Libertad!

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miércoles, 4 de mayo de 2016

Los militares y los comunistas

Me lo contó una amiga que vivió una temporada, con su hermana y el esposo de esta, en una urbanización para oficiales jóvenes. Según el asunto, tras la aparente cordialidad que priva en cualquier comunidad, las relaciones de vecinos estaban regidas por los dibujitos que tuviesen los hombres de la casa sobre los hombros de la guerrera. Parecía un vecindario normal de clase media con apetencias de ascenso, con vecinos reuniéndose a hacer parrilladas, vecinas chismeando y muchachos jugando, pero una implacable lógica vertical conducía las relaciones. Cuando bebían un domingo en el patio de alguno y surgía un pleito por una pieza del dominó, nadie perdía de vista que, tras las ropas de civil, el mayor tenía más razón que el capitán, y este tenía menos culpa que el teniente.

Y ante una discusión por dimes y diretes, la mujer del mayor podía pegarle cuatro gritos a la del capitán, la cual se tragaba sus opiniones en espera de la oportunidad de desquitarse con la del teniente. Y el hijo del mayor era malcriado y retrechero con el del teniente quien, educado en esa lógica, sabía que su destino era esperar un ascenso del padre para pagarla con el hijo del que viniera atrás.
En otra anécdota, en los comienzos de “la revolución”, alguien me contó con desencanto, que en un evento realizado en el auditorio de una institución pública, dirigido por un antiguo “camarada”, el protocolo dispuso un férreo sistema de clases en el cual, en las primeras filas se sentarían los directivos, en un segundo bloque el personal administrativo y, al fondo, el personal obrero.

Y estos eran los que vinieron a hacer una sociedad más justa.
Esas dos logias (militares y ñángaras), anteriormente enemigas, en algún oscuro punto de nuestra historia pactaron para ir tras la búsqueda del poder. Y lo consiguieron. Y, tras 17 años de esa alianza, entre las cosas buenas que podemos sacar en limpio, es que nos quitamos de encima, de un mismo plumazo, dos mitos que se habían cimentado en nuestra sociedad, gracias a la ausencia de pruebas que pudiesen corroborarlo: la honestidad de los ñángaras y la eficiencia de los militares.
*
Tienen mucho en común: se trata de gente que nunca arriesgó su propio capital, que nunca produjo empleo, que nunca desarrolló iniciativas concretas y comprobadas para sacar a la gente de la pobreza. En pocas palabras, gente que nunca supo cómo funciona el mundo real fuera de sus sociedades secretas. Que siempre vivió de alimentar los monstruos de la sociedad. “Yo tengo estas armas para cuidarte de un potencial enemigo”, decían unos. “Yo tengo estas armas para liberarte de la opresión del capitalismo”, decían otros. Abstracciones, demonios, amenazas. Parecían inocuos, hasta que a la gente le dio por pararles la oreja.
Y aquí estamos.
Las empresas de unos eran utópicas y las de otros burocráticas. Los ñángaras iban a acabar con las injusticias, pero no tenían ninguna experiencia en eso de generar riqueza (porque decían estar reñidos con el Capital). Y los militares siempre han sabido gastar el dinero, pero jamás han sabido reproducirlo. Todo lo que a ellos compete entra en el rubro de “gasto” de alguna partida estatal.
Y, además, unos y otros son hijos de un mal histórico. De una visión violenta de la vida. De la borrachera épica. El que agarra un arma va por el botín. Y no lo digo yo, que no soy más que un modesto observador empírico de mi tiempo. Lo dice la Historia. El que empuña un arma no creará escuelas ni empleos productivos, ni poemas ni canciones, ni nada cuanto de bello y productivo pueda tener la vida.

Que Venezuela aprenda la lección. La llegada al poder de los “hombres de acción” solo trajo un exacerbado culto a la violencia. “Colectivos”, escoltas, gritones, militares, guardias nacionales, policías, bandas armadas, pranes, bachaqueros mafiosos, linchadores… La herramienta de trabajo de unos y otros nunca sirvió para construir ni reparar nada. Y con ellos en el poder, se han multiplicado entre nosotros.

Y no hay que ser un genio para saberlo: a más armas en la calle más muertes violentas.

Y no solo sacaron “sus herramientas” de sus cuarteles y caletas, respectivamente, sino también su paranoia, su pragmatismo, su lenguaje. Por eso acusan de “traidor” al ciudadano que deja de votar por ellos. E insultan al que piense distinto. No conciben la vida sino a partir de la confrontación bélica.

Y trajeron, también, su accionar, su visión del mundo. Muchas empresas de servicios públicos usan de transporte de personal pick-ups y camiones. Como tropa. Pero los jerarcas, claro, se desplazan en confortables camionetas. Porque en su lógica, en su sociedad de castas a la que llaman disciplina, la gente es tropa. Por eso viven hablando de guerras, porque es la percepción que tienen de la realidad: guerra económica, batalla de las ideas, batallones electorales, rodilla en tierra, artillería ideológica… Como los viejos guerrilleros y los veteranos de guerra, viven sumergidos en una paranoia constante donde hay que atacar antes de ser atacados.
De interés De cuando (no) comíamos Perrarina

Y a falta de enemigos reales, su guerra es contra la ciudadanía, contra los civiles, contras los que no comulgan con la violencia, contra la gente productiva. Y al estilo clásico: en la retaguardia la cúpula y en la calle la tropa.

La misión de los comandantes es llenar de odio a sus huestes.

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Esta semana, como cosa rara, los militares vuelven a ser noticia. En su laberinto. Uno de ellos anuncia que se cocina un golpe. Otro le pone nombre al cabecilla del mismo. Y una tercera comenta por twitter que señaló de traidora a un persona humilde que estaba firmando por la activación del revocatorio, porque la revolución le había dado su casita. No el Estado, la revolución.

En fin, tomaron un país (con los defectos e injusticias que puede tener cualquier sociedad) y devolvieron un cuartel. Pero el del ejército derrotado. Y pensar que, cuando llegaron, la masa los aclamó poniendo toda su fe en dos promesas cuyo cumplimiento parecía posible, dado que en la vieja mitología los militares ostentaban una férrea disciplina operativa y los ñángaras una férrea disciplina ideológica. Gente eficiente y honesta que iba a a) poner orden en el país y b) acabar con las cúpulas podridas.

El chiste amargo se cuenta solo.

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