Descansa en paz, Santiago Hannot, como tantos que como tú, escogieron vivir y morir aquí
Justo en los días que lamentamos la desaparición física de Jacques Braunstein, notable y perdurable promotor cultural -la "voz del jazz" por más de 5 décadas-, vale la pena detenernos en los incontables hombres y mujeres que como él, llegaron a este país en distintos momentos de su historia -de la historia de Venezuela y de sus historias personales- para no abandonarlo jamás y de quienes hoy, Venezuela agradecida guarda con celo sus restos.
En los precisos momentos en que tocaba a su fin la fecunda década de los 50 del recién concluido siglo XX, cuando torrentes de migrantes europeos poblaron esta tierra, llegó a sus tierras un cubano singular. Corría el año 1957 y el descalabro que la dictadura de Fulgencio Batista había producido en su tierra le aconsejaron que saliera a buscar nuevos horizontes. Cosa extraña, no escogió los caminos del Norte, como ha sido natural en muchos cubanos, sino que miró al Sur.
Razones le sobraban para haber pensado en Estados Unidos, pues no sólo era ducho en esa lengua -sería profesor en ella por muchos años- sino que, cuando era de buen tono trabajar para el "Imperio", él lo asumió sin vacilar. Como hombre de mar trabajó en un barco norteamericano, que, todavía con las cenizas de la segunda guerra humeando, continuamente tocaba en los puertos alemanes, llevando la ayuda que el Plan Marshall había puesto en movimiento. Tan importante fue ese tiempo para su vida, que por siempre permaneció en sus recuerdos -y en sus conversaciones.
Nexo familiar Esas razones no superaron, sin embargo, el peso que tendría el nexo familiar. De Nuevitas, el gran puerto de la provincia de Camagüey donde vivió desde niño, siempre guardó en su corazón un rincón especial para el marido de una tía que echó raíces en un cayo cercano. Era un margariteño que le enamoró de Venezuela y fue tan fuerte el apego que le sembró, que por siempre le permanecería fiel a ambos.
Joven todavía, con mujer y dos hijas pequeñas a quienes mandaría a buscar una vez establecido, se dio a la tarea que cientos de miles de inmigrantes conocieron: buscar trabajo haciendo brillar su oficio. Y el de él era la docencia. Enseño por años en colegios como La Salle de la esquina de Tienda Honda y en el Champagnat de Chacao, pero la labor por la que siempre sintió un gran aprecio y guardó muy gratos recuerdos fue la de enseñar en el Colegio Madre Cecilia Cros, de la red de Fe y Alegría en Alta Vista, Catia.
Con el tiempo le tocaría ser profesor de inglés en la Facultad de Humanidades de la Universidad Católica "Andrés Bello" y terminada su función allí, entraría de lleno en el mundo de la educación oficial. Estaba por llevar a cabo su mejor y más recordada obra, la que se iniciaría en los predios de Catia La Mar.
Cuando ya tenía allí muy pocos años, quiso mudarse a Barlovento, donde estaría más cerca del mundo marino de sus vacaciones inolvidables y así llegó a la mirandina población de Río Chico, donde luego de ser, como siempre, el reconocido profesor de inglés que todos conocíamos, le entregaron la dirección del más importante liceo de esa comunidad: el Liceo Las Mercedes. Allí fue donde, por fin, a cargo de una institución educativa de modo pleno, pudo mostrar toda la competencia que había ido almacenando por años.
Aceptar la jubilación Cuando por fin sus años y su agotado cuerpo le impusieron aceptar la jubilación, optó por permanecer en la ciudad que le había acogido. Tenía casa allí y ahora se aprestaba a ser un ciudadano más de aquella comunidad. Los años -ya pasaba de los 80, y -¿por qué no?- la soledad que compartía con su compañera fiel de toda la vida, le hicieron abandonar aquella pequeña ciudad a la que ya no retornaría.
Volvía a la Caracas a la que llegó casi 5 décadas atrás, cuando muchos emigrantes, angustiados por lo que podría traer la caída de Pérez Jiménez, optaban por retornar a Europa. Él no. Él, que salió de Cuba en tiempos turbulentos y tuvo que compartir la turbulencia de los nuestros, vino para quedarse y florecer en la tierra que le acogió sin reservas y donde tuvo la oportunidad de mostrar todo lo que era capaz de hacer.
Con su muerte a fines de este mes de noviembre -cuando su reloj venezolano marcaba 50 años de los 90 que Dios le regaló- se nos fue como llegó. Sin prisas y sin ruido y con sus cenizas prestas a verse dispersadas en el mar de Barlovento que tanto amó. Descansa en paz, Santiago Hannot, como tantos que como tú, escogieron vivir y morir aquí, en esta tierra de gracia, a la que tanto debemos todos.
antave38@yahoo.com
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