Libertad!

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jueves, 22 de mayo de 2008

Piedra lunar


De :Holanda Castro


Al leer que la risa deseada era besada por tan gran amante, éste, que de mí nunca ha de apartarse,la boca me besó, todo él temblando.
Dante: Infierno, Canto V, 133-136
A veces, por pudor, no decimos lo que creemos, porque lo que creemos es tan inverosímil que raya en la locura o en la duda hacia nosotros mismos. Por eso Paula no dijo que la asaltaba una certeza de lo indecible.
No sabía cómo decirlo, no sabía si debía creerlo. ¿Cómo invocar la vida eterna o la muerte sin fin? ¿Cómo pensar que a ella, en su estupidez infinita, los ángeles del adulterio la habían rozado?Un día Francesco se decidió a pedirle matrimonio a Paula, y así hacerse acreedor de un certificado que garantizase, de alguna manera, por fugaz que fuese, su posesión.
Aunque ya hacía tiempo podía decirse que vivían juntos, lo cual era realmente difícil de lograr, dadas sus vidas agitadas y proyectos obsesivos, él debía asegurarse, por algún miedo desconocido, que la chica permanecería con él.
Regularmente debían viajar para visitar a sus respectivos clientes, por lo que pronto los viajes en tren Turín-Vicenza/Vicenza-Turín fueron cosa de todos los viernes, o de los martes de clases matutinas en la Universidad para Paula, o de los jueves de reuniones con los clientes de Francesco... Así se habían conocido y así continuaron su noviazgo (durante una cena coincidieron acompañando cada uno a sus representados, y cada quien retornó admirado por el otro a las ciudades en las que residían, ella en Turín, él en Vicenza).
Pronto se encontraron rentando una planta de una casa en Venecia; entonces, los trenes hacían la escala nocturna de los jueves en Vicenza y seguían hacia la serenísima. Entonces, Paula cocinaba bacalao y lo celebraba junto a los viejitos sordos y ciegos dueños de la casa; entonces Francesco bajaba las breves escaleras e iba a comprar tremessinos cerca de Malcanton... eso sí, subía rápido para continuar haciendo el amor.
Ahora Paula tenía una sortijita en el dedo y se preparaba para la ceremonia familiar de anunciar el compromiso y la fecha ante la familia del novio. Puesto que era un paso tan difícil para la psique de la muchacha, el psicólogo aficionado que era Fran decidió acelerar con sus amigos abogados todos los trámites y casarse tan pronto pasase el carnaval, sin darle a la novia tiempo para arrepentirse ni darse cuenta siquiera de su cambio de estado.Así, en un fugaz compromiso de un mes, Francesco y Paula lo compartieron todo, y el mundo estaba completo para ellos. El mundo era sólo de ellos dos, mientras sentían que el diluvio del carnaval y la boda se había llevado a todo ciudadano alrededor. Se autoproclamaron los últimos enamorados, y en la certeza de que amar era difícil, consideraron su compromiso temerario.Ese carnaval llegaron a su cuartito veneciano con las maletas llenas de sueños burgueses. Y con la chequera dispuesta, la tarjeta escandalosa, se fueron a recorrer las tiendas de disfraces (cansados de tanto sexo, sin haber comido y sin dormir casi) para celebrar juntos su despedida de solteros: recordemos que ellos eran los últimos solteros que quedaban sobre la tierra.
***No había manera de comprobarle a los demás que Paula y Francesco eran los últimos solteros que quedaban sobre la tierra; poco a poco, calle a calle, ellos mismos fueron olvidando que eran los amantes definitivos y los únicos seres vivos que había dejado el diluvio. No importaba ya este privilegio cuando se veían perdidos en la maraña de gente, innombrados, mixtificados, ignorados: la despersonalización era lo mejor que podían proveerse antes de casarse, ¡vaya descubrimiento en pleno carnaval! El vino actuaba silencioso, tejía con parsimonia los hechos que se abalanzarían después.
Con cautela, sabio, se hizo amo de las fantasías humanas que pretendían haber tomado una decisión vital y aspiraban lucir los mejores trajes de la noche veneciana del último día de carnaval.Son hermosos vuestros trajes, admiró una alta dama narizgona de traje tornasolado.
