EDITORIAL
02/04/2011
. .El presidente sirio, mofándose de sus propias promesas, ha optado por la más cruda represión contra quienes rechazan su dictadura. Las fuerzas de Bachar el Asad mataron ayer en Damasco al menos a tres personas, como antes lo han hecho en la ciudad costera de Latakia y en la sureña Deraa. Van más de un centenar de muertos en Siria en las últimas dos semanas, y el joven déspota ha recurrido ante su domesticado Parlamento al risible recurso de la conspiración internacional para explicar los acontecimientos sirios.
Asad, 12 años al frente de la férrea tiranía heredada de su padre, carece de credibilidad e intenta ganar tiempo. Sus propagandistas han vendido en los últimos días importantes reformas liberalizadoras, finalmente vacías. En su esperado discurso, el líder sirio no ha anunciado el final del estado de excepción, que permite desde hace medio siglo el silenciamiento de cualquier oposición y todo tipo de vilezas a sus fuerzas de seguridad; ni la legalización de partidos; ni libertad de prensa. Todo lo prometido por el desafiante dictador es un comité que indague las matanzas de manifestantes y otro que estudie la sustitución de la ley de emergencia por otra antiterrorista y de seguridad nacional. O sea, rebautizar el estado de excepción.
En la creciente revuelta siria se mezclan los mismos ingredientes y aspiraciones que en Túnez o Egipto. Siria es un Estado policíaco de partido único, el Baaz, corrompido desde la cúspide y controlado, también económicamente, por la familia presidencial y su círculo íntimo. Damasco se beneficia del capital político que le otorga su condición de aliado regional de Irán y factor determinante en Líbano y Gaza, por su apoyo a Hezbolá y Hamás. Ni siquiera EE UU o Israel, que ven en Asad un enemigo predecible, quieren un vuelco que llevaría más incertidumbre a una encrucijada crítica. Pero el régimen sirio, como otros vecinos, está siendo juzgado por su ejecutoria interior. Y su iniquidad es patente.
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