JULIO MARÍA SANGUINETTI 11/03/2008
"Recemos por los judíos. Que Dios Nuestro Señor ilumine sus corazones para que
reconozcan a Jesucristo, Salvador de todos los hombres. Dios, omnipotente y eterno,
tú que quieres que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
verdad, concede, propicio, que, entrando la plenitud de los pueblos en tu Iglesia,
todo Israel sea salvado".
El Vaticano rescata una oración que supone un serio retroceso cívico.
Esta plegaria ha sido adoptada por decisión de Benedicto XVI el pasado 5 de febrero,
para ser formulada en la celebración litúrgica del Triduo Pascual -el Viernes Santo-
y así comunicada a todas las Conferencias Episcopales del mundo, con el consiguiente
revuelo entre las comunidades judías y aquellos que han propiciado, desde sus
respectivas religiones, el diálogo "judeo-cristiano" abierto después del Vaticano II.
El tema desborda el debate religioso. Más allá de ese bienvenido diálogo, lo que
pone en cuestión la plegaria es el principio de tolerancia que preside la vida
institucional y social de los Estados democráticos modernos.
Que una comunidad religiosa pretenda difundir su fe, va de suyo. Que rece para
que todos los que no la profesan, encuentren su verdad, está en la lógica de la
actividad de cualquier activista de una creencia. Pero cuando una iglesia constituida
singulariza su prédica en los fieles de otra religión específica y reclama que se
haga lo necesario para "salvarlos" estamos entrando ya en el camino de la
intolerancia.
¿Con qué derecho, específicamente, se sienta en el banquillo de los acusados
de vivir en el error a los miembros de otra comunidad que ejerce el mismo
derecho que ella a creer en su Dios? No podemos ignorar que hacerlo con los
judíos y con "Israel todo", que debería ser salvado, es retornar al aire de aquellos
tiempos en que desde los púlpitos católicos se les condenaba por "deicidio", como
"asesinos de Jesucristo". Bien se sabe que esa doctrina fue un elemento sustantivo
para que los nazis pudieran desarrollar su prédica antisemita y desatar el Holocausto,
la mayor tragedia de nuestra civilización. ¿Dónde estaba Dios? se preguntó el actual
Papa cuando visitó el campo de concentración de Auschwitz, y muchos, con
incuestionable lógica, le preguntaron dónde estaba entonces la Iglesia católica,
silenciosa en momentos en que ocurría una tragedia de la que tenía cabal noticia.
Por cierto, la nueva oración no contiene las frases difamatorias de antaño: ya no se
habla de "los pérfidos judíos", expresión borrada por Juan XXIII. Sin embargo,
se inscribe en una dirección fundamentalista de peligrosa actitud discriminatoria.
Nadie puede ignorar que el pueblo judío ha sido de los más perseguidos de la
historia y, como ha logrado sobrevivir -a diferencia de otros tantos que sucumbieron-
continúa en el centro de vastos escenarios de prejuicio. El fundamentalismo
islámico, y hasta jefes de Estado como Ahmadineyad, proponen destruir el Estado
de Israel y la nación judía y lo hacen a grito pelado. Tampoco es un misterio
reconocer que el prejuicio antisemita va más allá, está aún vigente en el mundo
y que la política de Israel, polémica como todas las políticas, ambienta reacciones
prejuiciosas.
En ese cuadro, cuando la Iglesia católica, tan parsimoniosa siempre, sale a
intentar la salvación de los judíos y de Israel todo, proponiéndose sacarlos del
mundo del error en que viven, es obvio que está reinstalando en la picota a ese
perseguido pueblo y de alguna manera volviendo a condenarlo. ¿Por qué no
se hace lo mismo con los musulmanes o con nosotros los agnósticos liberales,
que hoy podríamos debatir el tema al amparo de las garantías que nuestra
filosofía logró arrancar a los absolutismos?
Algunos voceros eclesiásticos alegan que la plegaria se ha aliviado de adjetivos
acusatorios y que, además, no se leerá necesariamente en todas las iglesias,
porque ella se inscribe en la rehabilitación del viejo misal, que no es de empleo
obligatorio. Pero no cabe agradecer a la Iglesia que se haya corregido ella misma,
limando viejas aberraciones inquisitoriales, del mismo modo que no hace a la
cosa el porcentaje de templos en que se lea la plegaria. Lo que preocupa es la
plegaria en sí misma, como expresión de un retroceso cívico muy serio. E insistimos
en la palabra cívica, porque es un tema de ciudadanía.
La persecución racial, la intolerancia religiosa, la difamación histórica son males
endémicos que aún debemos combatir. No es razonable, por lo mismo, que una
Iglesia vaticana que venía evolucionando hacia el diálogo y la convivencia, dé
este paso atrás. Grande o pequeño no interesa. La cuestión es que la mentalidad
que está en la raíz de esa decisión no se compadece con los esfuerzos de los
últimos Papas y vuelve a sembrar una semilla de intolerancia que no deberíamos
observar con indiferencia.
Julio María Sanguinetti fue presidente de Uruguay. Es abogado y periodista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario