Ana María Valeri
Nací en Guayaquil, Ecuador, de donde proceden mi madre y mi familia materna. Parte de mi infancia transcurrió en Bogotá donde mi padre fue llamado a ejercer su profesión y crecí arropada por el frío de la ciudad y la amabilidad de su gente. Con los años decidí ser venezolana porque Venezuela es mi tierra y mi hogar. Podría decirse entonces que en mi existencia hay una mezcla de todas esas culturas y modos de vida que definen estos países. Quizá sea ese el motivo por el cual miro la historia común desde una perspectiva diferente a la que en los días que corren se quiere imponer y no logro comprender que con la semejanza de formas que los caracterizan, los países que formaron la Gran Colombia, que hoy se llama cuando el viento sopla a favor, en lugar de buscar la unión de objetivos para el progreso común, estén envueltos en una absurda querella sobre si acabar con la vida de un personaje oscuro y ofensor de la justicia democrática, en un territorio a cuyos senderos el hombre puso límite, fue un acto de justicia o una violación de la soberanía en un territorio selvático escogido por terroristas para esconder su perversidad.Es que cuesta entender que en momentos en que la humanidad se encuentra investigando la cura para enfermedades como el sida y el cáncer, cuando el hombre extiende su dominio a Marte y los países más desarrollados rompen fronteras para facilitar el tránsito de los habitantes del globo terráqueo, tres países con recursos naturales inexplotados aún, que deberían tener objetivos comunes para acabar con la pobreza y la exclusión, se pierdan en la reyerta a causa de un ser sin moral que únicamente aquellos que sustentan argumentos arcaicos de supervivencia por las balas, apoyan.Como es natural, cada país, o al menos se espera que la cabeza de gobierno de cada país, se ocupe en la protección de los intereses de sus ciudadanos. Pero la defensa de los nacionales de un estado soberano no debería ir jamás en contra de la defensa de los derechos humanos naturales de todos los seres del mundo. Este es el caso que nos atañe, especialmente cuando la existencia de guerrilleros con expresos gestos de terrorismo y secuestro, narcotráfico y tortura a inocentes, además de la utilización de niños para engrosar las tropas de sus ejércitos, hace vida en las intrincadas selvas de los estados andinos en cuestión. Hay cosas que no necesitan mayor explicación cuando los hechos son de una transparencia manifiesta: Colombia ha sido víctima de la actuación de estos grupos sobre su población por más de cuarenta años, con un enorme saldo de secuestrados y asesinados y ningún país del área debe permitir su permanencia porque consentirla es aceptar que el cultivo de droga y el narcotráfico sirvan de medios para financiar la compra de armas y el consecuente ataque contra la civilidad. Adicionalmente, los jefes de Estado deberían ubicarse en un escaño mucho más alto que el de los acuerdos territoriales, como para ser capaces de entender que la tortura a que son sometidos quienes han sido privados de su libertad, las violaciones a niñas que son obligadas a cambiar una muñeca por un fusil, las amenazas a muchachos que sueñan con escapar y enmudecen con sus traumas a cuestas de por vida y el miedo que ocasionan a los pobladores de los caseríos donde se surten de víveres, está muy por encima de las letras que en papeles enmohecidos se ocultan a conveniencia.Un asesino es un asesino, un secuestrador es un secuestrador y un torturador es un torturador. En Colombia, en Ecuador y en Venezuela. Y en todos los países del planeta que reconocen que Adolfo Hitler fue un genocida, que los crímenes de lesa humanidad son condenados por los países democráticos del mundo y que cuando se trata de proteger a la raza humana de los desvaríos de un grupo de desubicados, ni deben ni pueden existir fronteras. Preguntémonos entonces si el presidente Correa hubiese actuado del mismo modo si fuese el pueblo ecuatoriano el que sufriese las consecuencias de la guerrilla. Preguntémonos también si el gobernante venezolano no hubiese tenido mano dura contra quienes habrían perpetrado el secuestro de algunos de sus familiares. Preguntémonos si los venezolanos no habríamos agradecido a cualquier país vecino haber acabado con la cabeza de un grupo que secuestra a diario a nuestros compatriotas en los estados fronterizos. Y dejémonos de patrioterismos estériles. Lo que el presidente Uribe hizo es mostrar al mundo que, más allá de moralismos ventajosos, la lucha por mantener la paz en una Colombia a la que los venezolanos debemos estar unidos y solidarizados en esta causa, es todavía un largo y tortuoso camino que debe ser ayudado a transitar por quienes consideremos que las fronteras pierden sentido cuando el bienestar y la paz del ser humano están en riesgo.anamariavaleri@gmail.com
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