Libertad!
domingo, 3 de abril de 2011
Respuestas a preguntas sobre Libia
REPORTAJE: OPINIÓN El autor se explica sobre cuestiones planteadas por la intervención militar en Libia y acusa tanto a los abstencionistas, como a los que hablan de colonialismo y arrogancia, de cinismo o complicidad BERNARD-HENRY LÉVY 03/04/2011 . .Es esta una guerra justa? La sola palabra parece asustar a más de uno. Ya quedaron atrás los tiempos en que podíamos debatir con normalidad, sin atraernos la ira de los neopacifistas soberanistas, sobre este viejo concepto de la filosofía política cuya validez teórica creíamos demostrada -desde el dominico Francisco de Vitoria hasta el estadounidense Michael Walzer-. Digamos, entonces, "guerra inevitable". Digamos que, frente a un tirano desenfrenado, cuando el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos se convierte en el derecho del tirano a disponer de su pueblo, cuando él, el tirano, apela al doble principio de soberanía (cada gallo canta en su gallinero; lo que pase dentro de mis fronteras es únicamente mi problema) y de igualdad de los Estados frente a la ley (un golpista loco y profesional del crimen es lo mismo que un demócrata y, por lo tanto, nada ni nadie tiene derecho a frenar su sed de sangre), la ley moral impone, sí, la obligación de intervenir para detenerlo. Esto es lo que acaba de suceder en Libia. Lo dijo al unísono la comunidad internacional, espoleada por la Liga Árabe y por Francia, a través de la resolución 1973 del Consejo de Seguridad. Y toda réplica a lo antedicho; toda sutileza doctrinal que pudiera sugerir que, detrás de cualquier injerencia, siempre hay un dejo de colonialismo y de arrogancia; todo abstencionismo como el preconizado por esa Alemania ultraconservadora, carcomida por consideraciones electorales a corto plazo y que no dudó en romper el pacto contraído hace 50 años con aquel "nunca más" antifascista; toda objeción académica a la manera de esos filósofos que esperan con impaciencia encontrar en el levantamiento popular de Bengasi los axiomas y los cánones de una "hipótesis comunista", en suma, todos esos pequeños cálculos, serían sinónimo de indiferencia, de cinismo y, nos guste o no, de complicidad con el crimen. El Consejo inyectará un poco más de democracia en un país arruinado por la corrupción y el gansterismo de Estado ¿Por qué Libia? ¿Por qué no Bahréin, Siria, Arabia Saudita o Yemen? Evitemos las respuestas contingentes, aun si estas contienen una parte de verdad. Evitémosle al lector respuestas del estilo: "Porque estábamos allí y no en otra parte". No vamos a insistir en lo absurdo, en lo carrolliano de la objeción: "Como no podemos estar en todas partes, mejor no estar en ninguna" (exacta contrapartida del no menos absurdo teorema de los neopacifistas, que se niegan a salvar a los civiles excusándose en los daños colaterales que ello implicaría: "Por miedo a las represalias, mejor aceptar las masacres" o "debemos dejarlos morir, porque no queremos cadáveres sobre nuestra conciencia..."). En cambio, invoquemos la cadena positiva según la cual, de una conducta recta, es decir, dictada por una máxima que se basa, a su vez, en un principio universal, se desprenderán forzosamente (al menos en el pensamiento) otras conductas de la misma naturaleza. A lo que responderemos, entonces, que si una intervención es justa, si parte más de una obligación moral que del interés particular de sus agentes, producirá por sí sola, por puro efecto de disuasión, una cascada de consecuencias que servirá de amenaza a otros tiranos. En otras palabras, dejar a Gadafi las manos libres era como decirle a los Asad y a los Saleh que podían dormir tranquilos porque el receso democrático había terminado. Detenerlo era enviar la señal contraria y hacerles saber a estos individuos que ha llegado la hora de moderarse, de transigir o incluso de ceder, so pena de correr la misma suerte. Jurisprudencia Gadafi. Disuasión a través de Gadafi. El nombre de Gadafi -o, al revés, el de Bengasi- utilizado como advertencia por una coalición de Estados occidentales, árabes y africanos sin precedentes. Actuar en Libia significaba, significa, intervenir en Bahréin, en Yemen, en Riad. Tercera pregunta. ¿Qué pasará después? ¿Qué sabe usted de los insurgentes? ¿Y qué le hace pensar que esta agrupación heteróclita de enemigos históricos y de antiguos servidores del régimen ayudará a sentar las bases de una nueva Libia? Mi respuesta es simple. Y, por cierto, no soy ningún ingenuo. En lo que respecta a Bengasi, como a muchas otras cosas, ya dejé atrás la edad del idealismo y del angelismo. Y, de aquí a la victoria, no veo a Mustafá Abdel Jalil, antiguo ministro y hoy jefe del Consejo Nacional de Transición, empapándose de las obras completas de Tocqueville. ¡Pero los hechos están ahí! No podemos negarlos. Sabemos, por ejemplo, que entre los 11 miembros del Consejo, cuyos nombres se hicieron públicos, no hay ningún islamista. Sabemos que, entre los otros 20 hasta ahora secretos por motivos de seguridad, figuran representantes de todas las regiones del país y que el riesgo de un conflicto tribal fue -¿intencionalmente?- subestimado. Y pienso que, aunque el Consejo no instaure un parlamentarismo churchilliano de un día para otro, inyectará un poco más de democracia en un país quebrado, arrasado por la dictadura, arruinado por la corrupción y el gansterismo de Estado, y que ese "poco más" será, en cualquier caso, una bendición. ¿Debería agregar que cualquier cosa será mejor que ayudar al hombre que aseguraba, por todos los medios posibles, haber "renunciado al terrorismo", pero cuyo primer reflejo, la víspera de la intervención, fue advertir que: "Por cada avión militar que vosotros me destruyáis, yo derribaré uno de vuestros aviones civiles"? En Libia, las alternativas son claras. O la demencia terrorista, o la humilde, paciente, difícil e interminable invención de la democracia. Así es. Traducción: José Luis Sánchez-Silva
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