A su lado asentía un hombre alto y elegante, vestido de blanco, que llevaba una máscara de gato siamés, más extraña de lo habitual y que hacía lucir sus ojos como dos adularias envejecidas. Paula creyó reconocer las piedras de luna de esos ojos, pero no le dio mayor importancia.Enseguida las dos parejas se unieron. Ya no eran uno, ni dos, eran cuatro y, si seguían tomando, se convertirían trescientos seis mil, como siempre pasaba en carnaval. De hecho, ya eran uno con todos los que bailaban y gritaban en el campo: codazos, empujones, pisotones, los roces de las manos, de los labios desconocidos, hacían crecer una especie de bola de fuego dentro de las calaveras de los novios, ahogados por el vino y la lluvia de Venecia; ya no recordaban qué era lo que habían traído en las maletas, ni lo que rezaban sus documentos de identidad.
Por su parte, la pareja de desconocidos cada vez más parecía fundirse con los fantasmas arquitectónicos y con las ratas que por momentos hacían gritar de asco a Paula. Los dos gigantes bailaban, vomitaban de cuando en cuando, para cruzar las esquinas en busca de un sobrecogedor sottoportego donde encender un joint.El trance en las calles duró horas, horas de cuerpos ocupando el mismo espacio en contra de todas las leyes de la física e incluso penales. Cuántos homicidios de identidades vieron a través de los cristales del vino y el hachís, gracias al comercio sin igual propiciado por las tiendas de fantasías y máscaras.
Danzando, brincando, hecha puro huesos sin peso, ni diferencias, la locura se fue esparciendo y la ecuación volvió a llegar a lo irreductible: los ojos color aguamiel de Fran, la nariz de la desconocida, una escarchita en el pecho de Paula y la caída leve de la voz del otro hombre junto a su risa, cuando ésta ya había sustraído toda energía de su cuerpo y sólo quedaba el eco de un jadeo.
En la estrecha y casi desierta calle dei Fabbri concertaron la trampa sagrada. Paula se le echó encima a Francesco y lo besó un rato, empujándolo con sus caderas contra la pared junto al puente. Durante un rato, los desconocidos asistieron a este ceremonial silencioso, en el que estaba puesto algo más que todo el amor del mundo.
Luego, en cuestión de segundos, la mujer tomó suavemente a Paula por la cintura y se la llevó como una vieja amiga por las calles del antiguo verdugo. Cuando ellas desaparecieron, Francesco y el hombre se miraron a los ojos, y continuaron el beso.Francesco descendió a las verdades del sortilegio. Se dejó llevar y amar por el gigante como si se tratase del último hecho en su vida. Sentía su cuerpo en los brazos de otro como el bote que zarpaba y mecía toda la ciudad frente a sus ojos, ascendiendo hacia la luna y bajando hacia el esperma como en un rito de iniciación.
Quizás minutos, quizás horas más tarde, los dos hombres entraron a un almacén fantasmal, el mismo donde Paula y Francesco habían comprado sus trajes durante el día. Encontraron a Paula sobre sus ropas, desparramada en el mostrador de madera, con el pelo suelto, las piernas separadas y los ojos vidriosos, reflejando a la luna.
Francesco, con el traje y el rostro descompuestos, cayó demudado en un sillón frente a las mujeres, vencido por la hierba, el sexo y el alcohol, y las observó hacer el amor un rato, mientras el desconocido se drogaba de nuevo.
Más tarde, Francesco podía recuperarse de las impresiones y la agitación de las horas pasadas, sus ojos veían con mayor claridad. La gigante sólo conservaba su falda, sin temor del frío, y se acercaba de nuevo a la chica sin antifaz. Pasó un rato recorriéndola y rozándola con la lengua y los labios, mientras su novio se levantaba para acercársele, para penetrarla. Como un dios narcotizado, el otro hombre los besaba recurrentemente a todos.***De nuevo, todo pareció volver a la normalidad.
