Ramón Hernández
28/11/2009
En la dictadura que duró desde 1899 hasta finales de 1935, que empezó con Cipriano Castro y terminó con Juan Vicente Gómez, el Estado y sus riquezas pertenecían al que mandaba. No había diferencias entre las cuentas públicas y las particulares, las usaban caprichosamente. Compraban haciendas con los tributos obtenidos en las aduanas y regalaban carros a los amigos con las partidas con las que debían pagar los salarios y construir puentes, escuelas y hospitales.
Eran dueños absolutos del país y quienes mostraban inconformidad con esa conducta eran encerrados en calabozos pestilentes y les colocaban 2 grillos de hasta 70 libras cada uno. Les ocurrió a Andrés Eloy Blanco y a José Rafael Pocaterra, como a muchísimos otros.
Han transcurrido 100 años, pero parece que la historia se empeña en transitar las tenebrosas veredas de entonces, no ya en el nombre de la paz sino del socialismo y del me da la gana.
En 1919, un grupo de oficiales jóvenes organizó un complot para librar al país del hombre de La Mulera. Fueron descubiertos y apresados; pero, contrario a lo que hacían lustrosos intelectuales y la degradada sociedad que mendigaba favores y ofrecía doncellas al chafarote a cambios de negocios y "normalidad", soportaron estoicamente la tortura a manos de José Vicente Gómez, hijo del mandón e inspector general del Ejército. No confesaron.
Domingo Alberto Rangel en el libro Gómez, el amo del poder describe el interrogatorio: Los detenidos están amarrados. José Vicente Gómez los golpea en la cara. Cuando con la bota militar descarga su furia sobre el abdomen de los indefensos, le estalla en el rostro un escupitajo. Entonces se abalanza sobre el hombre amarrado y lo golpea con la culata del fusil. Confiesen hijos de la gran puta. La sangre fluye por las heridas del agravio. Viven. Los pulmones expulsan el aire enrarecido de la prisión. De la viga que corre entre las dos paredes de la sala, cuelga un mecate. El bárbaro lo amarra de los testículos y lo iza. Un grito desgarrador precede el silencio. Los ojos son de muerte. La nariz aletea casi imperceptible. La vida se escapa, pero los labios mantienen el silencio del coraje. Lo baja y queda tendido en el suelo. De los testículos escapa más sangre. La vida huyó. José Vicente Gómez no consiguió la confesión. Aquel día supo hasta dónde llega la dignidad y el coraje de los seres humanos.
El poder lo puede todo menos doblegar a los valientes. Libertad para Richard Blanco.
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