Fernando Mires
En su último artículo (sobre el libro “El Poder y el Delirio” de Enrique Krauze) de los ya muchos que ha escrito Mario Vargas Llosa acerca de Venezuela, anota algo muy importante:
“lo más graneado y sólido de la intelectualidad venezolana, sea de izquierda, de centro o de derecha, milita en las filas de la oposición democrática al régimen caudillista de Chávez y trabaja para impedir que el proyecto autoritario cancele los espacios de libertad que aún sobreviven. Y todos parecen coincidir en la convicción de que esa lucha por la libertad debe ser pacífica, de ideas y principios, y electoral. Esta es la primera vez en la historia de América Latina en que un régimen "revolucionario" no ha conseguido reclutar a un solo artista, pensador o escritor de valía y más bien se las ha arreglado para ponerlos a todos ellos en la oposición. Vale la pena subrayarlo y celebrarlo porque lo cierto es que hasta ahora todas nuestras dictaduras, sobre todo si eran de izquierda, han tenido cortesanos intelectuales, y a veces de alto nivel”.
Palabras que ameritan más de alguna reflexión. Vargas Llosa (¡ojo!) no dice que la intelectualidad de derecha -como quisieran los chavistas- sino que una variada gama de intelectuales de todos los colores - y aquí afirmo: sobre todo de izquierda o de proveniencia de izquierda- niega su apoyo al proyecto militar y personalista del socialismo del siglo veintiuno en su versión militarista venezolana. Esto significa que a diferencia de otros caudillos que han hablado en nombre del socialismo, Chávez no cuenta con el aval teórico ni ideológico de la mayoría de los intelectuales de su país. Lo mismo, habría que agregar, está ocurriendo en Nicaragua, país en donde intelectuales como Sergio Ramírez, Ernesto Cardenal, Gioconda Belli, o artistas como los emblemáticos hermanos Mejía, y muchos otros, niegan de modo militante su apoyo al Sandinismo autoritario que representa Daniel Ortega. Pero Chávez (a diferencias del Sandinismo) nunca ha podido contar, ni siquiera en los momentos de su máximo apogeo, con un significativo apoyo intelectual. Y mucho menos contará ahora, cuando la llamada “revolución bolivariana” ha entrado a su fase agónica. Vale la pena preguntarse entonces porque eso ha sido, es, y será así. ¿Han perdido acaso los intelectuales venezolanos el amor por la revolución que alguna vez tuvieron cubanos y nicaragüenses? ¿O será simplemente el hecho de que la mayoría de ellos percibe que la de Chávez no es (no ha sido, o no será) ninguna revolución?
En términos políticos, eso hay que subrayarlo, tanto el Movimiento 26 de Julio como el Sandinismo fueron movimientos antidictatoriales: surgieron empuñando las banderas de la democracia y -lo que es decisivo- no las del socialismo. En cambio Chávez entró a la escena pública como golpista y en contra de una democracia que aunque mal funcionaba, sí lo era. En efecto: no fue tanto -como parece deducir Vargas Llosa- que la mayoría de los intelectuales cubanos y nicaragüenses actuaban por vocación revolucionaria sino, lo que es muy distinto: por vocación democrática. Ellos apoyaron masivamente a sus respectivas revoluciones durante la fase democrática de la revolución. Cuando ambas revoluciones pasaron a su fase antidemocrática, la gran mayoría de los intelectuales de ambos países (unos primeros; otros más tarde) volvieron las espaldas a sus autoritarios dirigentes, refugiándose en el exilio externo y, en casos trágicos como el del poeta cubano Heberto Padilla, en el exilio interno.
No fue por lo tanto el apoyo de los intelectuales aquello que confirió una legitimidad democrática a las respectivas revoluciones sino que la legitimidad democrática que en momentos iniciales éstas alcanzaron, la razón que llevó a concitar el apoyo de los mejores intelectuales y artistas de ambos países. Esta última observación puede ser fortalecida si hacemos un seguimiento de las luchas anti-dictatoriales (y por ende democráticas) que tuvieron lugar en los países del Cono Sur. En todos los casos, sin excepción, la mayoría de los intelectuales abrazaron la causa democrática. Luego, ésta es mi tesis: la tendencia predominante de los intelectuales latinoamericanos – incluyendo a Vargas Llosa- ha sido la de apoyar las causas democráticas más que las revolucionarias y, cuando apoyan revoluciones, las apoyan sólo hasta el momento en que éstas pierden su carácter democrático. En ese sentido los intelectuales latinoamericanos no han tenido un comportamiento diferente al de los intelectuales europeos, sobre todo con respecto a aquellos que tanto padecieron en los ex-países socialistas. Como es sabido, los “socialismos reales” entraron en su fase de descomposición cuando los intelectuales pasaron a la oposición organizada, como ocurre en la actual Venezuela.