Los desconocidos se apartaron de los enamorados infinitos y éstos se acomodaron en las posiciones habituales que tomaban al hacer el amor; los gigantes les observaban ritualmente, desde un sofá, asistiendo a una ceremonia que ellos aparentemente no podían ejecutar. Pero sorpresivamente Paula y Francesco no fueron más ellos.
El vértigo de sus éxtasis no eran el que acostumbraban sentir cuando hacían el amor. Flotaron encima del mostrador que les servía de lecho, vieron luces anaranjadas, sus cuerpos se fusionaron de manera sobrenatural y la hermosura de su abrazo nunca más pudo ser imitada.Sentían que sus cuerpos no les pertenecían, danzaban en el vacío, olvidando toda la escenografía alrededor, de tan ligeros, sus cuerpos no podían concebirse, su fusión era otra. No, no eran Paula y Francesco algo no estaba bien, se encontraban poseídos por algunas fuerzas desconocidas que les llevaban al éxtasis total, al conocimiento inconcebible de la caricia perfecta que hiciera gozar al otro.
Los movimientos precisos, las palabras correctas, las sonrisas amadas hacían temblar al contacto de los labios, el extravío de sí mismos hacía temer a la muerte... Y este temor no parecía justificado de no ser por estar poseídos por amantes que luego de entregarse así hubiesen tenido que sufrir el eterno fuego del infierno: Perded toda esperanza, quien entra aquí jamás volverá a sentir un orgasmo...Luego de pasada la embriaguez del encuentro, los novios se despertaron sobre la mesa, completamente solos y turbados. Sus miembros respondían con dificultad y se sentían incapaces de mantenerse en pie por el mareo, que, no obstante la intoxicación, no era el usual producto de una resaca.
Paula creyó recordar haber soñado con caer del mesón sobre el que yacía con Fran y despeñarse dentro de un volcán en erupción del cual escapaban los gritos de infernales condenados. Aún sentía el vértigo y horror de la caída, pero ya el sol entraba por una ventana, y debían correr para evitar que los dueños les encontrasen invadiendo su propiedad.
***Los viejitos venecianos sonreían enigmáticamente cuando los jóvenes volvían al apartamento después de la sonada fiesta de carnaval. Francesco no podía dejar de pensar en sus caseros desayunando, le parecieron un par de barones de porte muy donairoso, que no podían ocultar una casta acostumbrada a las guerras y a las citas con élites secretas.La vieja se acomodaba en la silla y tomaba la mano de su viejo, con apariencia espectral. En ambos resplandecían piedras de luna como ojos, y la adularescencia de los ancianos le recordaban el halo misterioso de su cópula con Paula esa madrugada. Fue la última vez que los vieron. Al día siguiente la casa estaba abandonada, fantasmal, sin muebles ni personas, solo Paula y Francesco en una habitación aislada con sus maletas y una vetusta versión barata y amarillenta del Novellino tirada en la alfombra del balcón. Se abría en un pasaje de la historia de Ginebra y Lancelot, que a Paula y Francesco les pareció cursi y demodé, tan aburridos se encontraban los últimos enamorados de las fábulas de amor cortés.Los padres del recién casado miraban la linda llegada de los invitados en góndola y felicitaban a la pareja por su exquisita elección. Frente a la mesa de fiambres, Paula y Francesco se abrazaban, sintiéndose aun como marionetas de cierto destino díscolo y perverso, pero sin reprocharlo, sin resistirse; se sentían casi igual que en la mañana de ayer. Ya sospechaban, después de todo, que el amor que existía entre ellos era vano y superfluo, apenas un reflejo de lo que el amor es en realidad.

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