TRIBUNA: JOAN LACOMBA
El Partido Popular reconoció en la campaña que su estrategia pasaba por utilizar electoralmente el fantasma del miedo a la inmigración. La cuestión ahora es saber quién volverá a meter al genio en la botella
JOAN LACOMBA 31/03/2008
Va ser a realmente difícil establecer con precisión cuál ha sido el efecto final de la entrada de la inmigración en campaña electoral en el resultado de las elecciones del 9 de marzo. En términos generales, la derrota del Partido Popular (pese a su incremento en el número de diputados) podría hacer pensar en primera instancia en el fracaso del uso político de la inmigración. Igualmente, la victoria del Partido Socialista (con mejora también de resultados) podría ser interpretada apresuradamente como el éxito de la estrategia del Gobierno en esta materia. Sin embargo, ni una ni otra cosa parecen confirmarse plenamente, y es muy posible que el tema de la inmigración no haya condicionado finalmente demasiados votos, pero sí ahondado un clima que podría pasar factura en el futuro. De todos modos, habrá que ver con detalle qué ha ocurrido en las grandes ciudades y barrios con presencias importantes de población inmigrante, y si allí ha habido un cambio significativo en el voto, aunque será muy complicado aislar la variable migratoria del efecto de los otros muchos temas sensibles que se emplearon en las elecciones como arma arrojadiza.
Durante la campaña, ZP y el PSOE no transmitieron con claridad sus ideas sobre inmigración
Un país que crece demográfica y económicamente precisa más recursos públicos
Sea como sea, la cuestión no debería ser olvidada sin más y, aunque el daño probablemente ya esté hecho, alguna lección tendrá que sacarse del empleo intensivo, por primera vez en la historia española, de la inmigración en una contienda electoral. En ese tiempo cuatro fueron los mensajes lanzados desde el PP que resultaron especialmente preocupantes: la tesis de que los inmigrantes no se esfuerzan en integrarse; el discurso de que los derechos de los inmigrantes amenazan los derechos de los autóctonos; la asociación entre inmigración y delincuencia y, por último, la idea de que aquí ya no cabemos más.
El poso que esas afirmaciones sin fundamentar puedan haber dejado en la sociedad española puede que no tenga un efecto político inmediato, pero sin duda no ayuda a sentar las bases de una convivencia razonable. Gabriel Elorriaga lo dejó muy claro durante la campaña al reconocer que la estrategia del PP pasaba por generar dudas entre el electorado socialista empleando el recurso al fantasma de la inmigración. La pregunta a hacerle ahora sería: ¿quién volverá a meter al genio dentro de la botella? Es más, ¿valió la pena el mal causado a la vista de los resultados? Quizás sería el momento de pedir algún tipo de responsabilidad por haber encendido un fuego incontrolable en época de sequía de ideas.
Con la intención de pescar unas decenas de miles de votos en río revuelto se empezó lanzando la propuesta de establecer un "contrato de integración" para los inmigrantes, algo que resultaría enormemente cómico (y así logró convertirlo con acierto alguno de los artículos publicados en EL PAÍS) si no fuese porque toca un tema enormemente delicado. De hecho, para muchos españoles la idea del contrato, y sobre todo el mensaje implícito que la acompaña (los inmigrantes no se integran y por tanto hay que forzarles a que se integren), puede parecer de entrada plausible. No hay que olvidar que la inmigración sigue siendo señalada como uno de los principales problemas entre la opinión pública (y el Partido Popular ha tomado buena nota de ello), aunque una cosa es que se perciba como problema y otra que sea vista necesariamente como negativa, siendo esto último lo que en realidad parece que se ajusta más al planteamiento de la derecha.