Por supuesto, me estoy refiriendo a los intelectuales que se encuentran o se han encontrado involucrados en los acontecimientos de sus países. Hay, por cierto, casos de intelectuales que apoyan a gobiernos antidemocráticos y dictatoriales “desde fuera” ya sea para posar de “progresistas” o por razones puramente ideológicas, e incluso sentimentales. Sin embargo, aún en ese espacio externo, los gobiernos de Nicaragua y Cuba han perdido muchísimo terreno. Si algún intelectual de relieve aún apoya a los Castro o a Ortega, es más bien por nostalgia o melancolía, como quien añora al primer amor de su vida; pero nada más. Y, por cierto, de un modo extremadamente pasivo, sin ninguna pasión, sin jugárselas; casi con vergüenza. En el fondo, tanto Saramago como García Márquez saben que nunca podrían vivir más de una semana bajo las condiciones asfixiantes que imponen dictaduras como la cubana.
En síntesis: la gran mayoría de los intelectuales venezolanos no apoya ni apoyará a Chávez porque el presidente no inició su lucha en contra de una dictadura sino que en contra de una democracia, por muy precaria que fuera. Más aún: el proyecto chavista, como ha sido tantas veces repetido, no es un proyecto de gobierno, sino que un proyecto de poder destinado a subvertir las instituciones y los valores democráticos de la nación en nombre de una revolución que busca eternizar a sus máximos dirigentes en el poder.
Pero no sólo eso: tanto en su composición orgánica, en su lenguaje y en su estilo, el gobierno de Chávez es esencialmente militarista. La mayoría de sus cuadros políticos no provienen de las letras, ni del estudio, ni siquiera de la política, sino que de los cuarteles militares. En ese sentido, Chávez no solo continúa la tradición populista latinoamericana, sino sobre todo, la militarista, es decir, justo aquella que ha sido más ajena a la vida democrática de nuestras naciones. ¿Qué influjo pueden ejercer sobre los intelectuales venezolanos los discursos ramplones, las consignas fáciles, el lenguaje procaz y cuartelero de los jerarcas chavistas? Si hay algo contrario a todo lo que tenga que ver con el pensamiento y la cultura, es la ideología militarista. Y la ideología del régimen venezolano actual, por más que se disfrace de “antimperialista”, es militarista. Por eso los chavistas no cuentan ni siquiera con el apoyo de la mayoría de los pensadores de la izquierda venezolana. Mas, no sólo no cuentan con el apoyo de los intelectuales del presente, tampoco con el de los del mañana. Los movimientos estudiantiles del 2007 lo dejaron muy, pero muy en claro.
¿Y para qué queremos el apoyo de esos cómodos intelectuales de la burguesía si en cambio tenemos el del pueblo? Dirán seguramente los chavistas más endurecidos. Dejando de lado que el apoyo mayoritario del llamado “pueblo” ha sido más que cuestionado tanto el 2.12.07 como el 23. 11.08, hay que consignar, además, un hecho objetivo. Desde las revoluciones norteamericana y francesa, pasando por la mexicana y la rusa, hasta llegar a la cubana, e incluso a la sandinista, no ha habido ninguna que no haya contado no sólo con el apoyo, sino que con la participación activa de la mayoría de los intelectuales. En muchos casos, esas revoluciones han sido revoluciones de intelectuales y dirigentes como Jefferson, Danton, Lenin, Trotzki, Madero e, incluso Castro, fueron, en primera línea, intelectuales. Chávez, evidentemente no lo es; por lo menos en primera línea, no lo es, y sus más fieles seguidores, tampoco lo son. Podríamos decir incluso que una de las condiciones principales que hacen posible a una revolución es el apoyo y participación de la gran mayoría de los intelectuales. La razón es muy simple: los intelectuales son quienes confieren legitimidad al acto revolucionario.
Una revolución puede prescindir de la legalidad. Mas no puede prescindir de la legitimidad. Si la guillotina de Robespierre, si las purgas y asesinatos de Stalin, o si el paredón de Castro ocurrieron, fue porque quienes practicaron tales crímenes contaban (todavía) con la legitimidad de la revolución, legitimidad concedida por aquellos que elaboraron las “grandes ideas” en cuyo nombre todo podía ser posible. Dichas “grandes ideas” eran, para decirlo en el vocabulario de Gramsci, ideas hegemónicas. Sin esas grandes ideas hegemónicas los asesinatos habrían sido llamado asesinatos y no “ejecuciones”. Las grandes ideas de los intelectuales han sido usadas por muchos dictadores como salvoconducto que confiere impunidad para cometer los más atroces crímenes en nombre de alguna teoría de la historia. Luego, nombrar a Gramsci, y su idea de la hegemonía, es aquí muy pertinente.
De acuerdo a Gramsci – a quien el régimen chavista ha intentado instrumentalizar ideológicamente, aunque sin éxito- la condición principal del momento revolucionario es la victoria en la lucha por la hegemonía ideológica. Si los intelectuales revolucionarios logran imponer sus ideas por sobre las de sus enemigos, el triunfo de la revolución socialista estará, según Gramsci, garantizado. Dicha imposición no puede ser, de acuerdo con el filósofo italiano, una imposición forzada, sino que por el contrario, deberá ser realizada a través de la persuasión, el convencimiento y la lógica, esto es, a partir de una lucha de ideas contra ideas. Luego: el término hegemonía en sentido gramsciano no tiene nada que ver con el término dominación, sino que más bien con el de pre-eminencia. Y como es fácil entender, dicha pre-eminencia ideológica solamente puede ser lograda a través de los intelectuales. Ahora bien: en el caso venezolano, ni la mayoría de los intelectuales, tampoco los intelectuales más significativos, apoyan a la “revolución” de Chávez. Por el contrario, son sus declarados enemigos. En el sentido gramsciano eso quiere decir que el chavismo ya ha sido derrotado en la lucha por la hegemonía ideológica. Ha perdido, y definitivamente, como ocurre en Nicaragua, la batalla de, y por, las ideas. Chavez u Ortega podrán tener la legitimidad del poder, mas nunca el poder de la legitimidad.
Sin embargo no hay ningún régimen dictatorial en el mundo (incluyendo los de Batista, Somoza, Pinochet y Videla ) que hayan carecido de un mínimo apoyo de intelectuales, aunque sólo hubieran sido, para repetir de nuevo a Vargas Llosa, simples cortesanos. Hay también algunos intelectuales chavistas. No diré si son “de valía” o no, qué ese no es el tema. Probablemente hay algunos que fueron ideológicamente programados de acuerdo a los códigos de la Guerra Fría, y en contra de eso, a estas alturas del partido, ya no hay nada que hacer; lo digo por experiencia. Quizás hay los que encontraron algún “nicho” ocupacional que no tuvieron antes; vaya a saber uno. Puedo imaginar que otros apoyaron a Chávez como reacción en contra de la corrupción imperante durante el gobierno de Carlos Andrés Pérez; que tampoco era para aplaudirlo. Otros lo vieron como una solución frente a la profunda crisis política que vivía el país, sin darse cuenta que Chávez no sólo no era la solución sino que la parte más grave de la crisis. Algunos se ilusionaron con algunos programas sociales de la “revolución bonita”, bastante menos efectivos en todo caso que los que fueron aplicados en otras naciones sudamericanas, cuyos gobernantes no cayeron en delirios ideológicos. En fin, las razones pueden ser muchas. Pero más allá de esas razones, en algunos casos comprensibles, todas ellas han quedado atrás frente al dilema que enfrentará Venezuela en los comienzos del 2009. Ese es el dilema que surge de la imposición forzada de una enmienda anticonstitucional cuyo objetivo es instaurar una dictadura plebiscitaria.
Los pocos intelectuales chavistas que restan, incluyendo los que asumen a veces “posiciones críticas”, deberán enfrentar ese dilema existencial. Se trata simplemente de decir sí o no a una enmienda cuyo carácter anticonstitucional ha sido denunciado por la mayoría de los juristas de la nación. De una enmienda de origen puramente personal, que no fue pedida ni elaborada por nadie más que por una persona en nombre de un pueblo que ya dijo “no”. De una enmienda políticamente antidemocrática que arranca de cuajo el principio básico relativo a la alternancia en el poder. De una enmienda, en fin, contraria a toda razón, moral y derecho. Todavía tienen ellos la posibilidad de salvar su credibilidad. Pero si esos intelectuales, incluyendo a los que se dicen “críticos”, no apoyan el No -incluso sin dejar de ser chavistas, que al fin y al cabo ese es su derecho- significa simplemente que habrán delegado al Estado su facultad de pensar, negándose así, ellos mismos, no sólo como intelectuales sino, sobre todo, como ciudadanos.
fernando.mires@uni-oldenburg.de
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