Distopias
Ibsen Martínez
Tal Cual 13-1-2009
Estas notas no buscan pronunciarse sobre quién tiene la razón.
Su asunto es el repudio oratorio y gesticulante a la intervención israelí en la Franja de Gaza que ha mostrado uno de los rasgos más disolventes y alarmantemente peligrosos de Chávez y los suyos: su indecible frivolidad.
Es este un atributo del carácter que usualmente se juzga con benevolencia. "Ligero, veleidoso, insustancial"; así describe el Diccionario de la Real Academia al frívolo. Y en verdad, de alguien frívolo no suele decirse que es maligno y peligroso, sino que es eso, simplemente: un ser superficial y vano, alguien amigo del chisme y los placeres sensuales.
Pero la frivolidad es también, y de modo muy esencial, ignorancia que se jacta de sí misma. Si alcanza a actuar en política puede resultar letal, incluso para el frívolo.
La brutal campaña israelí en Gaza, tanto como la indiscriminada cohetería de Hamas que según Israel la ha provocado, nos deparan hoy día un nuevo episodio de la letal discordia que desde hace seis décadas viene ensangrentando el Medio Oriente.
Menos de una semana atrás, el filósofo francés Bernard Henri-Lèvy, ante las pavorosas imágenes de los muchos niños palestinos asesinados, recordaba la lancinante afirmación de Albert Camus, al decir que frente a sucesos como los de Gaza no parece lícito pararse a distinguir entre "víctimas sospechosas" y "verdugos privilegiados." Esperemos, pues, que los combates cesen cuando antes.
Con todo, y haciendo mías palabras del mismo Henri-Lévy, esperemos "que, cuanto antes también, los comentaristas [de la prensa mundial] vuelvan en sí. Ese día descubrirán que Israel cometió muchos errores durante estos últimos años (ocasiones fallidas, largo rechazo a la reivindicación nacional palestina, unilateralismo), pero que los peores enemigos de los palestinos son esos dirigentes extremistas que nunca quisieron la paz, que jamás quisieron un Estado y que sólo pensaron para su pueblo en un Estado concebido como un instrumento de secuestro." Dicho lo cual pasemos a mi asunto. ¿Por qué digo que las declaraciones de repudio a la invasión israelí y de apoyo a Hamas, tanto como la inopinada expulsión del embajador de Israel, manifiestan una letal frivolidad? ¿No es acaso cuestión de suma gravedad tomar partido por una de los bandos de una guerra? La cuestión es de tanta gravedad, en efecto, como para haberle dedicado mucha meditación antes de pronunciarse por Hamas, en especial si se considera que no somos un país del medio oriente, ergo, no hemos sido jamás actores de aquel conflicto, cuyas causas remotas y cercanas son sumamente complejas, y por esos mismo, son de todo menos reductibles a una pugna entre "víctimas sospechosas" y " verdugos privilegiados." Sabido es que Chávez ha suplido su indecible incapacidad -- "El Incapaz", con mayúsculas, lo llama en punzo penetrante Rafael Poleo-- con la exuberancia de su pendenciera palabrería. Innecesario señalarlo pues lo hemos padecido durante los diez peores años del último siglo.
Pero en esta ocasión, la declaratoria ha estado rodeada de un aspaviento tan grotescamente circense como gozosamente irresponsable. Tan irresponsable que no para mientes en que las aprensiones y animosidades que en el seno de nuestra sociedad han despertado los flamígeros discursos proferidos desde una mezquita, los kaffiyehs, los velos, la invocación al ancestro árabe de un ministro, etcétera, no son del tipo que pueda revertirse con las acostumbradas "rectificaciones" de Chávez.
Ya no se trata solamente del trato desconsiderado a la curia católica, sino de azuzar, sin ambages, una plaga milenaria: el antisemitismo.
El nuestro ha sido un país en el que judíos y descendientes de árabes, ya fuesen islámicos, católicos, drusos o cristianos maronitas, convivieron siempre en paz con una colectividad mayoritariamente católica.
El pueblo llano no supo nunca hacer distinciones entre ellos y quizá por eso siempre les llamó, cariñosa y genéricamente, "turcos." Se ha señalado muchas veces que esto tal vez se haya debido al hecho de que, a comienzos del siglo pasado, tanto los judíos sirio-libaneses, por ejemplo, como los ciudadanos sirios que tocaban nuestras costas no podían hacerlo sino con el pasaporte del Imperio Otomano al que estaba sujeto por entonces gran parte del mundo árabe.
La inmigración asquenazí, mucha de ella sobreviviente del Holocausto, que nos llegó a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, se asimiló profundamente a nuestra sociedad, en gran parte católica. Muchos de ellos no son creyentes, en el sentido ortodoxo, sino judíos secularizados.
No han sido infrecuentes, por cierto, los matrimonios mixtos.
Añadir un odio más al menú de odios con que el chavismo ha decidido orientar su "proyecto político" da muestras de una monstruosa irresponsabilidad desde el momento que esta "toma de posición" no se concibe de un modo exclusivamente diplomático, sino que incurre en torpes alusiones descalificadoras del humano sentido de religiosidad que alienta en casi todos nosotros, ciudadanos venezolanos.
Por descontado, se trata de gestos y palabras que Hezbolá y Hamas saludan y que Israel, téngalo usted por seguro, no dejará pasar. Si no me cree, mírele la cara a Tzipi Livni, la ministro de asuntos exteriores israelí.
La maniaca intemperancia de Chávez no sirve sino para profundizar en América Latina la dañina influencia del terrorismo integrista islámico con todo lo que este tiene de imprevisible.
Manera tan frívola de pretender por todos los medios hacer de Venezuela "un actor internacional" sólo halaga la disposición de cierta izquierda mundial a sustituir principios por emociones.
Se trata, repito, de una imprudencia inexcusable porque aviva, entre nosotros, una sociedad caracterizada desde siempre por la tolerancia religiosa, el peor de los aportes del chavismo a nuestro declinar como nación civilizada: el odio irracional entre los ciudadanos, el miedo y la violencia.
Ello por sí solo es un motivo más para ponerle freno a la ambición de Chávez de perpetuarse en el poder y decir NO.
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