre discreto y obediente, aparentemente incondicional del general Carlos Prats, constitucionalista y fiel servidor del presidente Salvador Allende sería el futuro Capitán General de la república. Herrera Campins tenía absoluta razón: militar es leal hasta que deja de serlo.
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Caben en todo caso unas últimas consideraciones, que atañen a la identidad y el carácter del propio estamento militar y a la situación de deterioro en que se encontraba el sistema institucional chileno. En Chile, las fuerzas armadas jamás pudieron ser penetradas y/o socavadas por los factores de la desestabilización marxista propugnada por la alianza en el Poder. El mismo Allende se mostró respetuoso de la integridad y autonomía de las fuerzas armadas, de las que esperó un sacrosanto respeto a su alta investidura. La preocupación fundamental que motivó el rompimiento del pacto de respeto a los principios constitucionales por parte de las FFAA fue el temor a la implantación de un régimen marxista, el crecimiento potencial de la izquierda revolucionaria representada por el MIR y los sectores radicales del Partido Socialista y la radicalización de las acciones de masas de los sectores populares. Las fuerzas uniformadas se mantenían cohesionadas tras su estructura jerárquica y estrictamente apegadas a sus disciplina interna. Ni disolución, ni indisciplina, ni politización ni muchísimo menos corrupción. Males que en el caso venezolano han contribuido a la desarticulación de la cohesión interna de las FAN y a un dramático deterioro de su personalidad histórica.
Tampoco se encontraban socavadas las instituciones fundamentales del estado de derecho: el TSJ, el Congreso y la Contraloría General de la República se encontraban en manos de los sectores tradicionalistas y democráticos, enfrentados unánimemente con el ejecutivo y potencialmente capaces de crear las condiciones jurídicas, políticas y sociales que permitieron el golpe de estado del 11 de septiembre de 1973. El tal sentido, el Estado de derecho no sucumbió a los embates desestabilizadores de la Unidad Popular y pudo mantener su autonomía hasta garantizar el respaldo jurídico y legal al pronunciamiento militar. Que tras treinta y siete años de tan dramáticos sucesos Chile pueda darnos un ejemplo de civilidad y democratismo, demuestra la justicia de opciones que entonces parecieron trágicas. Chile es hoy un ejemplo de estabilidad, prosperidad y justicia. ¿Será el futuro que nos espere?
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