Sin embargo, y pese a la dificultad y el desconcierto que muchos ciudadanos muestran a la hora de encajar y aceptar totalmente el fenómeno de la inmigración, cada vez se reconoce y se valora más la imprescindible aportación de los inmigrantes a la sociedad española. Claro que siempre habrá quien (incluso entre el electorado de izquierdas) se deje seducir por ese discurso de aparente sentido común que afirma, por ejemplo, que los inmigrantes abusan de los recursos públicos y, de paso, de nuestra propia confianza. Y eso es justamente lo que más falta en estos momentos y lo que este tipo de propuestas como el contrato de integración minan completamente: la confianza. El desconocimiento, los miedos y la desconfianza mutua son los principales obstáculos para la integración, entendida como cosa de dos, los que integran y los que se integran, los que acogen y los que se acogen y reconocen la calidad de esa acogida cuando ésta es tal. Una integración que no debería ser más que el esfuerzo en un largo proceso de adaptación mutua para facilitar una convivencia armónica, algo que resulta tremendamente ilusorio pensar que se pueda imponer por decreto.
El trabajo que queda por delante es sobre todo el de la consolidación y ampliación de derechos, incluido el derecho de voto (qué distinto sería todo y qué distintas hubiesen sido las propuestas de estos días pasados si el conjunto de los inmigrantes pudiesen votar, al menos en elecciones municipales) y la adecuación de los recursos públicos a las nuevas necesidades de una sociedad que se ha beneficiado enormemente de la inmigración en los últimos años, sin atizar supuestas competencias e imaginadas imposiciones culturales que no resisten ninguna prueba analítica.
No me cabe ninguna duda de que la gran mayoría de los inmigrantes realizan un notable esfuerzo de adaptación a la nueva situación, en condiciones a menudo difíciles. Si los inmigrantes encuentran un espacio acomodaticio no dudarán ni tendrán argumentos para no redoblar ese esfuerzo. Para ellos la única exigencia válida es la del cumplimiento de las leyes (sin paternalismos, pero sin olvidar también la complejidad del contexto de muchos casos) y no la arbitrariedad de un hipotético decálogo de buenas costumbres españolas que nadie ha podido aún concretar.
La aplicación práctica de una medida como el contrato de integración (ya se ha demostrado en otros países europeos) puede dar pie a situaciones delirantes, además de discriminatorias. En realidad, con esta clase de propuesta se pondría bajo sospecha a todo un sector de población que integra ya la sociedad española, y en la que cotidianamente cada vez va a resultar más difícil separar nítidamente a los españoles para hablar de un nosotros y un los otros. (¿Cuántas familias españolas tienen ya a personas de origen extranjero entre sus miembros? ¿Cuántas personas se han convertido en españolas en los últimos años habiendo llegado de otros países? ¿Cuántos niños de padres extranjeros o parejas mixtas son plenamente españoles?).
Afortunadamente, por el momento no tendremos que ver el efecto de la puesta en marcha del contrato de integración, pero esperemos que la idea, y sobre todo el trasfondo que la acompaña, no hayan calado entre la opinión pública ni contaminen las políticas migratorias en curso o las que se puedan avecinar.
Al Gobierno de Zapatero le queda ahora la parte más difícil en esta nueva legislatura: apagar los rescoldos con políticas migratorias en lugar de hacer política de la inmigración. Quizás durante la campaña electoral ni Zapatero ni su partido transmitieron con suficiente decisión y claridad su idea de la inmigración y su proyecto al respecto, en un tema que deja poco margen de maniobra.
No es cierto, como se cansó de repetir Rajoy, que no se haya hecho nada. Entre otras cosas tenemos en marcha un buen Plan Estratégico de Ciudadanía e Integración para el periodo 2007-2010, que seguramente podría ser reforzado con mayores medios. Podemos decir que en los últimos años ha habido un esfuerzo importante en un terreno que puede resultar políticamente resbaladizo, en tanto que la defensa de la inmigración no da votos, pero seguramente habría que hacer más visible lo que se hace y explicar más y mejor para qué se hace. En cualquier caso, mantener una acertada política migratoria no es tarea fácil, pero sí es posible hacerla pensando en la convivencia y no, como ha hecho el Partido Popular, en el previsible rédito electoral.
Joan Lacomba es profesor titular de Trabajo Social de la Universidad de Valencia y autor de La inmigración en la sociedad española.
