CRÍTICA: LECTURAS COMPARTIDAS
ROSA MONTERO 02/04/2011
. .Cuando un maestro de la narración como Juan Marsé escribe con ese placer interior, el resultado es una fiesta. Su escritura es ligera, sedosa, conmovedora, exacta. Caligrafía de los sueños está llena de escenas inolvidables. Una de ellas evoca el espléndido relato Teniente Bravo
Cuánto cuesta ser libre! Libre para inventar y para jugar con las palabras, libre de la ansiedad por gustar, del ruido del mercado, del miedo a la crítica, del empeño en adaptarnos a lo que desean de nosotros los demás, en vez de luchar por lo que nosotros deseamos. Creo que la madurez literaria pasa obligatoriamente por esa dificilísima libertad interior, que es un estado de gracia quebradizo que uno puede perder en cualquier momento.
'Caligrafía de los sueños' es una historia de iniciación en la vida y en la escritura; en la mentira, y en las consecuencias que esa mentira tiene
Cuando un maestro de la narración como Juan Marsé escribe con esa libertad y ese placer interior, el resultado es una fiesta. Marsé es uno de esos novelistas erizo que, según la clasificación de Isaiah Berlin, se enroscan sobre sí mismos y siempre escriben la misma historia (el otro tipo de escritor es el zorro, que camina por la llanura buscando nuevos horizontes). Y así, las novelas de Marsé construyen un mundo reconocible, constante y tan sólido como un edificio, una casa en la que se instala el lector mientras le lee. Marsé se habita.
No todas sus novelas me gustan lo mismo, como es natural. Pero con la última, Caligrafía de los sueños, volvemos al Marsé más puro, más verdadero. El Marsé de siempre, ¡pero tan hermoso! Seguramente fue más ambicioso con otros libros, como Rabos de lagartija; pero justamente por eso me llegaron menos. Porque eran menos libres, menos auténticos. Caligrafía de los sueños es una historia de vocación modesta, aparentemente menor, en la que el autor se permite narrar un mundo muy cercano a su realidad biográfica. Puede hacerlo: es tan mayor y tan sabio que es capaz de contar su vida sin hablar en realidad de sí mismo, sino de todos. Esto es, se ha liberado incluso del peso de su propio yo. Es una historia de iniciación en la vida y en la escritura; en la mentira, y en las consecuencias que esa mentira tiene. Las palabras pesan y narrar nos salva. Qué hermoso que el protagonista decida convertirse en escritor cuando una máquina le machaca una mano (ya no puede ser joyero, que era su oficio; ni pianista, que era su vocación); de modo que la literatura sería la manera de compensar una mutilación. ¿Y no es exactamente así? ¿No escribimos siempre porque nos sentimos mal (como dice Millás), porque no estamos enteros, porque nos falta algo?
Y qué bella escritura la de este libro, ligera, sedosa, conmovedora, exacta. Es tan bueno Marsé cuando es bueno que, por ejemplo, en Caligrafía... se describe una visita de los chavales a un burdel, lo cual es uno de los tópicos más aburridos y manidos de la literatura, y, sin embargo, aquí el texto sigue latiendo de vida. La novela está llena de escenas inolvidables, pero quizá mi preferida sea la lucha del pequeño Tito por aprender a montar en bicicleta. Tito es un niño de unos seis años, en camiseta y con el pelo alborotado, que pedalea junto al bordillo de la acera en una pequeña bicicleta con ruedines. Pero a Tito le avergüenzan los ruedines, y después de bregar con la bicicleta un rato largo, consigue quitárselos. Todo esto sucede por detrás de otra escena; es una lucha que el protagonista ve de cuando en cuando a través de la ventana de un bar, y que el niño de alguna manera le dedica, como principal testigo de su proeza. Y así, "observa al niño lanzándose una y otra vez con su bici a tumba abierta calle abajo, resuelto y veloz a pesar de los bandazos y las trompadas, la barbilla pegada al manillar y una fijación maniática en la mirada (...) hasta caer estampado en medio de un enredo de ruedas y piernas y brazos (...) Algunos viandantes le aconsejan que lo deje, pero el chaval no atiende a nadie".
Ese niño obsesionado, ensangrentado y roto, esa épica minúscula y feroz, me recuerdan el relato de Marsé Teniente Bravo, que es uno de los mejores cuentos que he leído en mi vida. El relato sucede en 1955, en un campamento de la Legión en Ceuta, durante una sesión de gimnasia a la que han de someterse los pobres reclutas que hacen la mili allí. El instructor es el teniente Bravo, un militar meticuloso y petimetre, "un hombre pequeño y envarado, joven, bigote fino y hermoso mentón moreno, algo levantisco, hombros caídos y apariencia frágil, pero fibroso y pechugón". Este teniente, cansado de pedir oficialmente útiles de gimnasia sin resultado alguno, ha comprado un potro de segunda mano, un trasto podrido y zanquilargo, y ahora, con petulante suficiencia, está explicando a los medrosos reclutas cómo se salta ese aparato. "Está bien, yo saltaré primero", dice al fin, compadecido quizá de la aprensión de los chicos o más bien deseoso de lucirse: "Pero sólo una vez, así que fijaos bien porque no habrá repetición".
El resto es previsible, pero no por ello menos demoledor. Es más: el hecho de saber lo que va a suceder es uno de los ingredientes que aportan densidad a la tragedia. El primer salto lo falla de manera discreta: "Se elevó poco, y además no soltó a tiempo las manos del potro y la bota izquierda tropezó con la muñeca. Llevaba tan poco impulso que casi no fue una caída; se abrazó al potro y se dejó resbalar suavemente del otro lado". Pero ya está perdido. Bravo lo intenta una y otra vez, y en cada ocasión lo hace peor, se hace más daño, se rompe más la crisma y la dignidad. Saltar el potro se convierte en una gesta colosal, en la ordalía que va a decidir el resto de su vida, en un drama ridículo pero espantoso, de manera que, al leer el cuento, no sabes si reír o estremecerte ante ese elocuente ejemplo de la insensatez esencial del ser humano y de lo grotesco de nuestras ambiciones. Y así, el pobre teniente, "asomado a su abismo particular", recorre su vía crucis hasta el final, mientras el sargento intenta inútilmente buscar excusas para librarlo de sí mismo y los reclutas se van quedando mudos del espanto. Y por fin, en su enésimo salto, desarbolado, con la bragueta del pantalón torcida sobre la cadera, corre "el último trecho como si cumpliera una penitencia" y se estampa definitivamente, hasta el punto de que tienen que llevárselo en brazos, derrotado y sangrando. Un relato monumental. Gracias, Marsé.
Caligrafía de los sueños. Juan Marsé. Lumen. Barcelona, 2011. 384 páginas. 22,90 euros. Teniente Bravo. Juan Marsé. DeBolsillo. Barcelona, 2004. 159 páginas. 8,95 euros.
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