El Partido Popular reconoció en la campaña que su estrategia pasaba por utilizar electoralmente el fantasma del miedo a la inmigración. La cuestión ahora es saber quién volverá a meter al genio en la botella
JOAN LACOMBA 31/03/2008
Va ser a realmente difícil establecer con precisión cuál ha sido el efecto final de la entrada de la inmigración en campaña electoral en el resultado de las elecciones del 9 de marzo. En términos generales, la derrota del Partido Popular (pese a su incremento en el número de diputados) podría hacer pensar en primera instancia en el fracaso del uso político de la inmigración. Igualmente, la victoria del Partido Socialista (con mejora también de resultados) podría ser interpretada apresuradamente como el éxito de la estrategia del Gobierno en esta materia. Sin embargo, ni una ni otra cosa parecen confirmarse plenamente, y es muy posible que el tema de la inmigración no haya condicionado finalmente demasiados votos, pero sí ahondado un clima que podría pasar factura en el futuro. De todos modos, habrá que ver con detalle qué ha ocurrido en las grandes ciudades y barrios con presencias importantes de población inmigrante, y si allí ha habido un cambio significativo en el voto, aunque será muy complicado aislar la variable migratoria del efecto de los otros muchos temas sensibles que se emplearon en las elecciones como arma arrojadiza.
Durante la campaña, ZP y el PSOE no transmitieron con claridad sus ideas sobre inmigración
Un país que crece demográfica y económicamente precisa más recursos públicos
Sea como sea, la cuestión no debería ser olvidada sin más y, aunque el daño probablemente ya esté hecho, alguna lección tendrá que sacarse del empleo intensivo, por primera vez en la historia española, de la inmigración en una contienda electoral. En ese tiempo cuatro fueron los mensajes lanzados desde el PP que resultaron especialmente preocupantes: la tesis de que los inmigrantes no se esfuerzan en integrarse; el discurso de que los derechos de los inmigrantes amenazan los derechos de los autóctonos; la asociación entre inmigración y delincuencia y, por último, la idea de que aquí ya no cabemos más.
El poso que esas afirmaciones sin fundamentar puedan haber dejado en la sociedad española puede que no tenga un efecto político inmediato, pero sin duda no ayuda a sentar las bases de una convivencia razonable. Gabriel Elorriaga lo dejó muy claro durante la campaña al reconocer que la estrategia del PP pasaba por generar dudas entre el electorado socialista empleando el recurso al fantasma de la inmigración. La pregunta a hacerle ahora sería: ¿quién volverá a meter al genio dentro de la botella? Es más, ¿valió la pena el mal causado a la vista de los resultados? Quizás sería el momento de pedir algún tipo de responsabilidad por haber encendido un fuego incontrolable en época de sequía de ideas.
Con la intención de pescar unas decenas de miles de votos en río revuelto se empezó lanzando la propuesta de establecer un "contrato de integración" para los inmigrantes, algo que resultaría enormemente cómico (y así logró convertirlo con acierto alguno de los artículos publicados en EL PAÍS) si no fuese porque toca un tema enormemente delicado. De hecho, para muchos españoles la idea del contrato, y sobre todo el mensaje implícito que la acompaña (los inmigrantes no se integran y por tanto hay que forzarles a que se integren), puede parecer de entrada plausible. No hay que olvidar que la inmigración sigue siendo señalada como uno de los principales problemas entre la opinión pública (y el Partido Popular ha tomado buena nota de ello), aunque una cosa es que se perciba como problema y otra que sea vista necesariamente como negativa, siendo esto último lo que en realidad parece que se ajusta más al planteamiento de la derecha.
Sin embargo, y pese a la dificultad y el desconcierto que muchos ciudadanos muestran a la hora de encajar y aceptar totalmente el fenómeno de la inmigración, cada vez se reconoce y se valora más la imprescindible aportación de los inmigrantes a la sociedad española. Claro que siempre habrá quien (incluso entre el electorado de izquierdas) se deje seducir por ese discurso de aparente sentido común que afirma, por ejemplo, que los inmigrantes abusan de los recursos públicos y, de paso, de nuestra propia confianza. Y eso es justamente lo que más falta en estos momentos y lo que este tipo de propuestas como el contrato de integración minan completamente: la confianza. El desconocimiento, los miedos y la desconfianza mutua son los principales obstáculos para la integración, entendida como cosa de dos, los que integran y los que se integran, los que acogen y los que se acogen y reconocen la calidad de esa acogida cuando ésta es tal. Una integración que no debería ser más que el esfuerzo en un largo proceso de adaptación mutua para facilitar una convivencia armónica, algo que resulta tremendamente ilusorio pensar que se pueda imponer por decreto.
El trabajo que queda por delante es sobre todo el de la consolidación y ampliación de derechos, incluido el derecho de voto (qué distinto sería todo y qué distintas hubiesen sido las propuestas de estos días pasados si el conjunto de los inmigrantes pudiesen votar, al menos en elecciones municipales) y la adecuación de los recursos públicos a las nuevas necesidades de una sociedad que se ha beneficiado enormemente de la inmigración en los últimos años, sin atizar supuestas competencias e imaginadas imposiciones culturales que no resisten ninguna prueba analítica.
No me cabe ninguna duda de que la gran mayoría de los inmigrantes realizan un notable esfuerzo de adaptación a la nueva situación, en condiciones a menudo difíciles. Si los inmigrantes encuentran un espacio acomodaticio no dudarán ni tendrán argumentos para no redoblar ese esfuerzo. Para ellos la única exigencia válida es la del cumplimiento de las leyes (sin paternalismos, pero sin olvidar también la complejidad del contexto de muchos casos) y no la arbitrariedad de un hipotético decálogo de buenas costumbres españolas que nadie ha podido aún concretar.
La aplicación práctica de una medida como el contrato de integración (ya se ha demostrado en otros países europeos) puede dar pie a situaciones delirantes, además de discriminatorias. En realidad, con esta clase de propuesta se pondría bajo sospecha a todo un sector de población que integra ya la sociedad española, y en la que cotidianamente cada vez va a resultar más difícil separar nítidamente a los españoles para hablar de un nosotros y un los otros. (¿Cuántas familias españolas tienen ya a personas de origen extranjero entre sus miembros? ¿Cuántas personas se han convertido en españolas en los últimos años habiendo llegado de otros países? ¿Cuántos niños de padres extranjeros o parejas mixtas son plenamente españoles?).
Afortunadamente, por el momento no tendremos que ver el efecto de la puesta en marcha del contrato de integración, pero esperemos que la idea, y sobre todo el trasfondo que la acompaña, no hayan calado entre la opinión pública ni contaminen las políticas migratorias en curso o las que se puedan avecinar.
Al Gobierno de Zapatero le queda ahora la parte más difícil en esta nueva legislatura: apagar los rescoldos con políticas migratorias en lugar de hacer política de la inmigración. Quizás durante la campaña electoral ni Zapatero ni su partido transmitieron con suficiente decisión y claridad su idea de la inmigración y su proyecto al respecto, en un tema que deja poco margen de maniobra.
No es cierto, como se cansó de repetir Rajoy, que no se haya hecho nada. Entre otras cosas tenemos en marcha un buen Plan Estratégico de Ciudadanía e Integración para el periodo 2007-2010, que seguramente podría ser reforzado con mayores medios. Podemos decir que en los últimos años ha habido un esfuerzo importante en un terreno que puede resultar políticamente resbaladizo, en tanto que la defensa de la inmigración no da votos, pero seguramente habría que hacer más visible lo que se hace y explicar más y mejor para qué se hace. En cualquier caso, mantener una acertada política migratoria no es tarea fácil, pero sí es posible hacerla pensando en la convivencia y no, como ha hecho el Partido Popular, en el previsible rédito electoral.
Joan Lacomba es profesor titular de Trabajo Social de la Universidad de Valencia y autor de La inmigración en la sociedad española.
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